Revista Administración & Cidadanía, EGAP

Vol. 15_núm. 1_2020 | pp. -240

Santiago de Compostela, 2020

https://doi.org/10.36402/ac.v1i15.4363

© Fernando Jiménez Sánchez

ISSN-e: 1887-0279 | ISSN: 1887-0287

Recibido: 21/05/2020 | Aceptado: 01/07/2020

Editado bajo licencia Creative Commons Atribution 4.0 International License

O antídoto da corrupción: a calidade da gobernanza

El antídoto de la corrupción: la calidad de la gobernanza

The antidote to corruption: the quality of governance

Fernando Jiménez Sánchez

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universidad de Murcia

https://orcid.org/0000-0002-7273-4332

fjimesan@um.es

Resumo: Este artigo defende a necesidade de vincular o combate contra a corrupción cun obxectivo moito máis amplo, como é o da mellora da calidade da gobernanza, pero sen o cal as estratexias anticorrupción están chamadas a fracasar. Os países que mellor controlan a corrupción son tamén aqueles cunha maior calidade de goberno. Un poder executivo sometido a límites efectivos no seu exercicio para garantir a salvagarda do interese público en todas as súas actuacións non só permite un mellor control da corrupción, senón que, ao mesmo tempo, tamén asegura uns mellores niveis de prosperidade, un maior grao de igualdade de oportunidades, e, así mesmo, unhas doses máis altas de confianza institucional e social.

Palabras clave: Corrupción, gobernanza, calidade de goberno, estratexias anticorrupción, límites efectivos do poder.

Resumen: Este artículo defiende la necesidad de vincular el combate contra la corrupción con un objetivo mucho más amplio como el de la mejora de la calidad de la gobernanza, pero sin el que las estrategias anticorrupción están llamadas a fracasar. Los países que mejor controlan la corrupción, son también aquellos con una mayor calidad de gobierno. Un poder ejecutivo sometido a límites efectivos en su ejercicio para garantizar la salvaguardia del interés público en todas sus actuaciones no solo permite un mejor control de la corrupción, sino que, al mismo tiempo, también asegura unos mejores niveles de prosperidad, un mayor grado de igualdad de oportunidades, y, asimismo, unas dosis más altas de confianza institucional y social.

Palabras clave: Corrupción, gobernanza, calidad de gobierno, estrategias anticorrupción, límites efectivos del poder.

Abstract: This article sustains the need to link the fight against corruption with a much broader objective such as that of improving the quality of governance. Without this broader goal, anti-corruption strategies are bound to fail. Countries that best control corruption are also those with the highest quality of government. An executive branch subjected to effective limits in its exercise in order to guarantee the safeguarding of the public interest in all its actions, not only allows better control of corruption, but at the same time also ensures better levels of prosperity, a greater degree of equal opportunities, and also higher doses of institutional and social trust.

Key words: Corruption, governance, quality of government, anticorruption strategies, effective limits to power.

Sumario: 1 De la lucha contra la corrupción a la mejora de la calidad de la gobernanza. 2 Calidad de la gobernanza y prosperidad. 3 La calidad de la gobernanza: un concepto tan decisivo como complejo. 4 Conclusión. 5 Bibliografía.

1 DE LA LUCHA CONTRA LA CORRUPCIÓN A LA MEJORA DE LA CALIDAD DE LA GOBERNANZA

La receta más frecuente a la hora de plantear una estrategia de lucha contra la corrupción es el recurso a un paquete de reformas institucionales como, por ejemplo, la creación de agencias anticorrupción, el endurecimiento de las penas asociadas a los delitos como el cohecho, la malversación, el trafico de influencias, etc., o algunas otras medidas técnicas por el estilo como leyes de transparencia y acceso a la información pública o la obligación de publicar las declaraciones de actividad y patrimonio de los candidatos a ocupar cargos públicos. Sin embargo, el balance que puede hacerse de la eficacia de este tipo de reformas para contener la corrupción es más bien pesimista. En este texto trato de justificar por qué estas medidas técnicas son insatisfactorias y abogo, siguiendo las reflexiones de Alina Mungiu-Pippidi1, por una estrategia diferente si queremos aspirar a una reducción efectiva de la corrupción. En concreto, la clave para mejorar la efectividad de la lucha contra la corrupción se encuentra en la mejora de la calidad de gobierno.

Enfocar la persecución de la corrupción como si fuera un problema meramente de técnica jurídica o criminológica suele ser una estrategia equivocada salvo para unas pocas sociedades del planeta. Mungiu-Pippidi2 nos advierte del error de tomar la corrupción como una enfermedad que supone una amenaza para la pervivencia de un cuerpo social que hasta entonces estaba sano. Basta echar un vistazo al mapa de la percepción de la corrupción que elabora cada año Transparencia Internacional para que advirtamos que esta supuesta “enfermedad” está tan extendida en todo el planeta que lo verdaderamente excepcional y raro son los países en los que su incidencia es reducida. La corrupción no es una enfermedad. Es simplemente un epifenómeno de una situación social que suele ser más bien la regla que la excepción tanto hoy día como a lo largo de la historia de la humanidad3.

La corrupción es típica de órdenes sociales muy estables –lejos por tanto de encontrarse en una situación terminal– en los que predomina una lógica particularista en la manera en que se relacionan los distintos grupos que componen tal sociedad. Es decir, es propia de sociedades en las que los intereses del grupo más primario al que se pertenezca –la familia, el clan, la etnia, la confesión religiosa, el partido político, etc.–, se ponen por encima de los intereses generales de quienes conviven bajo un determinado ordenamiento constitucional. De este modo, todas las relaciones sociales que mantenemos, incluyendo las políticas, se tamizan por esta lógica: uno tiene que favorecer a los miembros del propio grupo por encima de cualquier otra consideración. Esta lógica es compatible con diversos órdenes de gobernanza, desde los más tradicionales, como los sistemas patrimoniales que tan acertadamente estudió Max Weber4, hasta los que Mungiu-Pippidi llama particularismos competitivos, en los que cabe una competición genuina por el poder, pero en los que los partidos que lo conquistan lo utilizan para favorecer a sus clientelas a costa del interés general que se comparte como sociedad.

