Revista Administración & Cidadanía, EGAP

Vol. 17_núm. 2_2022 | pp. 181-210

Santiago de Compostela, 2022

https://doi.org/10.36402/ac.v17i2.4907

© Francisco Vila-Conde

ISSN-L: 1887-0279 | ISSN: 1887-5270

Recibido: 09/02/2022 | Aceptado: 02/02/2023

Editado bajo licencia Creative Commons Atribution 4.0 International License

O pensamento conservador actual: García-Pelayo, Forsthoff e Legendre acoutan a Legutko

El pensamiento conservador actual: García-Pelayo, Forsthoff y Legendre acotan a Legutko

The current conservative thought: García-Pelayo, Forsthoff and Legendre gloss to Legutko

Francisco Vila-Conde

Contratado predoctoral FPU de Filosofía del Derecho

Universidad Autónoma de Madrid

https://orcid.org/0000-0003-3024-4287

francisco.vila@uam.es

Resumo: A obra do político polaco Ryszard Legutko Os demos da democracia. Tentacións totalitarias nas sociedades libres está a ter certa repercusión no pensamento conservador español actual.

Non obstante, o autor deste texto cre errada a análise de Legutko; por un lado, por simplista e, por outro, por ignorar a influencia da técnica nos sistemas políticos occidentais posteriores á Segunda Guerra Mundial.

Este artigo pretende analizar en detalle a obra de Legutko e acoutala. A glosa faise principalmente a partir dos textos de tres autores: Manuel García-Pelayo, Ernst Forsthoff e Pierre Legendre, os cales, a diferenza do autor polaco, si observaron a influencia decisiva da técnica como moldeadora dos sistemas políticos e mesmo das mentalidades occidentais.

Palabras clave: Legutko, García-Pelayo, Forsthoff, Legendre, técnica, sistemas políticos occidentais, Estado social, Estado da sociedade industrial.

Resumen: La obra del político polaco Ryszard Legutko Los demonios de la democracia. Tentaciones totalitarias en las sociedades libres está teniendo cierta repercusión en el pensamiento conservador español actual.

Sin embargo, el autor del presente texto cree errado el análisis de Legutko; por un lado, por simplista y, por otro, por ignorar la influencia de la técnica en los sistemas políticos occidentales posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Este artículo se propone analizar en detalle la obra de Legutko y acotarla. La glosa se hace principalmente a partir de los textos de tres autores: Manuel García-Pelayo, Ernst Forsthoff y Pierre Legendre, quienes, a diferencia del autor polaco, sí observaron la influencia decisiva de la técnica como moldeadora de los sistemas políticos e incluso de las mentalidades occidentales.

Palabras clave: Legutko, García-Pelayo, Forsthoff, Legendre, técnica, sistemas políticos occidentales, Estado social, Estado de la sociedad industrial.

Abstract: The book The demon in Democracy: Totalitarian Temptations in Free Societies of Ryszard Legutko is having impact on the current Spanish conservative thought.

However, the author of this paper thinks that Legutko’s analysis isn’t right. On the one hand, the analysis is very simplistic. On the other hand, Legutko ignores the influence of the technique on post-WWII Western political systems.

Our text analyzes and comments the Legutko’s book. We do the gloss from the texts of three authors: Manuel García-Pelayo, Ernst Forsthoff and Pierre Legendre, who observed that the technique has transforms the Western political systems and mentalities.

Key words: Legutko, García-Pelayo, Forsthoff, Legendre, technique, Western political systems, welfare state, the state in post-industrial society.

Sumario: 1 Corolario a modo de introducción. 2 Contextualización: el teórico y el práctico de la política. 3 Acotaciones in concreto. 3.1 La democracia como ideología. ¿Debate nuevo? 3.2 La idealización liberal decimonónica. 3.3 Del liberalismo a la democracia, del elitismo a la vulgaridad. 3.4 Del Estado liberal al Estado social. 3.5 La cancelación de los males: el régimen de gobierno mixto. 4 La técnica: ese gran desconocido. 4.1 La técnica y el capitalismo. La técnica como transformadora de las mentalidades. 4.2 Tres posiciones ante la técnica. 4.2.1 García-Pelayo: el Estado social como producto técnico-económico. ¿La recuperación del Estado? 4.2.2 Forsthoff: las relaciones entre sistema estatal y sociedad industrial. ¿Hay solución? 4.2.3 Legendre: unas notas político-antropológicas sobre el Management. 4.2.3.a ¿Qué es el Management? 4.2.3.b El Management: una herencia cristiana. 4.2.3.c El proyecto pseudorreligioso del Management necesita cambiar al hombre. Pero el problema del hombre no desaparecerá. 4.3.2.d ¿Hay alternativa al Imperio del Management? 5 Conclusión. 6 Bibliografía.

1 COROLARIO A MODO DE INTRODUCCIÓN

«Lo que a mí me pertenece es el pasado mañana. Algunos hombres nacen de manera póstuma», sentenciaba un soberbio Nietzsche en el prólogo a su Anticristo1. Del mismo modo que hay quien nace póstumo, otros nacen caducos. Mas, como estos últimos son nuestros contemporáneos, consideramos que su obra es un gran acierto. Incluso los conservadores se dejan seducir por la «novomanía». Este parece ser el caso del público español ante la obra Los demonios de la democracia. Tentaciones totalitarias en las sociedades libres, del político Ryszard Legutko2.

El análisis de Legutko, que denuncia el igualitarismo y la vulgaridad democráticos, la corrupción hedonista del «demoliberalismo» y más cuestiones que se expondrán a lo largo del trabajo, no es nuevo. Otros autores –hace más años y con mayor brillantez– advirtieron, frente a los apóstoles del fin de la historia3, que la democracia capitalista («democracia liberal» o «demoliberalismo», según Legutko) no solucionaba los problemas, sino que sería el origen de muchos otros. Álvaro D’Ors4 o Philippe Muray5 son algunos de estos autores.

En 1987, antes de la caída de la Unión Soviética, el romanista español previó los designios del mundo. El futuro, decía, era del consumismo, no del comunismo, que estaba agotado y no podía competir contra la sociedad industrial occidental capitalista posterior a la Segunda Guerra Mundial. Esta última, por su parte, dejaría que los primeros continuasen con su retórica siempre y cuando no tocasen sus dineros. Se trataba del «contubernio capital-socialista»: «los negocios –el dinero–, para los capitalistas internacionales, y las personas, para los marxistas [o, actualmente, progresistas]»6. La sociedad industrial capitalista se serviría de la ideología progresista en los asuntos sociales. El progresismo ocuparía el lugar de la vieja religión cristiana en la sociedad consumista. La muestra patente de todo esto, señala D’Ors, es que «no son las empresas las dejadas al socialismo, sino las actividades que tradicionalmente competían a la Iglesia: predicación, educación y beneficencia»7. En definitiva, el comunismo era cosa del pasado. No podía competir con la sociedad industrial capitalista y su «corrupción hedonista». Así pues, concluía, «el Consumismo del Oeste acabará por prevalecer, aunque sin perjuicio de una amplia difusión de unas teorías marxistas sin consecuencias económicas, pues en nada deben perjudicar, para ser toleradas, los negocios del Capitalismo. Esta parece ser la entente que subyace bajo las apariencias de hostilidad entre el Este y el Oeste, entre Comunismo y Consumismo»8.

