Revista Administración & Cidadanía, EGAP

Vol. 15_núm. 2_2020 | pp. -542

Santiago de Compostela, 2020

https://doi.org/10.36402/ac.v15i2.4679

© Ignacio Álvarez Rodríguez

ISSN-L: 1887-0279 | ISSN: 1887-5270

Recibido: 19/11/2020 | Aceptado: 21/12/2020

Editado bajo licencia Creative Commons Atribution 4.0 International License

Identidade. A demanda de dignidade e as políticas de resentimento

Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento

Identity. The demand for dignity and the policies of resentment

Ignacio Álvarez Rodríguez

Profesor ayudante doctor de Derecho Constitucional

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0001-6873-7269

ignacioalvrod@gmail.com

Francis Fukuyama

Ediciones Deusto, Barcelona, 2019

206 pp.

ISBN: 978-84-234-3028-4

El profesor Francis Fukuyama se hizo ampliamente conocido a nivel mundial por sostener la tesis del fin de la Historia, también conocida como el fin de las ideologías, de lo cual el sociólogo Daniel Bell ya había dicho algo a finales de los sesenta del pasado siglo; esto es, que la democracia liberal, una vez caído el Muro de Berlín, había ganado. Que ya no habría modelo alternativo a la combinación de derechos individuales-economía de mercado-participación del pueblo en la gestión de los asuntos públicos. Que los países que quisieran prosperar de veras, garantizando la paz, la estabilidad, la seguridad y la cobertura social debían abrazar ese modelo. El núcleo de la afirmación del profesor Fukuyama se antojó revelador y certero, más allá de los matices que deban hacerse por los más variados motivos.

Hoy nuestro autor nos interesa por la publicación de un libro que conviene leer despacio.

El ensayo se hace eco de la importancia que tienen los grupos en la actualidad, esos grupos que se considera maltratados por el Estado, unidos por motivos étnicos, religiosos, nacionales, de orientación sexual o de género; ese grupo que reivindica una dignidad propia y específica, tributaria de la exigida en su día por aquellos movimientos aglutinados en torno al mayo del 68. La autoestima grupal y ciertas dosis de resentimiento suelen ser ingredientes adicionales. En suma: la diferencia importa, la igualdad no tanto. Lo que media entre Los Panteras Negras y Martin Luther King. Lo que media del feminismo de la igualdad al feminismo de la diferencia.

Para Fukuyama tienen mucha importancia esas “experiencias-shock” que tanto estudió Walter Benjamin, puesto que niegan o previenen a los individuos de poder ver sus vidas como un todo, sin apenas experiencias comunes ya. La memoria colectiva se va cuarteando y parcelando en experiencias individuales aisladas del resto. En la era de YouTube, Facebook, Twitter e Instagram esto se retroalimenta exponencialmente. Empieza a surgir un nuevo lenguaje propio de esa nueva cultura, adscrita a los nuevos grupos que comparten las mismas experiencias vitales. “Multiculturalismo” sería el concepto estrella.

Fukuyama sostiene que esto goza de claroscuros. Dentro de las primeras destaca que ayudan a cambiar la cultura y la conducta de personas que hacían mal cosas y quizá no lo sabían, mejorando la prestación de ciertos servicios públicos (el #MeToo, sin ir más lejos). Las políticas de la identidad serían, a su juicio, la respuesta natural e inevitable a la injusticia. Como cosas malas destaca muchas más, la verdad.

El primer problema lo observa cuando estas propuestas pretenden sustituir la reflexión seria sobre cómo revertir las desigualdades en nuestras democracias. Sostiene que es más sencillo argumentar basándose en “asuntos culturales” dentro de instituciones de élite que recabar dinero o convencer a legisladores escépticos para que modifiquen leyes. Al final, dice el autor, nos vamos a quedar en esas “mujeres de Silicon Valley” o “mujeres de Hollywood”, cuyos problemas son muy diferentes a los de las mujeres corrientes. El segundo problema se está haciendo especialmente visible en EE. UU., aunque no solo: los defensores de estas corrientes no prestan atención a grupos más numerosos y más antiguos, ignorando sus problemas y hasta mofándose de ellos (esa clase obrera rural norteamericana…). Un tercer problema es que la libertad de expresión se ve amenaza (y, en general, el tipo de discurso racional que se necesita para sostener la democracia). El enfoque de las “experiencias vividas” conduce a valorarlas en términos más emocionales que racionales, lo cual plantea problemas adicionales como el de la “apropiación cultural”, sin ir más lejos.

Con todo, el problema que considera más importante es el del correlato. Es decir, las políticas de identidad de izquierda generan su correlato en la derecha y la corrección política de unos se transforma en incorrección política de otros. Para el autor, descubrir constantemente nuevas identidades va haciendo que cambien los límites de lo que se considera aceptable; y esos límites son también cambiantes a su vez. Se hace bastante difícil estar al día, aun queriendo. Manhole es ahora “maintenance hole”; el nombre “Washington Redskins” es denigrante para los nativos americanos. El uso del he/she en un contexto equivocado denota insensibilidad hacia los intersexuales/transgénero. A E.O. Wilson, conocido biólogo, le tiraron un cubo de agua por la cabeza al decir que algunas diferencias de género tienen base biológica. Para Fukuyama, estas palabras retan la dignidad de un grupo particular y denotan falta de cuidado/simpatía hacia las dificultades y luchas de ese grupo. Además, cree que las formas extremas de corrección política suelen provenir de grupos relativamente pequeños de escritores, artistas, estudiantes e intelectuales de izquierda. Pero la derecha hace la lectura correcta y lo aprovecha. Y así es cómo personajes como Donald Trump parecen tener bula y gozar de amplia aceptación, llegando a las cabezas y a los corazones de millones de personas porque se muestra “tal cual es”. O como se dice hoy en día: “sin filtros”. O sea, las derechas también crean sus identidades, que no casualmente son todas aquellas que la izquierda ignora, combate o menosprecia.