Las que ya son mucho más escasas son aquellas sociedades que han sido capaces de instaurar un orden de gobernanza en el que las fronteras entre lo público y lo privado son mucho más sólidas –están globalmente aceptadas– y en el que los ciudadanos comparten la expectativa de que quienes alcanzan el poder político no anteponen los intereses de su propio grupo a los de la sociedad. Se trata de un orden social en el que se da el universalismo ético del que hablaba Talcott Parsons5. Aquellas sociedades en las que se logra instaurar este orden de gobernanza son sociedades con mucha menos corrupción porque es mucho más fácil detectarla y la reacción contra estos comportamientos es contundente y compartida por la gran mayoría.

Basta una ojeada a algunos de los libros que se han publicado últimamente sobre las patologías de nuestro sistema político para tener un diagnóstico adecuado de nuestro actual orden de gobernanza6. Desde luego estamos lejos de los niveles de corrupción y particularismo que tienen muchas otras sociedades del planeta, pero está claro que después de nuestra prometedora transición democrática y nuestro esfuerzo para europeizarnos estamos hoy día más cerca de un particularismo competitivo que de un orden de universalismo ético.

El hecho de que la corrupción no sea una enfermedad sino un síntoma del tipo de orden social que tenemos tiene importantes implicaciones sobre la manera en la que hay que hacerle frente. Si pensamos en la corrupción como una enfermedad, damos por hecho que, sajado el tumor de unos gobernantes corruptos, el cuerpo social recuperará su estado sano. Sin embargo, la solución no está en sustituir a unos gobernantes corruptos por otros que, llegado el momento, se comportarán conforme a las mismas reglas de juego: “ahora nos toca a nosotros”7. Los pocos países que han conseguido un control más eficaz de la corrupción han logrado esta meta construyendo un nuevo orden social basado en reglas de juego muy diferentes. Pusieron en marcha complejos procesos políticos y sociales de cambio a favor de un nuevo orden de gobernanza que deja escaso espacio a las lógicas clientelares.

El objetivo de las reformas exitosas no es por tanto la corrupción en sí, sino el destierro de la lógica particularista. Para ello necesitamos un agente de cambio, que sólo puede provenir de una sociedad civil organizada y consciente de los pasos a dar, que apueste por la superioridad moral, política, social y económica de un orden de gobernanza alejado del clientelismo y el particularismo. Sin esa demanda de la sociedad civil, es muy improbable que los gobernantes se decidan a poner en marcha reformas del tipo que en teoría de juegos se denominan como “estrategia de Ulises”. Al igual que hizo Ulises para evitar que el cántico de las sirenas arrastrara su nave contra los acantilados, las buenas reformas anticorrupción deben conducir a las autoridades políticas a atarse al mástil que les impida el uso clientelar de los recursos públicos. Es decir, la clave de las reformas anticorrupción pasa por imposibilitar que quienes dirigen una administración pública puedan hacer un uso patrimonial de la misma para construir o alimentar redes clientelares de apoyo social o financiero. Se trata de que quienes se encuentran en esa posición no tengan la posibilidad de caer en esa tentación tan poderosa. En definitiva, esta estrategia consiste en articular límites efectivos al ejercicio del poder de los gobiernos8 para asegurar que los gobernantes no puedan anteponer intereses particulares al interés general de la sociedad.

Este tipo de enfoque sobre el problema de la corrupción parece encajar, además, mucho mejor con las propias percepciones que los ciudadanos tienen sobre el fenómeno. Como el Gráfico 1 sugiere contundentemente, los ciudadanos europeos, como los del resto del mundo, conectan la corrupción más bien con su visión de que la mayor parte de las democracias en las que viven sacrifican constantemente el interés general en aras de los intereses particulares de que quienes tienen los contactos adecuados con los gobernantes de turno. Recogiendo el significado clásico de la palabra corrupción9, los europeos asocian este concepto a la idea de degradación de un régimen democrático cuyo funcionamiento en la práctica no cumple con los principios de igualdad política sobre los que funda su legitimidad. La experiencia que estos ciudadanos acumulan es que, lejos de esa igualdad política que proclaman, estos regímenes suelen funcionar en la práctica sobre la base del favoritismo. Como deja claro el gráfico, más que con la estrecha idea del soborno, la mayor parte de los europeos asocian la percepción de la corrupción con esta traición al principio de la igualdad política. Así, entre los europeos que consideran que la corrupción está muy extendida en su país, solo un 6 por ciento reconocen haber tenido que pagar un soborno en los últimos 12 meses para acceder a algún servicio público, mientras que un 66 por ciento cree que las conexiones políticas son necesarias para tener éxito en los negocios y casi un 80 por ciento está convencido de que el favoritismo y la corrupción perjudican la genuina competición de las empresas en el mercado. Es decir, los europeos asocian más claramente la percepción de la corrupción con la detección de comportamientos particularistas que con el uso del soborno.

Gráfico 1: Experiencia de corrupción y percepción de particularismo y favoritismo entre quienes perciben mucha corrupción (2013)

Fuente: Eurobarómetro 79.1 (2013). Tomado de Mungiu-Pippidi, 2016.

Durante los últimos casi 30 años, los estudios sobre la corrupción han alcanzado un auge que sigue plenamente en boga a día de hoy. A lo largo de estos años se han realizado muchas investigaciones sobre las consecuencias perjudiciales que tiene para la prosperidad de los países y se han propuesto innumerables vías de reforma para luchar contra ella. Desde ambas perspectivas, se coincide en señalar cómo la calidad de las instituciones de gobernanza es un factor crucial para la lucha contra la corrupción. Si se quiere asegurar la prosperidad y el bienestar de un país y, asimismo, si se quiere luchar eficazmente contra la corrupción, la única vía posible para ambos objetivos pasa por mejorar la calidad de la gobernanza de un país. En las páginas que siguen se van a destacar algunos aspectos de esta doble problemática. En la sección siguiente se atiende a las razones por las que la calidad de las instituciones de gobierno son un factor clave para la prosperidad. Finalmente, la última sección repasa algunas de las principales aportaciones más recientes a la calidad de la gobernanza.

2 CALIDAD DE LA GOBERNANZA Y PROSPERIDAD

Hace más de cincuenta años algunos autores que estudiaban el desarrollo político y económico en ciencia política sostuvieron que la corrupción podía ser beneficiosa para el crecimiento económico allí donde el mal funcionamiento de las instituciones gubernamentales distorsiona los mercados. En tales circunstancias, la corrupción serviría como grasa para los engranajes de estas instituciones que funcionan mal, aumentando así la eficiencia, la inversión y, con el tiempo, el crecimiento.