Por su parte, Muray, que escribió El Imperio del Bien en 1991, justo cuando cayó la Unión Soviética, ironizaba sobre el fin de la historia decretado por Fukuyama: «Nos han liberado. Ya está. Se acabaron para siempre las preocupaciones. En todas partes. La democracia pluralista y la economía de mercado se encargan de nosotros. Lo demás es historia antigua»9. Lo que más alarmaba al autor era que, en esta nueva era, la era del Bien, no fuese un pequeño grupo quien impusiese determinado programa coactivamente, sino que la propia sociedad era quien lo asumía como propio sin necesidad de violencia alguna. «La tiranía cordícola –dice Muray– reemplaza muy ventajosamente, creo, a las viejas dictaduras agotadas y a sus dislocadas ideologías. El Consenso ha desplazado al Comunismo solo porque, por fin, lo realizaba»10. Es esta una sociedad asentada en dos pilares: el dinero y los sentimientos. Columnas que han conseguido la adhesión espontánea del individuo, que se hace indistinguible en la colectividad, a pesar de que reclama más y más derechos individuales. El excéntrico, o sea, todo aquel que no canturree el «catecismo colectivo», está condenado a la muerte social. «Cualquiera que sea sorprendido a partir de ahora en flagrante delito de no militancia a favor del Consenso será puesto de patitas en la calle, se verá implacablemente liquidado, suciamente sancionado»11. Occidente se ha hecho narcisista, es incapaz de ver al otro; se ha convertido en un colectivo autosatisfecho de sí. «Una sociedad tan ideal como la nuestra, tan lograda, tan soleada, no podría tolerar la menor descripción crítica»12. Por lo tanto, «el porvenir de esta sociedad es no poder engendrar nada más. Salvo oponentes o mudos»13. El gobierno del hombre-masa que Ortega había anunciado varias décadas antes se hace realidad, según Muray, tras la caída del comunismo.

Si hemos traído a colación a D’Ors y a Muray, es para demostrar que la obra de Legutko, que denuncia la corrección política, la corrupción del lenguaje en nuestras sociedades, etc., no dice nada nuevo. Es más, cualquier persona que no sufra un proceso de alineación –cada vez son menos–, el «hombre sencillo», que diría Jünger, se da perfecta cuenta de que algo no marcha bien en el Occidente actual, donde, bajo una aparente libertad, los derechos fundamentales liberales (libertad de expresión, de pensamiento, etc.) son más y más coartados por la corrección política.

Si en el presente trabajo nos limitásemos a describir la realidad política actual sin investigar sus causas, en nada contribuiríamos a lo ya dicho. Es decir, repetiríamos, con treinta años de retraso respecto de otros autores, lo dicho por ellos. Ahora bien, si hay quien nace caduco, otros nacen póstumos. Tal es el caso de muchos autores de la revolución conservadora alemana: los Schmitt, Jünger14, etc. Intelectuales que fueron «espíritus libres»15, pero que hoy son ignorados acusándolos de simpatías con el nazismo o, simplemente, de nazis. El argumento ad hominem, tan empleado, imposibilita que la objetividad de los textos –más allá de la posición ideológica de su autor– se pueda discutir. Es probable que ese argumento contra el hombre se deba a que son trabajos que es mejor no leer; deben permanecer en los arcanos, so pena de desmontar el entramado técnico-económico que impera en la actualidad. Son pensadores peligrosos, «mentes peligrosas»16, que podrían debelar la sociedad industrial. Mas este es el texto adecuado para volverlos a oír. Por ejemplo, Schmitt nos ayudará a acotar y aclarar la obra de Legutko en el tercer apartado. A continuación, en el apartado cuarto, hablaremos de algo que el político polaco omite o, simplemente, ignora y que, en consecuencia, no le permite ver la causa de los males que denuncia, a saber, la influencia de la técnica en los sistemas políticos occidentales posteriores a la Segunda Guerra Civil Europea. Para esto, iremos de la mano de Forsthoff y de un discípulo español predilecto de aquellos grandes autores alemanes: Manuel García-Pelayo, quien dedicó varios estudios a la sociedad postindustrial17. Desconectado ya de la revolución conservadora alemana, cerraremos ese apartado exponiendo algunas notas, en clave antropológica, de la obra de un jurista-psicoanalista francés, Pierre Legendre, poco conocido en España.

Esperamos que, al final del presente texto, nuestros apuntes hayan conseguido demostrar al pensamiento político, en general, y al pensamiento conservador, en particular, que lo último, muchas veces, es más viejo que lo antiguo, que permanece inmemorial.

2 CONTEXTUALIZACIÓN: EL TEÓRICO Y EL PRÁCTICO DE LA POLÍTICA

Lo primero de todo, antes de comentar la obra de Legutko, es contextualizarla. No al autor, sino a la obra, la cual, una vez salida de su mente y plasmada por escrito, tiene una objetividad propia e independiente de los motivos psicológicos que la alumbraron18.

El autor polaco analiza la situación del demos europeo en estas dos primeras décadas del siglo XXI, época de creciente secularización de la vida social en la que se busca la salvación de la humanidad a través de la política. Se trata de un tiempo de crisis civilizatoria, ya que se cumplen sus dos requisitos: i) renuncia o indiferencia respecto de la salvación religiosa y ii) creencia en que los males del hombre no se deben a su propia naturaleza sino a una mala organización de la convivencia política19. Este mito de la política como redentora se da, paradójicamente, en sociedades descreídas de la religión, pero, a su vez, con una fe fortísima en la política y en su capacidad redentora.

Como es sabido, Max Weber, en una cierta actualización de la distinción kantiana entre razón pública y razón privada20, sostenía que el intelectual puede comprometerse con cualquier opción política como ciudadano, pero ha de ser axiológicamente neutral –o, si no es posible, debe decir claramente su valoración de los hechos y qué es lo que propone guardando la máxima objetividad– cuando escriba, teorice o explique en el aula. Mas nunca debe mezclar política práctica y teoría ni escribir, siempre que quiera seguir siendo un científico, en favor de la ideología de turno21.

Años más tarde, el teórico y socialdemócrata –que no ideólogo socialdemócrata– Hermann Heller desarrolló cabalmente la posición del teórico y del práctico de la política. Ninguno de ellos –teórico o práctico– vive la realidad política en la pura abstracción, sino que esta les afecta. Pero el teórico, si bien no puede verse totalmente libre de toda valoración, sí debe buscar independencia respecto del quehacer político. Es decir, debe esforzarse «por subordinar su voluntad de poder a su voluntad de conocimiento»22. Para el práctico, el saber y el conocimiento solo serán importantes si puede emplearlos como arma en la lucha política. El teórico, a diferencia del práctico, no apela a emociones ni a sentimientos con sus argumentos, sino al juicio racional. Para el teórico, el conocimiento no es un instrumento de dominación, sino que busca, simplemente, la honradez intelectual. Por ello, las hipótesis que maneje siempre estarán sujetas a modificaciones y reformulaciones –cuando se dé cuenta del error que ha cometido23–, o sea, «nunca tratará de defender, por encima de todo, su “utopía”, antes bien, estará siempre dispuesto a verse contradicho por la realidad empírica»24. Para el práctico, sin embargo, la distinción entre prédica y propaganda, de un lado, y teoría, de otro, solo excepcionalmente plantea problemas puesto que ambas están enfocadas a la –son instrumentos de– dominación política.

Haciendo caso omiso a Weber, o quizás siguiendo a Heller en lo referido al práctico de la política, Legutko escribe un libro cuyo fin es combatir una ideología contraria a la suya. Subordina su voluntad de conocimiento a su voluntad de poder. Esto se ve diáfano en tres puntos: religión, Unión Europea y defensa de Estados Unidos.

En primer lugar, el autor es un político católico y no hace nada por ocultarlo. Critica tanto la libertad religiosa –condena que todo grupo pueda practicar su religión– como que el Estado sea neutral ante toda religión, ya que considera inadmisible que cualquier otra religión pueda equipararse con el cristianismo (p. 197). Asimismo, enérgicamente reprueba la separación entre política y religión, entre política y moral católica, al tiempo que considera insufrible la unión entre moral liberal y política (pp. 65-68). El colofón lo encontramos en que, según él, fue un craso error de los cristianos «renunciar a un enfrentamiento directo con la democracia liberal» (p. 206). En consecuencia, la salida es volver atrás en el tiempo –suponemos que al Medievo– porque se debe luchar contra la democracia liberal, que es expresión de la modernidad. Y «modernidad y anticristianismo no pueden separarse, ya que brotan de la misma raíz y siempre han estado entrelazadas» (p. 207).