Fukuyama estima que políticas de la identidad son la lente que traspasa casi todo asunto social en la actualidad, aunque aporta varias razones para no caer en ese error (por ejemplo, que no dejan de proliferar; que son inaccesibles a esos “otros” que no pertenecen al grupo; que se basan en principios innegociables, especialmente en caracteres biológicos que no admiten transacción o límite alguno, entre otras).

El norteamericano cree que las sociedades necesitan proteger a los marginados y a los excluidos, pero también alcanzar metas comunes mediante la deliberación y el consenso. Considera que el cambio en la agenda, a izquierda y derecha, en aras de proteger las identidades grupales cada vez más anchas, acaba por amenazar la posibilidad de comunicación y de acción colectiva. El remedio no pasa tanto por abandonar la idea de identidad, que es en buena medida una forma en la que las personas se piensan y en la que ven las sociedades que habitan. El remedio es definir las identidades nacionales de forma más integradora, teniendo en cuenta la diversidad de facto que presentan las democracias liberales.

Fukuyama conjura los miedos que puede haber de que la identidad nacional se despeñe por el talud etnonacionalista de la intolerancia, la agresividad y el iliberalismo. Aporta ejemplos de identidades nacionales inclusivas, en torno a valores políticos liberales y democráticos. Es más, las considera básicas y fundamentales para el éxito político, por diversas razones. Una es la seguridad física; las naciones fuertes y unidas son las que mejor la garantizan. Dos, por calidad y buena gobernanza (buenos servicios públicos y menores niveles de corrupción). Tres, facilita y promueve el desarrollo económico (ahí están los ejemplos de China, Japón y Corea del Sur). Cuatro, promueve la confianza, lo que lubrica y facilita el intercambio económico y la participación política. Cinco, mantiene redes de seguridad social fuertes para mitigar las desigualdades económicas. Y finalmente, en sexto lugar, hace posible la democracia liberal, ese contrato implícito entre personas y gobiernos. La democracia necesita su propia cultura para funcionar, no basta con una mera aceptación de sus normas. Requiere deliberación y debate, respeto a las reglas del juego, una cultura de tolerancia y mutua simpatía por encima de visiones individuales y “partidistas”.

Fukuyama estima que toda nación es producto de diversos elementos que confluyen (de personas que han ido más allá de la frontera; de los movimientos de estas para ampliar horizontes; de asimilar minorías a la cultura existente; o de ir incluyendo las condiciones que la sociedad va presentando conforme avanza el tiempo). Proyectos modernos como la Unión Europea han pretendido ir más allá pero como no se ha construido identidad europea no hay sentido de pertenencia o de control sobre las instituciones europeas, lo que ha dado pie a diversos disgustos en Bruselas (crisis del euro, crisis de los refugiados, Brexit…).

¿Qué propone Francis Fukuyama? En un conciso resumen, lo siguiente.

En primer lugar, no huir de las políticas identitarias porque forman parte de nuestra modernidad. Debemos asumir que toda democracia liberal tiene el mismo dilema: no se puede alimentar una política identitaria sin retroalimentar otra de signo de contrario.

En segundo lugar, decirnos la verdad. Esto es, contar los abusos específicos que se producen en la realidad y que han dado lugar a esas identidades (violencia policial contra los negros; acoso sexual, asalto y violaciones a mujeres). Reconocer los fallos y actuar en consecuencia, en definitiva.

En tercer lugar, integrar grupos pequeños en grupos grandes, teniendo claro que la base de estos no pueden ser sino los principios demoliberales. Dicho con otras palabras, las personas son ciudadanas y sobre todo ciudadanas, estatus que viene definido por pertenecer a un país.

En cuarto lugar, hacer examen de conciencia: ni izquierda ni derecha han actuado bien, por olvidarse de la clase obrera y abrazar el populismo, respectivamente. En quinto lugar, dotarnos de leyes de ciudadanía básicas y amplias. Considera que aquí EE. UU. lo sabe hacer mejor que la UE. No hay más que ver las ceremonias de naturalización, donde se le concede la nacionalidad norteamericana a alguien, lo que implican.

En sexto lugar, empezar a exigir algo a cambio. Los derechos humanos básicos son de todos, claro está. Pero el pleno disfrute de todos los derechos dentro de un Estado es una “recompensa” por formar parte decidida y real de la comunidad política. Una de esas medidas de fortalecimiento podría ser la exigencia de algún tipo de servicio nacional, civil o militar. Así se refuerza la idea del compromiso y sacrificio que exige la ciudadanía.

En séptimo lugar, no olvidar que, al igual que el cambio tecnológico ha servido para promover valores democráticos, también ha servido para lo contrario. El principal peligro que observa es una suerte de “fragmentación social descontrolada” facilitada por Internet. Para Fukuyama, el mundo de hoy presenta dos tendencias totalmente opuestas y contrarias pero simultáneas. Por un lado, el ejemplo de China, construyendo una dictadura masiva basada en el big data, el control poblacional y el crédito social. Por otro, diversas partes del mundo donde las instituciones centralizadoras se hunden y surgen Estados fallidos, crece la polarización y baja la tasa de consenso sobre las metas comunes. Las redes sociales e Internet facilitan la emergencia de comunidades separadas no por barreras físicas, sino por la creencia en una identidad común compartida.

Finaliza el ensayo arguyendo que las identidades no vienen predeterminadas, que tenemos margen de acción si reparamos en el hecho de que, igual que se pueden usar para dividir, también se pueden usar para integrar. Y en esas estamos.