Esta hipótesis sobre la “grasa de los engranajes” fue formulada por primera vez durante la década de 1960 por algunos académicos como Leff10, Huntington11 y Leys12. De acuerdo con la tantas veces repetida expresión de Samuel Huntington, “en términos de desarrollo económico, la única cosa peor que una sociedad con una burocracia rígida, hipercentralizada y deshonesta es una sociedad con una burocracia rígida, hipercentralizada y honesta”. No obstante, esta opinión no cuenta ya con defensores en el mundo académico. De hecho, desde mediados de la década de 1990 en adelante, un gran número de sólidos estudios empíricos ha ido acumulando una evidencia incontestable sobre la altísima correlación entre los niveles de desarrollo económico y humano, por un lado, y los bajos niveles de corrupción o de alta calidad de las instituciones de gobierno, por otro13.

Este debate sobre los efectos de la corrupción y la baja calidad de las instituciones de gobierno sobre el desarrollo también ha tenido un gran impacto sobre las teorías económicas que tratan de explicar por qué encontramos niveles tan dispares de prosperidad en las diferentes sociedades del planeta. Los primeros modelos para explicar las diferencias en los niveles de desarrollo de los años 1950 ponían el énfasis en la acumulación de factores productivos como el elemento clave. Los países que reasignaban los factores de producción (capital, trabajo, tierra) desde sectores tradicionales como la agricultura a actividades de mayor productividad como la industria lograban mayores crecimientos en sus niveles de renta. Más tarde se llamó la atención sobre la importancia de los cambios tecnológicos y cómo afectaban a la productividad total de los factores. Por último, los modelos más sofisticados de los años ١٩٩٠ daban entrada ya a la innovación, pero seguían ofreciendo explicaciones acordes con la teoría económica neoclásica. De este modo, un país era más próspero cuando sus actores económicos mostraban una mayor preferencia por asignar más recursos a la innovación, pero no explicaban convincentemente estos autores porque podía haber distintas preferencias hacia la innovación en diferentes países.

La lista de factores que aparecía en estos modelos explicativos (innovación, economías de escala, educación, acumulación de capital, etc.) no eran realmente causas que expliquen el crecimiento, sino que constituían ellos mismos el crecimiento14. Faltaba, por tanto, una explicación más básica que diera cuenta de por qué los niveles de capital físico y humano o de innovación que iban en paralelo con el crecimiento eran diferentes en unos u otros países. North y Thomas ya propusieron entonces que la variable explicativa fundamental eran las instituciones que se habían construido en los distintos países. El entramado institucional de cada país sería el que incentivaba o desincentivaba determinadas decisiones de los actores económicos que explicaban el crecimiento.

Douglass North15 desarrolló este argumento y definió las instituciones como las reglas formales e informales de juego que estructuran la interacción social. Es decir, se trata de los incentivos y constreñimientos creados por el hombre que dan forma a su interacción. Las instituciones, por tanto, “estructuran los incentivos de los intercambios humanos, ya sean de naturaleza política, social o económica”16. De este modo, las decisiones que una sociedad toma sobre las instituciones formales e informales que estructuran los comportamientos de sus miembros serían la variable clave que explica las diferencias en los niveles de prosperidad entre los distintos países. La opción por instituciones económicas de un tipo u otro (mayor o menor papel para los mercados en la asignación de los recursos, o derechos de propiedad bien protegidos, por ejemplo) marcaría la mayor o menor presencia de los factores de crecimiento: innovación, acumulación de capital, desarrollo del capital humano, etc.

Estas ideas de North han sido comprobadas por una larga lista de análisis empíricos muy fundados17. El best-seller de Acemoglu y Robinson18 resume muchos de estos hallazgos con numerosos ejemplos de la historia humana de todo el planeta, pero probablemente sea el texto de Acemoglu, Johnson y Robinson19 el que más ha profundizado en los mecanismos causales por los cuales las instituciones sean el factor clave que explica las diferencias en los niveles de desarrollo.

De acuerdo con estos autores, las instituciones económicas son el factor clave del que depende la prosperidad: “Algunas formas de organizar la sociedad animan a la gente a innovar, a correr riesgos, a ahorrar para el futuro, a encontrar formas mejores de hacer las cosas, a aprender y a educarse, a resolver los problemas de la acción colectiva y a producir bienes públicos; otras no”20. Por tanto, hay conjuntos de instituciones económicas que promueven la prosperidad y otros que no.

Para ellos, las “buenas” instituciones económicas, las que generan desarrollo, se caracterizan por dos rasgos básicos. Por un lado, se trata de instituciones que garantizan y protegen los derechos de propiedad de un amplio sector de la sociedad frente a las expropiaciones arbitrarias que podrían sufrir a manos de quienes tengan el poder necesario para ello. Es decir, cuantos más individuos tengan garantizados sus derechos de propiedad más individuos habrá en esa sociedad con incentivos para invertir (en capital físico, pero también en su propia formación, o sea en capital humano), para innovar y desarrollar nuevas tecnologías más eficientes y productivas y, así, para tomar parte en la actividad económica.

Por otro lado, una segunda característica de estas “buenas” instituciones es que deben alcanzar algún grado de igualdad de oportunidades, sobre todo de igualdad ante la ley, para conseguir que quienes tengan buenas oportunidades de inversión se puedan beneficiar de las mismas sin temor a que los rendimientos de su esfuerzo y su talento vayan a parar a otras personas o grupos que tengan el poder de hacerse con tales beneficios. Cuando las instituciones económicas reúnen ambas características se consigue un buen funcionamiento de los mercados y, con ello, una asignación eficiente de los recursos económicos en una sociedad. Sólo cuando los individuos tienen garantizados los derechos de propiedad y hay suficiente igualdad de oportunidades existen incentivos para crear y mejorar los mercados.

Acemoglu y sus coautores no desdeñan la importancia que pueden tener otros factores que se escapan al control de una sociedad como los relacionados con su situación geográfica (el clima, las enfermedades autóctonas…) o sus tradiciones culturales (que no se pueden cambiar de la noche a la mañana), pero sus análisis encuentran que un factor endógeno fruto de una decisión colectiva como el tipo de instituciones que se construyen es mucho más decisivo que los anteriores. Lo demostraría el hecho de que tantos países que comparten una misma situación geográfica y unas mismas tradiciones culturales presenten niveles muy diferentes de prosperidad. Sería el caso, por ejemplo, de las dos Coreas, pero también de las diferencias entre Costa Rica y la mayor parte de sus vecinos centroamericanos como Honduras, El Salvador o Nicaragua y tantos otros casos.