En segundo lugar, hay que acabar con la Unión Europea, vanguardia del mundo que denomina demoliberal. Son unas instituciones putrefactas; ni el mejor antipútrido te salva de la infección si te rozas con ellas; «cualquier contacto prolongado con sus instituciones hace necesaria una etapa posterior de desintoxicación mental y lingüística» (p. 153). Por si la intoxicación fuera cosa menor, hay que recordar que las instituciones europeas no son nada democráticas (pp. 117-118). Sin embargo, termina reconociendo que la Unión Europea es idéntica (principio democrático25) a sus ciudadanos y «refleja de forma bastante apropiada el actual modo de pensar europeo» (p. 118). Ergo, afirma que son democráticas…26. Da igual, democráticas o no, es necesario oponerse a esas instituciones y, llegado el caso, abandonar la Unión Europea; para conseguir esto último, primero es menester promover la animadversión hacia la Unión Europea dentro de los Estados nacionales (p. 120).

En tercer lugar, la ideología que rebosa el libro llega al paroxismo cuando Legutko sostiene que «el Occidente demoliberal (…) no luchó contra el Imperio soviético y nunca lo pretendió» (p. 175). En contraposición, Estados Unidos sí lo hizo y, si no fuese por ellos, Polonia seguiría siendo la República Popular de Polonia. Y lo dice a pesar de que el Occidente demoliberal es una zona de hegemonía norteamericana; más esto poco importa al autor polaco. Él ha de aplaudir a Estados Unidos y, por el contrario, debe ser iracundo con el corrompido demoliberalismo europeo, sin perjuicio de que este provenga de Norteamérica. El fin político del libro es, pues, evidente.

En resumen, estamos ante una obra que persigue objetivos políticos, no ante una obra de teoría política. No es –como dice el prologuista– un «libro político y antropológico de un filósofo católico y conservador». Es simplemente una obra con fines políticos de un político católico. Es perfectamente lícito, pero era preciso aclarar esto para no confundir las cosas en lo que sigue.

Más allá del telos de la obra, veremos, a continuación, si, de las más de doscientas páginas, puede extraerse algo objetivable que sirva para aprehender el presente.

3 ACOTACIONES IN CONCRETO

3.1 La democracia como ideología. ¿Debate nuevo?

Ningún sistema político puede descansar en la pura fuerza, en la mera coacción, sino que se precisa siempre algo más: la legitimidad. Ese «genio invisible», en palabras de Guglielmo Ferrero, que otorga reconocimiento al que manda más allá, incluso, de toda normación jurídica. Como Ortega decía: «Mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de ambas cosas. La sugestión moral y la imposición material van íntimamente fundidas en todo acto de imperar»27.

En tiempos no tan lejanos, la religión otorgaba la legitimidad, de ahí que Legutko recuerde su «gran poder ideológico». Pero tras la secularización se precisaba una nueva legitimidad. Como los simples procedimientos, en contra de lo que los defensores de las «teorías puras» sostienen, poca adhesión generan, han de ser dotados de contenido material. Se entiende, así, la sustancialización de la democracia. Este sistema –que, en principio, es un simple método para la elección de gobernantes28 o, a lo sumo, una forma de gobierno– se ha convertido en una ideología más29. Es evidente en los discursos políticos –y académicos–, donde los términos «democracia», «más democrático», «democracia plena», «democracia avanzada», etc., imperan. El caso es que la ideología o, incluso, religión civil democrática cumple, en nuestro tiempo, la tan importante función de legitimar el mando.

Legutko pone el acento en la democracia como ideología. No comprende su función legitimadora, sino que solo alerta de sus nefandas consecuencias. Se alarma de que, al igual que el comunismo, el «demoliberalismo» es una realidad uniformadora que persuade «a sus seguidores sobre cómo pensar, qué hacer, cómo valorar los hechos, qué soñar y qué lenguaje usar. (…) Este sistema es un potente mecanismo uniformador, que borra las diferencias entre personas, imponiendo homogeneidad de visiones, de comportamientos y lenguaje» (p. 22)30. Esta crítica, que es correcta, es válida también para toda cosmovisión anterior (¿o es que no podría decirse lo mismo del catolicismo medieval?). No menos correcta es la denuncia de que este sistema, que se dice el campeón del pluralismo, conduce directamente a un monismo ideológico en el que todo ha de ser demoliberal, pues, de lo contrario, está condenado a «la degradación moral, a la crítica despiadada y, en última instancia, a la aniquilación histórica» (p. 40). Y añade que el liberal «está determinado a abatir a todo agente o idea no liberal, que trata como amenazas hacia sí y hacia la humanidad» (p. 105). Pero, siendo cierta la tendencia a la uniformidad bajo palabras como «diálogo», «tolerancia», etc., el análisis del autor polaco presenta fuertes contradicciones. Por un lado, critica fervientemente el monismo al que conduce el liberalismo bajo la apariencia de pluralismo y, en consecuencia, reclama un pluralismo efectivo, pero, de otro lado, sostiene que «los frutos más importantes y valiosos de la filosofía occidental eran de naturaleza monista» (p. 106). En otras palabras, Legutko defiende el pluralismo dentro del liberalismo, pero, si el sistema fuese –presumimos– católico, defendería un férreo monismo, que, nos aventuramos a decir, proscribiría el liberalismo. Su incoherencia es escandalosa; no menor que la liberal31.

El autor concluye su crítica a la democracia como ideología resaltando dos puntos. En primer lugar, señala que el hombre-masa democrático es «un ser más bien falto de inspiración, poco interesado en el mundo de alrededor, encerrado en sus propios prejuicios y dado al mimetismo» (p. 109). Y, en segundo lugar, sostiene que la afirmación de Winston Churchill según la cual la democracia es el menos malo de los sistemas –o sea, que es el mejor– y que, en consecuencia, todo problema democrático solo puede ser solucionado con más democracia –lo mejor solo puede ser perfeccionado por lo mejor– es, dice, terminantemente falso tal aserto. Pues, se cuestiona, «¿de qué modo un incremento democrático reducirá, por ejemplo, la vulgaridad democrática, el culto a la mediocridad[?]» (p. 77). Ciertamente, aquí también tiene razón. Mas, en cuanto a lo primero, la crítica a las masas, al vulgo, no es nueva. Todos los autores y en todos los sistemas –monárquico, democrático, oligárquico, etc.– alertaron de la colosal incapacidad del hombre medio para cualquier menester que se saliese de lo más inmediato y cercano32. En cuanto a lo segundo, solo demuestra lo que hemos sostenido, esto es, que la democracia se ha convertido en una ideología más y, frente a las cuestiones de fe, poco se puede discutir y razonar.

Por lo demás, la crítica de Legutko a la democracia –y con mejores argumentos– ya está en otros autores desde el inicio de nuestra civilización. En concreto, conviene recordar qué decía Aristóteles sobre el sistema democrático para comprobar que, en efecto, el autor polaco no descubre ningún Mediterráneo.

El filósofo griego no oponía grandes pegas a la teoría democrática, ya que, en teoría, es un sistema que permite una perfecta igualdad entre los ciudadanos. El que manda es igual al que obedece (y a la inversa). Además, posibilita que cada uno viva como le plazca. El ciudadano democrático, según Aristóteles, «no está obligado a obedecer» y «si obedece es a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se concilia la libertad con la igualdad»33. Así pues, concluye, el número es la única diferencia que hay en este sistema, porque se ha de obedecer a lo acordado por la mayoría, pero, en lo restante, los ciudadanos son perfectamente iguales. Todo parecería estupendo en la teoría democrática. Ahora bien, cuestión distinta es la práctica democrática, ya que, en la praxis, «los principios democráticos conducen derechamente a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se repartirá bien pronto los bienes de los ricos»34. En segundo lugar, la democracia, que permite vivir a cada uno como mejor quiera, pronto desemboca en anarquía y, debido a este anarquismo consustancial a la democracia, en libertinaje. En las democracias, «el interés del Estado –dice Aristóteles– está muy mal comprendido, porque se forman en ellas una idea muy falsa de la libertad»35. Como todos son libres y manda el número, cada uno piensa que lo que él, individuo libre sin límite alguno, dice o hace vale tanto o más que lo que dice y hace un sabio. «Libertad e igualdad se confunden en la facultad que tiene cada uno de hacer lo que quiera». Por esto, finaliza el Estagirita, «este es un sistema muy peligroso»36. Me pregunto: ¿Es nuevo lo que señala Legutko?