Por tanto, la prosperidad depende en gran medida de una elección colectiva en una sociedad. En función del tipo de instituciones económicas por las que se opte podremos tener un mayor o un menor nivel de desarrollo. Entonces, ¿por qué hay tantas sociedades en el planeta con unos resultados económicos tan pésimos? ¿Por qué no han puesto en marcha las instituciones económicas que aseguran el crecimiento? La clave para entender esto está en los efectos que producen las instituciones económicas. Por un lado, está claro que de ellas dependen el crecimiento, el empleo, el bienestar, etc. Pero, por otro, de ellas también depende la distribución futura de los recursos: la riqueza, el capital físico, el capital humano… Son las instituciones económicas las que determinan cómo repartimos estos recursos en una sociedad. En efecto, las instituciones económicas no sólo determinan el tamaño de la tarta, sino también cómo se reparte ésta entre los diferentes grupos e individuos de una sociedad21.

Este efecto distributivo que tienen las instituciones económicas da lugar a conflictos sociales en torno a ellas. No todos los individuos y grupos preferirán las mismas instituciones ya que distintos arreglos institucionales llevan a diferentes distribuciones de los recursos. Por tanto, la elección de un tipo u otro dependerá del poder relativo que tenga cada uno de los grupos enfrentados y esto nos traslada a la esfera de la política. Como dicen estos autores, el poder político tiene un efecto desmesurado sobre las instituciones económicas. La elección de las instituciones económicas depende de la distribución del poder político en una sociedad. De este modo, si el poder está concentrado en pocas manos será difícil sostener instituciones económicas que proporcionen protección de los derechos de propiedad y suficiente igualdad de oportunidades para el resto de la población. Lo más probable en tal caso es que se instauren instituciones económicas que les permitan a quienes tienen el poder maximizar su capacidad de extracción de rentas. Con ello se desincentivarían los comportamientos productivos y, por tanto, el crecimiento económico.

Por el contrario, como decía Joseph Schumpeter22, las instituciones económicas que fomentan el crecimiento generan inevitablemente una “destrucción creativa”. Al incentivar la innovación constante, se produce un flujo de cambio casi permanente que da lugar a constantes transformaciones de la estructura económica de tal forma que las nuevas tecnologías, las nuevas actividades, etc. desplazan a las viejas con el consiguiente efecto sobre la distribución de los recursos. Por ello, los actores cuya fuente de riqueza está asociada a la vieja economía se resistirán con fuerza a los cambios si tienen suficiente poder para ello y de ese modo apostarán por unas instituciones económicas que les permitan seguir acumulando más recursos que los demás, aunque necesariamente sea a costa de detener el motor del crecimiento.

La consecuencia es que el tipo de instituciones políticas por las que se haya optado en una sociedad son esenciales para saber a qué tipo de instituciones económicas se da lugar. Las instituciones políticas determinan los límites que se ponen al uso del poder y distribuyen el poder político entre los distintos grupos e individuos que componen tal sociedad. Por tanto, hay tres características de las instituciones políticas que tienen un efecto decisivo para la prosperidad de un país.

En primer lugar, allí donde fijan límites efectivos al ejercicio del poder político será más probable que se genere una situación en la que los derechos de propiedad de un gran sector de la población se vean protegidos con suficiente garantía. Estos límites al uso del poder pueden provenir de dos fuentes que con frecuencia aparecen conjuntamente: pueden deberse a que haya una distribución bastante equitativa del poder en una sociedad o a que exista alguna forma de separación de poderes. El hecho es que cuando las élites políticas no tienen capacidad real de usar su poder para expropiar las rentas y los activos de otros actores, hasta los grupos ajenos a la élite pueden tener derechos de propiedad bastante seguros.

Además, en segundo lugar, donde el poder político es compartido por un grupo muy amplio, en el que se encontrarían aquellos que tienen las mejores oportunidades de inversión (los más innovadores, por ejemplo), también es más probable que los derechos de propiedad de un gran sector de la sociedad acaben siendo suficientemente protegidos.

Por último, en aquellas sociedades en las que hay instituciones políticas que limitan las rentas que quienes ejercen el poder pueden extraer de los demás, también será más probable que surjan y persistan las buenas instituciones económicas. En caso contrario, si el beneficio que se puede obtener de la extracción de rentas es muy jugoso y los límites para poder hacerlo son débiles, esto llevará a que quienes tienen el poder pongan en marcha instituciones económicas que maximicen su capacidad de extracción en lugar de aquellas que promueven el desarrollo. En la literatura sobre la corrupción se conoce como la “maldición de los recursos naturales” a esa situación en la que un país descubre valiosos recursos naturales (petróleo, coltán, diamantes, etc.) que en lugar de mejorar el bienestar de toda la sociedad acaba conduciendo a un proceso de cambio institucional en el que las élites del país refuerzan su capacidad extractora desincentivando los comportamientos productivos de la población. Uno de los pocos casos en contrario es el del descubrimiento del petróleo en el Mar del Norte por parte de Noruega, en el que tal hallazgo llegó en un momento en el que las instituciones políticas pluralistas e inclusivas eran tan sólidas que impidieron las conductas extractivas oportunistas.

Por todas estas razones expuestas por Daron Acemoglu y sus colegas, la calidad del gobierno se tiene hoy en día como el determinante más decisivo de la prosperidad. Incluso algunos economistas clásicos ya tenían esta intuición. Adam Smith lo afirmó muy claramente en La Riqueza de las Naciones23: «El comercio y la manufactura rara vez florecen mucho tiempo en cualquier estado que no goza de una administración regular de la justicia, en el que el pueblo no se sienta seguro en la posesión de sus bienes, en el que la confianza en los contratos no esté respaldada por la ley y en el que la autoridad del Estado no se emplee regularmente para hacer cumplir el pago de las deudas a todos aquellos que son capaces de pagar. En pocas palabras, el comercio y las manufacturas no pueden florecer en un estado en el que no exista cierto grado de confianza en la justicia del gobierno».

Por lo tanto, los derechos de propiedad y la igualdad de oportunidades son cruciales para la prosperidad, pero sólo pueden ser garantizados por las instituciones políticas que respetan el imperio de la ley. La corrupción en los regímenes democráticos es una amenaza muy grave para el estado de derecho, por lo que es crucial combatirla. La lucha contra la corrupción y la mejora de la calidad de las instituciones de gobierno son un elemento clave para elevar el nivel de prosperidad de una sociedad. Los sistemas gubernamentales con bajo nivel de corrupción garantizan un crecimiento económico sostenible y una distribución justa de la riqueza. Por lo tanto, la calidad de las instituciones gubernamentales es un factor determinante de la prosperidad. Pero la única manera de construir instituciones gubernamentales de alta calidad y combatir la corrupción es a través de reformas políticas profundas que mejoran tanto el funcionamiento imparcial de las instituciones gubernamentales como la igualdad de oportunidades en la sociedad. Estos dos elementos son cruciales para lograr el alto grado de confianza social y la corrupción de bajo nivel que una sociedad necesita para asegurar el logro de una prosperidad sostenible.