Teniendo en cuenta los vicios a que conduce la práctica democrática, Aristóteles –a diferencia del autor polaco– propuso un par de correctivos al sistema. Uno que nos llevaría fuera del sistema democrático y otro que es perfectamente compatible con él. En el primero, el filósofo griego se plantea qué hacer si hay un sujeto muy superior al resto. Señala que reducir a estas personas a la igualdad democrática «es hacerles una injuria, porque de tales personajes bien puede decirse que son dioses entre los hombres»37. Estas mentes privilegiadas están condenadas al ostracismo más absoluto en la democracia porque este sistema no tolera al que se eleva por encima de la masa. Para evitar esto, en el sistema (democrático) ideal, el resto de ciudadanos deberían «someterse de buen grado a este gran hombre y tomarle por rey mientras viva»38, esto es, «si hay un mortal que sea superior por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar en busca del bien, este es el que debe tomarse por guía, y al que es justo obedecer»39. De este modo, el primer remedio de Aristóteles lleva derecho a la monarquía40. El segundo remedio, además de actual, es perfectamente compatible con el mantenimiento de la democracia. Pero depende más del pueblo en concreto que de cualquier otra cuestión. A saber, Aristóteles apela a una democracia aristocrática. Mas para ello es preciso que el pueblo sepa ver, de entre sus iguales, a los ciudadanos más capaces. Solo estos serían capaces de guiar a la masa del pueblo por el buen camino, tenerla a raya e impedir que se deje llevar por todos sus caprichos. De aquí se colige, sentencia Aristóteles, «la inmensa ventaja de que el poder [sea] ejercido por personas ilustradas»41. «Esta es –concluye– sin duda la mejor de las democracias»42. En fin, para posibilitar este segundo remedio es necesario, diríamos hoy, que el pueblo democrático sea educado en un elitismo del espíritu, que es compatible con la perfecta igualdad de oportunidades43. Si esto falla, o sea, si el hombre-masa democrático cree, piensa y «opina» que es exactamente igual en sus «opiniones» que el más sabio de sus conciudadanos, esa democracia está perdida y pronto devendrá en demagogia44. Reflexiones de este tenor se echan en falta en la obra de Legutko.

3.2 La idealización liberal decimonónica

Como en la obra de todo autor conservador, la idealización del pasado no podía faltar en la de Legutko. Todo tiempo pasado fue mejor. Afirmación, las más de las veces, tan falsa como que todo porvenir será siempre mejor o que todo progreso –en cualquier esfera humana– siempre es positivo45. Pero, a pesar de falsa, a los conservadores les gusta recrearse en tiempos pretéritos. Legutko lo hace con el liberalismo decimonónico, de un lado, y con el Estado liberal, de otro.

El autor polaco distingue dos tipos de «demoliberalismo»: el del siglo XIX y el actual. Hemos visto que, según él, el contemporáneo es la fuente de todos los males. Sin embargo, habría habido un tiempo de un liberalismo ideal, estático, que no se veía a sí mismo «el pionero del progreso» y que no creía que «debía llevar a la humanidad a un nivel de desarrollo solo soñado durante siglos» (p. 46). Aquel era un liberalismo o «demoliberalismo» pacífico, soñado, perfecto. Mas esta idealización del liberalismo decimonónico es profundamente falsa. Occidente –como nos recuerda Carl Schmitt en Tierra y mar– se auto percibe como irradiador de civilización desde el siglo XVI. Los europeos –primero, españoles y portugueses y, después, holandeses, ingleses, franceses, etc. – conquistaron América con el pretexto de propagar el cristianismo. «Esto –dice Schmitt– bien podía haberse intentado también sin conquista y sin saqueos. Pero no había otra legitimación ni argumento»46. «Cristianización» que fue suplida por «civilización» tras la secularización de los siglos XVIII y XIX. Esta cristianización y civilización puso a Occidente a la vanguardia del orbe y creó un orden internacional en el que la división esencial era pueblos cristianos europeos, de un lado, contra el resto de pueblos no cristianos, de otro. Por consiguiente, la modernidad europea nunca fue algo estático, sino que se creyó irradiadora de civilización a todo espacio extraeuropeo. Sometió a todos los pueblos no europeos y «los coloc[ó] ante el dilema de aceptar la civilización de Europa o caer en simple pueblo colonial»47. Esta ambición de las potencias europeas llevó a la Primera Guerra Mundial, que solo sirvió para que las potencias capitalistas vencedoras (Reino Unido, Francia, Italia y Japón) se repartiesen las colonias africanas de Alemania entre ellas48. En resumen, el liberalismo decimonónico, sucesor del cristianismo, que Legutko idealiza y que desembocó en la Primera Guerra Civil Europea, se veía a sí mismo como la vanguardia de la civilización y quiso irradiarla a lo largo y ancho del planeta. Nunca fue algo estático ni pacífico, sino dinámico y guerrero. La actual fase demoliberal puede considerarse, en consecuencia, heredera directa de aquel liberalismo y nieta del cristianismo conquistador49. En definitiva, si se compara el siglo XIX con el totalitarismo nazi o estalinista, el liberalismo precedente sale victorioso; pero no debe olvidarse que el liberalismo imperialista decimonónico provocó la Gran Guerra, de la que aquellos dos son hijos.

Legutko también idealiza el Estado liberal. A diferencia del Estado de partidos o social, el Estado liberal habría estado guiado por el bien común y no por grupos que solo buscan «el aseguramiento de sus intereses» (p. 86). Esta afirmación esconde una media verdad. Cierto es que, hoy día, no faltan razones para hablar de un nuevo feudalismo ante la colonización del Estado por partidos y organizaciones50. Y, correlativo a esta administración del Estado por este o aquel señor, la escasez de miras a la hora de establecer planes de futuro a largo plazo o, como diría Legutko, una falta de búsqueda del «bien común». Habiendo reconocido, pues, que hay un sustrato de verdad en la sentencia de Legutko, no podemos, empero, admitir que, en el siglo XIX, había una idea de bien común superior al grupo que manejaba el Estado: la burguesía. El Estado liberal decimonónico fue, en efecto, un instrumento al servicio del despegue histórico burgués. El Estado neutral y agnóstico, que no intervenía en la economía, sino que la dejaba en manos de la sociedad capitalista y se limitaba a garantizar un orden objetivo, fue indispensable para que la burguesía entrase en la historia. Dicho de otro modo, era un Estado que, tras su aparente neutralidad y apolitismo, estaba al servicio de un fin político y de una clase concreta51. Luego, si Legutko identifica «bien común» con «bien burgués», hubo tal bien común en el siglo XIX; pero, si con «bien común» quiere decir «bien de todos o del mayor número», este fue inexistente en el idealizado siglo XIX.

3.3 Del liberalismo a la democracia, del elitismo a la vulgaridad

Si la obra de Legutko debiera ser juzgada científicamente, un buen medidor de la calidad del libro sería, sin duda, el punto que aquí se tocará, a saber, la distinción entre liberalismo y democracia que el autor felizmente une en el concepto «demoliberalismo». Y es que el autor polaco, campeón antiliberal, cae en un error netamente liberal: «la confusión, típicamente liberal, de liberalismo y democracia»52.