Junto con Francisco Alcalá, aplicamos estas ideas al caso español con la intención de calcular cuál es el coste económico de la debilidad relativa de calidad institucional que podemos detectar en España al compararla con su nivel de desarrollo económico y con el nivel de calidad institucional de los países de nuestro entorno24,25. Aunque España está dentro del 20 por ciento de países con una mayor calidad institucional del mundo, sin embargo, se observa que ese nivel de calidad institucional está por debajo del nivel de desarrollo económico del país, de tal forma que este déficit de calidad institucional se convierte en un lastre que resta capacidad para alcanzar toda la potencialidad de crecimiento, nivel de empleo y nivel de salarios de los que sería posible disfrutar en nuestra sociedad. De acuerdo con nuestros cálculos, si nuestra calidad institucional mejorara hasta alcanzar el mismo nivel que ocupa la productividad de nuestra economía entre los países del mundo, esto se traduciría en un incremento de nuestra riqueza (medida por nuestro PIB) de un uno por ciento anual durante un periodo de unos quince años. En esa investigación realizamos también una modesta propuesta de líneas de actuación que podrían mejorar la calidad institucional de nuestro país. Pero, ¿qué deberíamos entender por calidad de gobierno? A este asunto se dedica la última sección del trabajo.

3 LA CALIDAD DE LA GOBERNANZA: UN CONCEPTO TAN DECISIVO COMO COMPLEJO

Aunque todos tengamos una noción sobre lo que es y seamos capaces de advertir diferencias entre países, definir con precisión la calidad institucional es una empresa complicada. Los intentos académicos que se han llevado a cabo son de lo más variopinto y van desde modelos muy complejos que tienen en cuenta una multitud de dimensiones y de variables (como el de Leonardo Morlino26 para captar la calidad democrática), hasta el otro extremo en el que la calidad institucional se hace depender de un solo factor (como la definición de Bo Rothstein27 sobre la calidad de gobierno). Cualquier aproximación que se lleve a cabo es susceptible de crítica, dado que cada una de ellas tiene ventajas e inconvenientes. Así, las muy amplias suelen ser excesivamente complejas y, a veces, diluyen los aspectos más esenciales del concepto. Por su parte, aquellas que son tan reduccionistas como la de Rothstein, que define la calidad de gobierno en función de la capacidad para que el gobierno trate con total imparcialidad a todos los ciudadanos, son muy útiles por su claridad, pero pueden esconder la enorme desventaja de que se nos cuele como un gobierno de calidad aquel que aplica con total imparcialidad unas reglas cuyo contenido es inmoral28.

Algunos otros autores han puesto el foco más bien sobre los principios que debe reunir la acción de los poderes públicos para que podamos hablar de buen gobierno. Así, Marcus Agnafors29 estima que la calidad institucional se compone de seis elementos principales: una base moral mínima (el respeto a los derechos humanos); un proceso lógico, transparente y justificado para la toma de decisiones colectivas; el respeto de la regla mínima de la beneficencia (el gobierno debe escoger siempre la alternativa que sea más beneficiosa para los afectados por sus decisiones que sea material y éticamente posible en cada momento); las decisiones públicas deben ser eficientes y sostenibles, evitando el daño a las siguientes generaciones; el respeto escrupuloso al imperio de la ley y a la imparcialidad en el trato de los particulares (siempre que se respete una base moral mínima); y, por último, se debe contar con la capacidad y con la estabilidad que permitan una implantación efectiva de las decisiones tomadas de acuerdo con las reglas anteriores.

En esta misma línea de señalar los principios a que debe obedecer un sistema de gobierno para que se pueda considerar un “buen gobierno”, Manuel Villoria y Agustín Izquierdo también seleccionan seis componentes. Se trata de los principios de integridad, imparcialidad, efectividad, transparencia, rendición de cuentas y, por último, de responsividad (o receptividad) y participación30.

Probablemente, la manera más extendida de entender la calidad institucional es la que se deduce de los indicadores mundiales de gobernanza (WGI, por sus siglas en inglés) que propusieron en su día Daniel Kaufmann, Aart Kraay y Pablo Zoido-Lobatón31 para el Instituto del Banco Mundial. Aunque se ha criticado que las 3 dimensiones y los 6 indicadores que usan estos autores mezclan causas y consecuencias del buen gobierno32, su uso está muy generalizado porque, desde que propusieron su modelo, ofrecen una cuantificación anual de cada uno de esos 6 indicadores para más de 150 países en todo el mundo.

De acuerdo con su esquema, la calidad de la gobernanza constaría de 6 variables agrupadas en 3 dimensiones, la primera de las cuáles es la del proceso por el que se escoge, supervisa y se reelige o reemplaza a los gobiernos. Esta dimensión cuenta con dos indicadores: las percepciones que haya sobre la limpieza de las elecciones o lo protegidos que estén los derechos políticos y civiles (voz y rendición de cuentas) y las que existan sobre la probabilidad de que se desestabilice al gobierno por métodos inconstitucionales o violentos (estabilidad política). La segunda dimensión tiene que ver con la capacidad del sistema de gobierno para formular y poner en marcha políticas públicas adecuadas. Se compone de dos nuevas variables: las percepciones que haya sobre la calidad de los servicios públicos y la preparación de los funcionarios, además de su grado de independencia frente a los intereses particulares y la credibilidad de los compromisos públicos (eficacia gubernamental); y de cómo valoran los observadores la habilidad del gobierno para formular e implantar políticas y regulaciones bien fundamentadas que permitan y promuevan el desarrollo del sector privado (calidad regulatoria). Por último, la tercera dimensión tiene en cuenta el respeto de los gobiernos por las instituciones que rigen sus relaciones con los ciudadanos en sus interacciones sociales y económicas. Se trata de las percepciones que existan sobre la predictibilidad y eficacia del sistema judicial, así como sobre el cumplimiento de los contratos (Estado de derecho), y sobre la extensión de los abusos del poder en beneficio privado (control de la corrupción).