Así pues, Legutko une esos dos momentos –liberalismo y democracia– bajo el borroso concepto «demoliberalismo». Esto contribuye a que su análisis sea confuso, contradictorio y, muchas veces, inaprehensible. Así, por ejemplo, culpa al «demoliberalismo» o al «liberalismo» –a secas– de que las imposiciones ideológicas sean, antes que un mandato público, una demanda ciudadana y que el ciudadano «demoliberal» se convierta en este sistema en el encargado de «rastrear palabras, acciones e intenciones disidentes en su entorno más cercano» (p. 133). Y el corolario de este proceso es la identificación entre régimen y hombre-masa (y a la inversa)53.

Sin embargo, lo anterior –la expansión de la ideología hasta el último de los súbditos, la petición de más y más demandas al Estado, etc.– es propio de la democracia, no del liberalismo. Autores como Ortega o García-Pelayo, mucho más finos en distinciones que Legutko, sí vieron a la perfección esos dos momentos. Ortega recuerda que «el liberalismo es el principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo –conviene hoy recordar esto– es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por lo tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. (…) [Por el contrario,] la masa [democrática] (…) no desea la convivencia con lo que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella»54. García-Pelayo también percibe nítida la distinción: «Sujeto de la democracia es la masa, sujeto del liberalismo, la persona; democracia es unidad de poder, liberalismo es división de poderes; la democracia exige la ejecución de la voluntad de la mayoría, el liberalismo, el respeto de los derechos de la minoría; liberalismo es, ante todo, libertad; democracia es, ante todo, igualdad; liberalismo tiende a la diferenciación económica; democracia tiende a la homogeneización económica». En fin, se trata de «una antinomia fundamental, aunque, desde luego, no irresoluble»55.

Por lo tanto, democracia y liberalismo no pueden unirse tan felizmente, como Legutko hace, bajo el concepto «demoliberal» o «demoliberalismo». Cuando se unen, se corre el riesgo de no separar el trigo de la paja y, en consecuencia, achacar a uno consecuencias que son inherentes al otro o, siendo más preciso, echar en cara al liberalismo cuestiones propias de todo sistema democrático. Verbigracia, la vulgaridad actual es propia de la democracia –como ya vimos con Aristóteles–, no del liberalismo, que es una ideología aristocrática. Otro ejemplo sería la masificación del sexo a través de la libertad sexual que el autor denuncia, pues, como él mismo reconoce, «no hay experiencia humana que pueda ser más básica y más democrática» (p. 143). Viéndolo en términos histórico-universales, el paso del liberalismo a la democracia bien podría ser considerado como el paso del elitismo a la vulgaridad.

3.4 Del Estado liberal al Estado social

El paso del liberalismo a la democracia también introdujo mutaciones en el sistema político que Legutko, al no distinguir ambos momentos, ni siquiera vislumbra, más allá de resaltar alguna consecuencia como la progresiva expansión del Estado a más y más esferas sociales. Esto –como veremos más adelante– está en la lógica del sistema democrático de masas, que requiere cercanía al Estado para ver satisfechas las demandas sociales. Por el momento, desarrollaremos brevemente que el cambio del liberalismo a la democracia en el plano social es indisociable del cambio del Estado liberal al Estado social en el sistema político.

El Estado liberal se fundamentaba en la creencia de que Estado y sociedad eran dos círculos autónomos que se autorregulaban. Era un Estado neutral en economía, religión, etc. Era un Estado abstencionista que solo intervenía para restaurar los supuestos de la libre competencia cuando habían sido perturbados. Este sistema, que tuvo como éxito indiscutible el despegue histórico burgués, devino insostenible cuando las masas, en el último tercio del siglo XIX, aparecieron en la historia.

La Constitución de Weimar fue el primer gran ensayo de Estado social. En aquellos años, Carl Schmitt fue quien más agudamente percibió el cambio del Estado liberal a lo que él denominó «Estado total». Este nada tiene que ver con el Estado totalitario, sino que podría decirse, sin temor alguno, que el Estado total de Carl Schmitt es el Estado social posterior a la Segunda Guerra Mundial56.

El Maquiavelo del siglo XX vio que el dualismo Estado-sociedad en el que el Estado liberal descansaba había saltado por el aire con la aparición de las masas y la extensión del sufragio. El dualismo, pues, se quebró y la sociedad fue sobreponiéndose al Estado. Las masas ya no querían un Estado neutral, sino un Estado que interviniese en la economía y ejecutase sus demandas sociales. A medida que la sociedad avanzó, se autoorganizó como Estado porque ella misma es el Estado o, cuando menos, Estado y sociedad han de ser «fundamentalmente idénticos»57. Esto produjo la estatificación de la sociedad y la socialización del Estado. Ya no es posible establecer límites nítidos entre lo estatal (político) y lo social (apolítico). La sociedad autoorganizada en Estado «abarca todo lo social»58. Es decir, ya no hay sector que permanezca neutral. La fusión entre Estado y sociedad se ve preclara en lo económico, ya que el Estado se transforma en Estado económico y, por ende, se centra en la economía, la cual mantiene el orden interno. Pero, con el paso a Estado económico, el Estado deja de ser un Estado legislativo, propio del Estado liberal decimonónico, y pasa a ser un Estado administrativo, propio del Estado social de masas posterior a la Primera Guerra Mundial. El centro de decisión transitó, así, del Parlamento al Gobierno59.

En los partidos políticos también puede verse la transformación del Estado. En el siglo XIX, los partidos eran simples plataformas de candidatos. Pero, con la aparición de las masas, los partidos se transformaron en sólidas organizaciones, minuciosamente organizadas, con sus propias burocracias y funcionarios de partido. El sistema de elección proporcional fue clave en este proceso. Las masas ya no eligen a un candidato individualmente considerado, sino que eligen a una lista confeccionada por un pequeño número (la cúpula del partido). El elector se convierte en un simple optante entre listas de partidos sólidamente organizados. Y, en consecuencia, ya no estaríamos ante una elección de representantes en el sentido decimonónico, sino que se trata, «en realidad, de un proceso de naturaleza plebiscitaria»60. En este proceso de transformación de los partidos, los límites entre sociedad y Estado se desvanecen. Porque, como señala García-Pelayo, las organizaciones partidarias, antaño simples asociaciones de derecho privado, ahora «se muestran como pertenecientes a una esfera a caballo de la sociedad y del Estado, de lo público y lo privado, participando de ambos sin pertenecer exclusivamente a ninguno de ellos, lo que, por otra parte, es una proyección mental de la difuminación de los límites precisos entre la sociedad y el Estado o entre lo público y lo privado y donde, por consiguiente, más que de fronteras lineales claras y distintas cabe hablar de Marcas o territorios intermedios»61.

La obra de Legutko hubiese ganado, sin ningún género de dudas, si hubiese siquiera citado la transformación estatal anterior, la cual, además, le hubiese servido para entender el paso del elitismo a la mediocridad que con tanto ahínco denuncia.

3.5 La cancelación de los males: el régimen de gobierno mixto

Para solventar todas las corrupciones y degeneraciones del sistema «demoliberal», Legutko, además de una apelación metafísica («el cristianismo es la última gran fuerza alternativa a la tediosa antropología demoliberal», p. 213), propone un sistema que sería cuasi perfecto o, directamente, perfecto: el régimen de gobierno mixto inventado por los griegos. Es decir, un sistema que tome todo lo positivo de la democracia, oligarquía y monarquía y, por el contrario, deseche todo lo perjudicial. Este sería el bálsamo de fierabrás que sanaría al decadente Occidente. Puesto que, sin duda alguna, nos dice, es «un sistema mejor» que el «demoliberal» (p. 79).