Está claro que sea como sea que definamos la calidad institucional, aspectos tales como el hecho de contar con un sólido entramado de instituciones de gobierno independientes que se controlen mutuamente, o un sistema de justicia bien dotado, rápido y eficaz, unas instituciones públicas transparentes que garanticen el acceso a la información pública necesaria para conocer lo que hacen los gobiernos con el fin de poder evaluar el impacto real de su gestión, etc., son claves a la hora de determinar que los gobiernos llevan a cabo políticas que garantizan la equidad, la eficacia, la eficiencia y que minimizan los riesgos de la corrupción, el despilfarro de los recursos públicos y el resto de impactos negativos que tantas veces tiene la acción de los poderes públicos.

Pero, probablemente, el autor que ha hecho una contribución más decisiva en estos años para entender las implicaciones que tiene un sistema de gobernanza democrática de alta calidad institucional haya sido Pierre Rosanvallon33 en su libro sobre el buen gobierno34. Rosanvallon analiza magistralmente la historia política contemporánea de occidente para diagnosticar las causas que han conducido a los alarmantes niveles de desafección política y al auge de diversos movimientos populistas en nuestros países. En consonancia con lo que se ha sostenido en la primera sección sobre el concepto de corrupción que maneja la mayor parte de los ciudadanos hoy en día, Rosanvallon entiende que las altísimas cotas de desapego político, el apoyo creciente a fuerzas populistas y la revuelta antiélites que se vive en la mayor parte de los países occidentales reflejan el sentimiento de abandono que siente un número creciente de ciudadanos en estos países. Para cada vez más personas, las élites políticas y administrativas y las instituciones de gobierno están cada vez más alejadas de sus preocupaciones y no responden a sus demandas y necesidades.

Por estas razones, Rosanvallon propone la necesidad de construir un nuevo orden de gobernanza democrática al que denomina “democracia de apropiación” con el que devolverles a los ciudadanos la sensación de que son ellos realmente quienes marcan el rumbo de las instituciones públicas con sus propias decisiones. El análisis de la evolución institucional de la democracia liberal que lleva a cabo en los primeros capítulos del libro, donde recoge lo ya aportado en otras contribuciones previas, le sirve para situar cuál debe ser el eje reformador sobre el que debe girar la democracia de apropiación. Frente a muchas otras propuestas que basculan sobre el reforzamiento del sistema representativo del régimen democrático, Rosanvallon pone el acento, acertadamente, sobre las reformas del poder ejecutivo. En efecto, dada la creciente importancia del papel de los ejecutivos en las democracias liberales al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial en adelante, en las que hasta la propia creación normativa depende cada vez más de los gobiernos, las reformas decisivas son aquellas que tienen como objetivo esta rama del poder.

De acuerdo con este punto de partida, la democracia de apropiación se fundamenta en cinco principios que el autor desarrolla largamente en su libro: legibilidad, responsabilidad, receptividad, veracidad e integridad. La calidad de la gobernanza democrática depende entonces de avanzar las reformas necesarias para que el poder ejecutivo respete estos cinco principios en su funcionamiento práctico. Las democracias que avancen en esta línea conseguirán reforzar una institución tan clave para el buen funcionamiento de la democracia como intangible y elusiva, la confianza de los ciudadanos que tan en entredicho está en nuestros días. De esta manera, al avanzar en la línea de la calidad de la gobernanza, los espacios para la corrupción se verán reducidos de manera notable. De ahí, que esta estrategia sea mucho más decisiva para la lucha contra la corrupción que las que estamos más habituados a escuchar y que reúne listas de innovaciones técnicas más o menos sofisticadas y que, una vez puestas en marcha, acaban siendo desvirtuadas en la práctica política cotidiana.

Por tanto, la estrategia para luchar con éxito contra la corrupción pasa por (re)conquistar la confianza de los ciudadanos en el funcionamiento de los gobiernos. De hecho, Bo Rothstein y Eric Uslaner35 encontraron que existía una serie de factores que distinguen muy claramente a las sociedades que tienen bajos niveles de corrupción de las que presentan valores altos. En las primeras esos bajos niveles de corrupción correlacionan con este conjunto de factores: una percepción positiva sobre la imparcialidad y la eficacia con la que funcionan los gobiernos; unos niveles altos de igualdad (sobre todo entendida como igualdad de oportunidades); y unos altos niveles de confianza social generalizada. En cambio, las sociedades con altos niveles de corrupción correlacionan con los factores opuestos: percepción de un funcionamiento parcial y no muy eficaz de los poderes públicos; gran desigualdad; y gran desconfianza social generalizada, acompañada ésta por intensos lazos de confianza particularizada en el seno de grupos componentes de esa sociedad.

De esos tres factores, el más decisivo es el de la percepción sobre el funcionamiento eficaz e imparcial de los gobiernos. Los otros dos, la igualdad de oportunidades y la confianza, crecerán en la medida en que los gobiernos funcionen de tal modo que los ciudadanos se sientan realmente al mando de los mismos. Esto no significa que sean los propios ciudadanos los que lleven el día a día del funcionamiento de tales gobiernos, es decir, esto no significa que Rosanvallon apueste por la superioridad de la democracia directa, sino simplemente que “lo que los votantes verdaderamente quieren es que los cargos públicos del gobierno trabajen con competencia y diligencia, en la creencia de que su deber número uno es servir al interés general y no labrarse sus propias carreras”36. Los ciudadanos no quieren tomar las decisiones del gobierno de manera directa por sí mismos, sino que “quieren ser escuchados, tomados en serio, mantenidos informados, tratados con respeto, e implicados en la toma de decisiones”37. “Cuando estas condiciones se respetan, estarán mucho más dispuestos a aceptar las decisiones de políticas públicas que les puedan perjudicar a ellos personalmente”, pero “dudarán instintivamente de las decisiones de los gobernantes que parezcan pobremente pensadas y que se pongan en marcha sin una consulta previa significativa”38.

En líneas generales, para que tales requisitos de la democracia de apropiación se cumplan, esto solo puede lograrse “regulando la conducta de quienes gobiernan (a los ciudadanos) y supervisando los actos de gobierno que han sido ejecutados en su nombre”39. Para ello, es necesario avanzar en la garantía de los cinco principios enunciados más arriba: legibilidad, responsabilidad, receptividad, veracidad e integridad. Termino este texto resumiendo el significado de estos cinco conceptos centrales para Rosanvallon.