Como el propósito de este texto nuestro es tomarnos en serio al autor polaco, consideremos su afirmación. Y, considerada sin burla, tal aseveración es errada. En primer lugar, todo Estado moderno o, simplemente, Estado es status mixtus. Esta forma política mezcla siempre elementos monárquicos (gobierno), democráticos (legislativo) y aristocráticos (judicial). Si bien siempre prepondera uno de los elementos, y en cuyo caso estaremos ante un Estado administrativo, legislativo o judicial, los tres elementos siempre están presentes62. A lo anterior, en segundo lugar, las constituciones liberales –o «demoliberales»– añaden unos principios que limitan la acción del Estado e introducen garantías. El Estado de derecho inserta en el sistema político los principios de organización (división de poderes) y distribución (la libertad del ciudadano es ilimitada mientras que la acción del Estado está limitada, o sea, sometida al derecho). Cuando estos principios se aplican a la forma política, esta muta. Así pues, la monarquía (el principio monárquico) se transforma en monarquía constitucional y, como dice Schmitt, lo importante en ella no es lo monárquico, sino lo constitucional63; la democracia ilimitada (la volonté générale de Rousseau) deviene en democracia constitucional, etc. De este modo, los principios del Estado de derecho (distribución y organización) pueden «conciliarse con cualquier forma de gobierno, en tanto que sean reconocidas las limitaciones jurídico-políticas del poder del Estado y el Estado no sea “absoluto”»64. Y, debido a la mezcla de estos principios con los principios político-formales (mando de uno –monarquía–, de unos pocos –oligarquía– o de muchos –democracia–), concluye Carl Schmitt, la Constitución del Estado de derecho es siempre una Constitución mixta65. Por último –y por si lo anterior fuera poco–, en nuestros días, al igual que siempre, hay una mezcla de los principios político-formales. Por ejemplo, los tribunales constitucionales constituyen una aristocracia; el Parlamento es una mezcla de democracia (los ciudadanos eligen representantes) y oligarquía; y el Gobierno, por su parte, se ubica entre la monarquía y la oligarquía.

En síntesis, la propuesta de Legutko como cancelación de todos los males «demoliberales» no aporta absolutamente nada al debate teórico. En la actualidad, todos los sistemas políticos occidentales son una mezcolanza de elementos monárquicos, oligárquicos y democráticos, o dicho de otro modo, son regímenes mixtos. Lástima que el autor no caiga en la cuenta de algo tan evidente.

4 LA TÉCNICA: ESE GRAN DESCONOCIDO

La técnica es la causa principal de todo lo que Legutko denuncia en su obra. Mas esta está prácticamente ausente en su análisis. Solo así se comprende que su libro, sin perjuicio de las acotaciones hechas anteriormente, no sirva para entender la realidad política contemporánea, pues desconoce la causa madre de todas las transformaciones. Y es que, en efecto, la técnica es la posibilitadora del capitalismo, la generadora de la sociedad de masas o la que muta lo humano.

El autor polaco apenas dedica a la técnica alguna afirmación suelta. Por ejemplo, nos dice que tanto el comunismo como el demoliberalismo profesan «el culto a la tecnología» (p. 26) o que «las universidades empezaron a parecer negocios, por un lado, y estructuras demoliberales, por el otro» (p. 95). También habla del capitalismo –que es intocable para él–, pero lo separa de la democracia –que es diabólica–, sin darse cuenta de que el Estado social es el sistema democrático que corresponde a los países postindustriales o, en otras palabras, es el sistema técnico-económico quien produce y posibilita la democracia liberal (no a la inversa)66. Asimismo, también es la técnica la que viabiliza la «homogenización del mundo moderno» o la hipersexualización de la sociedad. Porque, de un lado, el hedonismo contemporáneo es algo arquetípico de sociedades consumistas en las que los valores tradicionales han sido reemplazados por valores utilitarios «donde –como sostiene con acierto Legutko– el placer [es] la vara de medir el valor de las metas humanas» (p. 139); y porque, de otro lado, los medios de comunicación de masas (medios tecnológicos) promueven tales conductas.

Junto a la técnica o, mejor dicho, inseparable de ella –que Legutko también omite– está la herencia cristiana de Occidente como gran hacedora del mundo actual. El excesivo igualitarismo, por ejemplo, es una herencia cristiana. Véase que Pablo de Tarso dijo que «ya no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28). Y es que el cristianismo es, como dijera Marcel Gauchet, la «religión para salir de la religión», esto es, la religión que borra su propia genealogía para salir de la religión. Puede resultar paradójico e incluso asombroso –¿Cómo va a ser el cristianismo, que con tanto celo defiende un autor católico como Legutko, la fuente de las desgracias?–, mas es cierto. Legendre lo explicará, pero primero hablemos de la técnica.

4.1 La técnica y el capitalismo. La técnica como transformadora de las mentalidades

La técnica moderna es sustancialmente distinta de la técnica de los griegos. Para estos –y para otros pueblos–, la técnica era algo limitado debido al respeto que profesaban a la naturaleza, a la que consideran madre y origen de todo. Como Dalmacio Negro señala: «Jamás pensó el griego –ni el romano a pesar de su capacidad ingenieril tantas veces notada– en la posibilidad de dominar a la Naturaleza y servirse de ella»67.

Sin embargo, todo cambió con la cosmovisión cristiana. El mandato bíblico de dominar la tierra y servirse de ella mutó la relación del hombre con la naturaleza. Esta ya no era la madre y origen de todo, sino que era algo creado por Dios al servicio de los hombres. La naturaleza, entonces, se desmitificó. El hombre occidental pudo, así, aplicar sin tapujos la técnica a la naturaleza, pues era un mandato divino su transformación al servicio humano.

En la modernidad, con los descubrimientos, se produjo la verdadera eclosión del dominio técnico del hombre sobre la naturaleza. La racionalidad técnico-instrumental, o sea, aquella que tiene por objeto resultados concretos, se implantó en las mentalidades europeas y llega hasta hoy.

No es el capitalismo el que generó la técnica moderna. De hecho, no hay una relación directa entre ambos. La acumulación de capital fue posible gracias al surgimiento del Estado, pero la técnica es previa a este. La única relación existente entre el capitalismo y la técnica es que el primero permitió, una vez que había capital acumulado, disponer masivamente de recursos técnicos. «El factor decisivo –concluye Dalmacio Negro– ha sido y es la técnica, no el capital, según lo atestiguan las sucesivas “revoluciones” industriales»68. Se entiende así la afirmación de Forsthoff, quien sentencia que Saint-Simon fue –y es– muy superior a Marx, ya que se dio cuenta de que lo fundamental era la técnica, frente a la cual lo económico cede69. Por lo tanto, lo que hoy denominamos capitalismo no es solo un sistema económico ni tampoco económico-técnico, sino que se trata, en verdad, de un sistema técnico-económico.

Solo partiendo de lo anterior –y liberándonos de prejuicios absurdos– se capta la entente entre comunismo y capitalismo que Legutko expresa en su obra. La técnica es lo que unía a la Unión Soviética con los Estados Unidos70. Detrás de una retórica de acusaciones y hostilidad mutuas se hallaba un poso común. «Entre las realizaciones técnicas de los países capitalistas y las correspondientes a los países socialistas –dice Forsthoff– no hay diferencia alguna»71. En palabras de García-Pelayo: «Ambos sistemas tienen mucho más en común de lo que pueda hacer suponer la sola consideración de su superestructura; ambos reposan sobre la civilización tecnológica (…); paralelamente a los supuestos tecnológicos, ambos se desarrollan a base de grandes organizaciones, lo que en los países capitalistas conduce a una socialización y burocratización efectivas de la actividad económica (…) y en los países capitalistas a la marginación de ciertos principios ante las necesidades objetivas de la organización. Ambos sistemas reposan en una parte sobre los mismos valores: eficacia, funcionalidad, desarrollo científico y tecnológico, aumento del consumo y del bienestar, seguridad social, etc.»72. Es decir, la técnica es la posibilitadora de la uniformidad en ambos sistemas y la que hace que estos se asemejasen. Cuestión que Legutko desconoce por completo.

Bajo una aparente neutralidad, la técnica –tanto en el capitalismo como en el comunismo– transforma lo humano. Su gran poder modificador, señala Forsthoff, «reside en su capacidad de despertar necesidades tan intensas que no pueden ser ignoradas, lo que, a su vez, constituye otra de las formas de imperativo objetivo»73. Crea ilusiones de futuro en el ser humano y desprecia altaneramente el pasado. Llegada a un punto, la técnica tiene su propia lógica, que es totalmente ajena a lo humano. Ahora bien, el hombre –decimos– no puede ser indiferente ante las mutaciones que la técnica introduce. Por ejemplo, la técnica crea ordenadores, móviles y miles de cosas más que acaban siendo prótesis para el hombre, quien no puede desarrollarse vitalmente al margen de ellas. Al hombre no le queda otra que transformarse al son de la técnica o perecer en el mundo tecnológico, que es lo mismo que decir en el mundo contemporáneo. Mas, a medida que el desarrollo técnico avanza, «tanto más fuerte es la demolición de contenidos y tradiciones espirituales»74. La técnica ocupa el lugar de la religión al demoler las iglesias. Entre las masas, señala Schmitt, «la religión de los milagros y del más allá se convirtió, sin solución de continuidad, en una religión del milagro técnico. (…) Una religiosidad mágica da paso a una técnica no menos mágica»75. «Palabras como obsoleto –apunta Saralegui– alimentan el vocabulario con que los tecnófilos se apropian del tiempo»76. En definitiva, «el espíritu de tecnicidad» –la creencia en que el hombre podrá dominar absolutamente toda la naturaleza con la ayuda de la técnica77– impera en nuestro tiempo.

4.2 Tres posiciones ante la técnica

4.2.1 García-Pelayo: el Estado social como producto técnico-económico. ¿La recuperación del Estado?

El Estado social, no obstante hundir sus raíces en los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial, se consolidó tras el fin de la Segunda. Entre nosotros, García-Pelayo ha sido el primer –y prácticamente único– autor español que ha elaborado una teoría de esta forma de Estado que vale la pena recordar78.

El Estado social –nos dice– es la adaptación del Estado liberal a la sociedad industrial o postindustrial, donde hay un predominio de la técnica. Esta forma de Estado es indisociable del sistema económico neocapitalista ideado por Keynes. Estado social y sistema económico neocapitalista comparten objetivos: aumento del consumo, búsqueda del pleno empleo y crecimiento constante de la producción. Esta convergencia entre sistema político y sistema económico lleva a que política y economía formen un todo inseparable. El Estado social –a diferencia del liberal– interviene constantemente en la sociedad a través de la prestación de bienes y servicios (educación, sanidad, infraestructuras, innovación tecnológica, etc.) y, a su vez, la sociedad interviene en el Estado ejerciendo funciones estatales clásicas (por ejemplo, seguridad). Esta intervención del Estado en la sociedad tiene por fin principal ayudar al crecimiento económico. Por lo tanto, el Estado se economiza; es un Estado económico. El Estado ya no permanece al margen de la economía, sino que participa del sistema económico siendo un actor más junto a otros (macroempresas, organizaciones de intereses, etc.). Esto lleva, afirma García-Pelayo, a un «proceso de politización de la economía» y a una «economización de la política»79.

En lo jurídico-político, el Estado social es un Estado administrativo. El centro de decisión ya no reside en el Parlamento, como en el Estado liberal, sino en el Gobierno. Es un Estado que se justifica, sobre todo, por la eficacia en la gestión, lo que implica una preponderancia de la burocracia –de la Administración– en el funcionamiento estatal. El Parlamento ya no es capaz de tomar decisiones rápidas; la Administración es ahora la encargada. Como la sociedad industrial es tremendamente dinámica, la legislación, dictada por el Gobierno, aumentará para adaptar el sistema político a la realidad social –algo que, por cierto, Legutko no entiende–. La legislación ya no busca mantener un orden cierto, sino que es una legislación flexible y dinámica, «motorizada», diría Carl Schmitt, que busca adaptar la realidad estatal a los vertiginosos tempos de la técnica, cuya velocidad es hipersónica. Todo esto lleva a profundas mutaciones del sistema estatal. Adicionalmente a la ya citada –la decisión pasa del Parlamento al Gobierno–, otras transformaciones son que la legislación promulgada podría llegar a destruir «la propia razón jurídica, es decir, la certeza proporcional por el orden jurídico»80, y, asimismo, el Estado deja de ser una forma política iuscéntrica porque desempeña otras funciones (educación, sanidad, etc.) para las cuales el derecho es solo uno de los medios de acción del Estado.

Además de describir la transformación en la estructura del Estado debido a la influencia de la técnica, García-Pelayo también reflexionó sobre las posibilidades de supervivencia de esta forma política. Así pues, el Estado, al ser ocupado por grupos sociales, tiene una evidente falta de capacidad para autodeterminarse. E, igualmente, al haber asumido multitud de funciones sociales, la complejidad estatal es máxima. Al encargarse de más y más tareas, el Estado, señala García-Pelayo, ha entrado «en un proceso de entropía o de desorganización creciente»; es «un curioso híbrido de organización y anarquía, de acción y dimisión»81. Ante esta situación, ¿tiene sentido seguir defendiendo esta forma política o es mejor tirarla al baúl de la historia? El jurista español no se pronuncia. Meramente remembra que la solución, si se quiere recuperar el Estado, es regresar «desde una idea económico-instrumental del Estado hacia una idea política del mismo»82. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el Estado se centró en la economía y esto ha supuesto, quizá, su sepultura porque ha asumido multitud de funciones técnico-económicas, pero se ha desentendido de sus competencias básicas. El Estado –a diferencia de la economía, que no conoce fronteras– tiene una acción limitada a un territorio. Luego, esta forma política solo recuperará la decisión política si es capaz de subordinar la economía a su acción política. Dicho de otro modo, si el Estado quiere recuperar una idea política del mismo, debe olvidarse de ser un Estado económico; por el contrario, si persiste en el camino económico, bien puede concluirse que es una reliquia histórica. A los partidos corresponde, concluye García-Pelayo, la responsabilidad de recuperar una idea política del Estado83.

4.2.2 Forsthoff: las relaciones entre sistema estatal y sociedad industrial. ¿Hay solución?

Ernst Forsthoff –de quien García-Pelayo bebe, aunque lo hayamos tratado primero84– fue otro genial autor que estudió y escribió sobre el Estado de la sociedad industrial y, más concretamente, sobre los cambios que la técnica introdujo en el funcionamiento estatal85.

La técnica, nos dice Forsthoff, a pesar de que solo resuelve problemas técnicos, y no problemas políticos o sociales, sí tiene, empero, implicaciones sociales y políticas. El Estado se cuenta entre esas instituciones políticas y sociales que la técnica cambia. Si bien la organización estatal sigue siendo necesaria para ordenar la esfera pública, puesto que, de lo contrario, no sería posible el desarrollo de la sociedad industrial (es decir, la sociedad industrial precisa del Estado; necesita sus regulaciones jurídicas y su orden), esto mismo presupone que el Estado se ha convertido en el mero vasallo de la industria, que lo usa a él, pero él no a ella. En fin, ha pasado de sujeto a mero objeto de la historia.

Lo sorprendente de la anterior mutación es que los Estados posteriores a la Segunda Guerra Mundial funcionan con una gran estabilidad. Ello –dice Forsthoff– se debe a la estabilidad de la técnica, que, tras el segundo conflicto bélico mundial, no ha tenido sobresaltos y, en consecuencia, ha estabilizado a la sociedad y, con ella, al Estado. Esto es fascinante, pues la técnica, que es neutral moralmente, consigue estabilizar el sistema político sin recurrir a contenido axiológico alguno, más allá del utilitarismo, consumismo y cierto hedonismo. El Estado contemporáneo, por lo tanto, no puede separarse de la industria («vive de ella»). Esta le impone sus propios patrones –se ven diáfanos en la educación, que se ha puesto al servicio del sistema técnico-económico–, pero él cede sabedor de que aquella le proporciona estabilidad. Y, mientras el sistema industrial siga estable, el orden político funcionará. Todo seguirá igual en lo social, político y económico. De esta manera, el Estado vincula su completa existencia al funcionamiento de la sociedad técnico-económica.