El primer principio en el que se basa la democracia de apropiación es el de la legibilidad. Se trata de un concepto muy ligado tanto al muy actual de la transparencia como al muy tradicional en la historia del parlamentarismo como la publicidad. Pero Rosanvallon elige muy intencionadamente un término diferente para enfatizar la relevancia de que lo importante aquí no es que los actos y decisiones del gobierno sean de conocimiento público, sino la necesidad de que toda esta información pública pueda ser inteligible para el ciudadano. Ante la sobrecarga de información pública con la que nos bombardean crecientemente los gobiernos, la clave para que los ciudadanos desarrollen ese sentido de reapropiarse del poder democrático estriba en que sean capaces de entender sin demasiada dificultad lo que los gobiernos hacen o dejan de hacer realmente. En este sentido, Rosanvallon da mucha importancia al papel que pueden jugar determinadas organizaciones de la sociedad civil que pueden tener un papel clave a la hora de desentrañar todo ese enorme caudal de información, pero advierte también que la relevancia del papel que desempeñen dependerá de su credibilidad. Por tal motivo, estas organizaciones deberían evitar cualquier sesgo en el cumplimiento de tal función.

En segundo lugar, Rosanvallon señala el principio de la responsabilidad que, para él, es siempre un atributo inescindible del poder. Esta otra cara del poder mira tanto hacia el pasado como hacia el futuro de su ejercicio. En este sentido, quienes ejercen poder político han de responsabilizarse tanto por los actos que ya han cometido como por los compromisos de acción que asumen de cara al futuro. En lo que tiene que ver con la responsabilidad por los actos pasados, un buen entendimiento de este principio obliga a tres cosas. Obliga a dar a conocer lo que uno ya ha hecho, es decir, a dar cuentas de los actos cometidos, que es el sentido más antiguo del concepto político de la responsabilidad como dación de cuentas o accountability. Pero obliga también a justificar por qué se ha actuado de ese modo en el contexto en el que se haya hecho, un sentido que entronca con una de las características más sustantivas del régimen democrático en el que los gobernantes han de explicar su actuación ante los ciudadanos para que estos puedan valorarla y recompensarles o sancionarles adecuadamente. Por último, la tercera faceta de la responsabilidad sobre los hechos ya ocurridos tiene que ver con la necesidad de conocer el impacto real de las decisiones y los programas de intervención que los gobiernos han puesto en marcha, es decir, tiene que ver con la necesidad de evaluar el verdadero impacto que han tenido las políticas públicas emprendidas por los gobiernos.

Pero la responsabilidad política no mira solo hacia el pasado. Gobernar implica también asumir el compromiso de utilizar el poder para cambiar la sociedad y vencer las resistencias y las adversidades que puedan presentarse. Este compromiso, en el seno de una sociedad democrática, implica asumir por parte del gobernante el objetivo de hacer un mundo más libre, más justo y más pacífico, sin olvidar que nuestras sociedades son plurales y que esta tarea de gobierno implica hacer visibles “los conflictos, las desigualdades, los desacuerdos y los prejuicios que pululan en la sociedad”40.

El tercer principio de la democracia de apropiación pasa por garantizar la receptividad del gobierno a las demandas, los deseos y las necesidades de los ciudadanos. En un mundo en que éstos se sienten cada vez menos y menos escuchados por los gobernantes, asegurar este principio es vital para que los ciudadanos experimenten que el poder que depositan en los gobernantes está realmente a su servicio. En las sociedades occidentales se ha producido, según Rosanvallon, una evolución institucional y sociológica por la que las organizaciones sociales y políticas a través de las cuales se producía la participación política de los ciudadanos, como los partidos políticos y los sindicatos, han dejado en la práctica de cumplir en buena medida con esa función. Los cauces de expresión de las demandas de los ciudadanos se han “empobrecido como nunca antes”41. Rosanvallon no tiene una clara solución para esto y reconoce la necesidad de aplicar mucha inventiva en desarrollar nuevas formas de participación de los ciudadanos que conviertan en una realidad este principio. Lo que sí tiene claro es que, sea como sean esas nuevas formas de participación en los asuntos públicos, hay dos grandes condiciones que deben cumplirse. Por un lado, estos mecanismos de participación deben ser “espacios neutrales protegidos de las influencias partidistas”42 y, además, deben partir del hecho de que la palabra “pueblo” ha de entenderse siempre “en los términos de la diversidad de condiciones sociales y de experiencias de vida”43 que nos caracterizan. Por tanto, de manera diametralmente opuesta a como se utiliza y caricaturiza esta palabra en el lenguaje de los movimientos populistas como un sujeto homogéneo en sí mismo y opuesto a la “casta” a la que se combate. Lo que está claro es que detrás de este principio está la idea de que la democracia no es solo un régimen político sino una forma de sociedad que idealmente implica una interacción constante entre gobernantes y gobernados.

Dado el hartazgo que cada vez más personas sienten por la escasa calidad y el bajo nivel del debate público, el cuarto principio de la democracia de apropiación propuesto por Rosanvallon no debería sorprender demasiado. Me refiero al principio de la veracidad, un principio estrechamente ligado al poder del lenguaje y el discurso. “Gobernar es también hablar” y “hablar verazmente contribuye a darle a la gente más control sobre sus vidas y les capacita para participar en la vida política de una manera positiva y productiva”44. Este principio se enfrenta a tres grandes obstáculos: las mentiras, la conversión del debate público en una sucesión de monólogos y la aparición en los últimos tiempos del “lenguaje de las intenciones”.

Asegurar el principio de veracidad supone combatir estos tres frentes del discurso de la política. La falsedad y la mentira contaminan el lenguaje político y corrompen el pensamiento. El recurso a los monólogos, los discursos que no pueden ser desafiados por argumentos en contrario, drena la vitalidad de la vida política y condena a los ciudadanos a la pasividad. Por último, el lenguaje de las intenciones está cada día más presente en la política democrática con el auge de los populismos. Consiste en recurrir a una pose moralizante y de aparente indignación moral que anima a plantar abierta resistencia al orden establecido y que lo hace desde una posición maniquea de buenos y malos, sin dejar resquicio a encontrar espacios comunes en los que negociar acuerdos y cesiones mutuas, por lo que suele abocar a situaciones de estancamiento y de deterioro de los conflictos sociales. Los ciudadanos, los medios de comunicación y los grupos cívicos tienen un papel muy relevante a la hora de arrinconar estos discursos patológicos y de promover el uso de un lenguaje veraz en la vida política.

Finalmente, el quinto principio sobre el que se articula una democracia que genere confianza en los ciudadanos es el de la integridad. Obviamente, este es el principio más directamente ligado con el control de la corrupción, en el sentido más estrecho y más habitual en nuestros días que se le suele dar a este concepto. “La corrupción, los conflictos de interés, el tráfico de influencias, tener intereses financieros o de otro tipo en empresas que dependen de la regulación del gobierno, todas estas cosas, que pertenecen tanto al lenguaje del derecho como al de la moralidad pública, señalan hacia un mismo fenómeno: la subordinación del bien común a fines de naturaleza personal”45. El problema con este tipo de comportamientos es que suponen un abuso de la confianza pública y socavan la credibilidad de las instituciones democráticas. Por eso, Rosanvallon cree justificada la puesta en marcha de un diseño institucional basado en una concepción instrumental de la transparencia que actúe tanto preventiva como punitivamente para asegurar la integridad de quienes ocupan o aspiran a ocupar cargos públicos.

Esta infraestructura ética debe hacerse depender de unos agentes con la suficiente independencia como para asegurar que las instituciones públicas a las que controlan puedan considerarse dignas de confianza y legítimas. El objetivo es garantizar que quienes ocupan cargos públicos sean personas íntegras, es decir, “alguien que tenga una absoluta devoción para servir al interés público, que esté completamente comprometido con el cumplimiento de las responsabilidades de su cargo y que no pretenda aprovecharse del mismo”46.

En definitiva, la obra de Rosanvallon constituye un excelente banco de prueba con respecto al cual establecer la distancia que queda por recorrer en cada uno de estos extremos para distintas sociedades democráticas que quieran tomarse en serio la lucha contra la corrupción y, con ello, la mejora de la calidad institucional que asegure tal objetivo.

4 CONCLUSIÓN

En este artículo se argumenta la necesidad de vincular el combate contra la corrupción con un objetivo mucho más amplio como el de la mejora de la calidad de la gobernanza, pero sin el que las estrategias anticorrupción están llamadas a fracasar. Los países que mejor controlan la corrupción son también aquellos con una mayor calidad de gobierno. Un poder ejecutivo sometido a límites efectivos en su ejercicio mediante “estrategias de Ulises” bien diseñadas para garantizar la salvaguardia del interés público en todas sus actuaciones, no solo permite un mejor control de la corrupción, sino que, al mismo tiempo, también asegura unos mejores niveles de prosperidad, un mayor grado de igualdad de oportunidades, y, asimismo, unas dosis más altas de confianza institucional y social. Aquellas sociedades que sean capaces de vencer la resistencia que ofrecen los intereses creados para poner en marcha estas reformas de mejora de la gobernanza verán notablemente recompensados sus esfuerzos.

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Notas

1 Mungiu-Pippidi, 2015.

2 Mungiu-Pippidi, 2015.

3 Conviene recordar en este punto el análisis de Francis Fukuyama sobre la predisposición genética que tenemos los humanos a favorecer a los parientes consanguíneos (selección de parentesco) y a establecer relaciones de intercambio con nuestros semejantes (altruismo recíproco). Es decir, nuestra naturaleza nos impulsa al clientelismo, el nepotismo y la corrupción, pero somos capaces también de controlar estos impulsos mediante el buen diseño institucional para lograr órdenes de convivencia que aseguran unos resultados sociales mucho mejores que cuando damos rienda suelta a tales instintos (Fukuyama, 2016a y Fukuyama, 2016b).

4 Max Weber, 1922.

5 Parsons y Shils, 1951.

6 Cabe destacar entre estos estudios, los capítulos sobre la corrupción de las sucesivas ediciones de los Informes sobre la Democracia que publica anualmente la Fundación Alternativas desde 2007 y los trabajos de muchos investigadores, entre los que cabe citar los libros publicados a lo largo de 2016 de Carles Ramió; Carlos Sebastián; Víctor Lapuente; Villoria, Gimeno y Tejedor; y Francisco Llera (dedicado éste último al problema de la desafección política, pero que también toca el asunto de la corrupción). Véase Villoria, 2016, para una revisión crítica de buena parte de estos estudios. Véanse también Villoria, 2012; Jiménez Asensio, 2016 y 2017; Alcalá y Jiménez, 2018; y Sebastián, 2019.

7 Wrong, 2009.

8 Jiménez Asensio, 2016.

9 Aristóteles, 2018.

10 Leff, 1964.

11 Huntington, 1968.

12 Leys, 1965.

13 Alcalá y Jiménez, 2018.

14 North y Thomas, 1973: 2.

15 North,1990.

16 North, 1990: 3.

17 Acemoglu, Johnson y Robinson, 2002; Acemoglu, Johnson y Robinson, 2005a; Clague et al., 1999; Easterly, 2001; Easterly y Levine, 2003; Hall y Jones, 1999; Knack y Keefer, 1995; Rodrik, Subramanian y Trebbi, 2004; Rothstein y Teorell, 2008; Anderson y Tverdova, 2003; Rose y Shin, 2001.

18 Acemoglu y Robinson, 2012.

19 Acemoglu, Johnson y Robinson, 2005b.

20 Acemoglu, et al., 2005b: 397

21 Acemoglu et al., 2005b: 390.

22 Schumpeter, 1942.

23 Smith, 1776.

24 Alcalá y Jiménez, 2018.

25 Para llevar a cabo los cálculos utilizamos los datos sobre calidad institucional que suministran los Worldwide Governance Indicators (WGI) del Banco Mundial, de los que se habla más adelante en el texto.

26 Morlino, 2014.

27 Rothstein, 2011.

28 Agnafors, 2013.

29 Agnafors, 2013.

30 Villoria y Izquierdo, 2016.

31 Kaufmann, Kraay y Zoido-Lobatón, 1999.

32 Agnafors, 2013.

33 Rosanvallon, 2018.

34 Lo publicó originalmente en francés (2015) y ha sido traducido al español (2015) y al inglés (2018). Las citas siguen la versión inglesa.

35 Rothstein y Uslaner, 2005.

36 Rosanvallon, 2018: 145.

37 Rosanvallon, 2018: 145.

38 Rosanvallon, 2018: 145.

39 Rosanvallon, 2018: 144.

40 Rosanvallon, 2018: 189.

41 Rosanvallon, 2018: 201.

42 Rosanvallon, 2018: 204.

43 Rosanvallon, 2018: 203.

44 Rosanvallon, 2018: 224-225.

45 Rosanvallon, 2018: 244.

46 Rosanvallon, 2018: 244.