Tiene especial interés –puesto que Legutko lo menciona en su obra sin preguntarse por la causa– recordar que la técnica también tiene repercusiones en los derechos fundamentales. De hecho, los muta. El sentido de los derechos fundamentales clásicos era conferir al individuo una esfera de libertad en la que el Estado no podía intervenir, de un lado, y luchar contra el privilegio, de otro. Es decir, los derechos fundamentales liberales eran una barrera efectiva a la acción del Estado y, a su vez, proscribían que determinados sujetos o grupos pudiesen verse beneficiados por la acción estatal en detrimento de los demás. Sin embargo, con el paso del Estado liberal al Estado social, eso desaparece. El Estado social favorece descaradamente a ciertos grupos sociales –siendo dudoso que sea para elevarlos de una situación depauperada–, lo que, según algunos autores, supone una vuelta a la sociedad estamental86.

Asimismo, como el Estado social es un Estado de prestaciones y la realización de estas presupone cercanía al Estado, la esfera libre de la acción estatal que conferían los derechos fundamentales liberales se esfuma. Legutko –como vimos– denunciaba en su obra que el Estado se expandía más y más («el Estado demoliberal emprendió una expansión tan pausada como constante e igualmente invasiva», p. 87), pero no entendía la causa. Y el motivo es que la realización de los servicios y prestaciones del Estado social requiere cercanía al Estado y, correlativa a esta, una progresiva disminución de la libertad del individuo. Forsthoff concluye: «Mediante el desarrollo técnico-social la red de relaciones y entramados supraindividuales se ha ido haciendo cada vez más tupida, con lo que se ha estrechado progresivamente la libertad de movimientos del individuo en la esfera social»87. En síntesis, no se puede pretender un Estado de prestaciones y, a su vez, un Estado no expansivo; una cosa excluye la otra.

Al igual que García-Pelayo, Forsthoff también plantea si es posible revertir la situación estatal para que el Estado domeñe a la desbocada industria. Pues, si no hay Estado, se pregunta, «dónde encuentra protección la libertad de la persona»88. Por lo tanto, el autor alemán sostiene que es menester que el Estado no desvanezca y que sea lo suficientemente fuerte como para doblegar a la sociedad industrial. «Ya no se trata solo –dice– de la libertad, sino del entorno humano y, en último lugar, del hombre mismo. Unos y otros necesitan un garante, y ciertamente un garante más poderoso que el burgués de otros tiempos y su amor por la libertad. Vistas las cosas como son, la insuficiencia generalizada del Estado constituye un peligroso síntoma»89. Así pues, hace falta un Estado y un Estado fuerte que someta a la técnica. ¿Pero es esto posible?, ¿los Estados conservan poder suficiente o, por el contrario, la técnica ya los sobrepasó hace mucho? Un realista Forsthoff sentencia que el futuro –¿y presente?– no es del Estado. Esta forma política hace tiempo que dejó de tener el señorío suficiente para autodeterminarse. El Estado es incapaz de imponer límites a la sociedad industrial; «ya no es posible en el marco de los Estados», concluye90. La solución pasa por «grandes unidades regionales». Hace falta, finaliza Forsthoff, «una organización internacional que sea capaz de acompañar al proceso técnico como un eficiente guardián de la Humanidad»91.

Por consiguiente, en contraposición a Legutko, quien pretende la vuelta al Estado nación sin darse cuenta de que el mundo ha cambiado y que los Estados –aisladamente considerados– no pintan nada en el mundo actual, un realista Forsthoff concluye que la solución pasa por grandes unidades regionales –«grandes espacios», diría Schmitt–. Si se quiere realmente someter al entramado técnico-económico, es menester unidades supranacionales fuertes. La cuestión a discutir no es, pues, Unión Europea sí o no, sino qué tipo de Unión Europea. Y Forsthoff diría que es necesaria, cuanto antes, una unión política soberana, y el mero aparato organizativo tecnoeconómico actual, continuación de las incapacidades estatales-nacionales.

4.2.3 Legendre: unas notas político-antropológicas sobre el Management

Pierre Legendre es un jurista-psicoanalista francés poco conocido en nuestro país –y en el suyo–92. Pero, para concluir un trabajo de estas características, vale la pena escucharlo, pues seguro que resultará más interesante, a la vez que clarificador de la realidad social y política, que el acotado Legutko.

4.2.3.a ¿Qué es el Management?

Hemos visto que Legutko denominaba «demoliberalismo» y «demoliberal» al mundo posterior a 1991, que fervientemente ansía combatir. Más preciso que el autor polaco, el jurista del país vecino lo llama «el Imperio del Management». Y este no es otra cosa que el Imperio de las empresas norteamericanas (y europeas), que, llegado cierto nivel de desarrollo, devinieron en multinacionales y, actualmente, añoran dominar el planeta. Todo ello bajo la apariencia de un no-Gobierno, o sea, de la pura gestión. Legendre apunta: «El Management es un saber, el saber del poder sin nombre que se desencadena sobre el planeta. Este poder anuncia el reinado de la gestión. Es un instrumento comparable al ejército y a las administraciones de ayer. Involucra a los individuos según la lógica de las cuatro funciones que resumían antaño la tarea militar: organizar, coordinar, mandar, controlar»93.

El Management no es un sistema o modelo puramente económico. Lo económico es solo una de sus vertientes. «Aplicado al business en todas sus formas, el Management ha pasado a ser un discurso sacrosanto, propaganda, no ya cristiana ni revolucionaria, sino portadora del mercado sin fronteras y de la libertad sin límites»94. El Management es, por lo tanto, un proyecto mundial totalizador de la vida humana. Un modelo político-antropológico que irradia su propia sacralidad que propaga, gracias a los medios de comunicación de masas, urbi et orbi. El Management es un Imperio técnico-económico. El lugar donde los políticos se disfrazan de expertos. El sueño tiránico de un feroz Gobierno con apariencia de no-Gobierno y aceptación total de los gobernados. «Tiene aires –concluye Legendre– de dictadura sin dictador»95.

4.2.3.b El Management: una herencia cristiana

Lógico es preguntarse por qué en Occidente, y no en otro lugar, ha surgido el Imperio del Management. Legendre lo tiene claro: el cristianismo.

Según el autor francés, Occidente no es otra cosa que el derecho romano cristianizado en los siglos XII y XIII. Denomina a esta época la «Revolución del Intérprete». Fue la «primera de las Revoluciones Europeas». Supuso «dar una nueva forma al mundo entero: una guerra de Dios librada a la vez contra la idea judía de la Ley y contra la Norma coránica». Fue una revolución textual donde el cristianismo y el derecho romano se tomaron como instrumentos. De esa revolución surgió un modo de razonar (jurídico) propiamente europeo, que, con los siglos, alumbraría al Estado. Con la cristianización del derecho romano se ponen las semillas de la modernidad. «El Derecho Romano hizo posible nuestra modernidad, antes que la Ciencia». Así pues, afirma, la idea de contrato o el testamento «son tan importantes para la historia de Occidente como la Torá, los Evangelios o el Corán»96.

En aquellos lejanos siglos, surgió Occidente y, con él, una determinada cosmovisión de la que no nos podemos deshacer porque ella da un determinado enfoque a nuestra existencia. Nos dice cómo vivir y morir. «Referirnos a Occidente –señala Legendre– es (…) nacer y morir como occidentales»97. Y, al igual que nosotros, los demás pueblos también se organizan según sus propias tradiciones genealógicamente; «y la genealogía es un saber de conservación de la especie humana»98. El mundo es un pluriverso genealógico; y no lo podemos evitar. Es decir, el occidental que diga no querer ser occidental, lo afirma siendo occidental. Los ciudadanos del mundo no existen. «El hombre occidental –sentencia el francés– no eligió Occidente: simplemente, él es Occidente»99.

El Management occidental es heredero del cristianismo –y del derecho romano– que creó occidente. Además, el anhelo de un poder global, que uniese todas las almas de la tierra, ya estaba en la religión católica. El Management contemporáneo simplemente aspira a cumplir ese viejo deseo. «El cristianismo occidental había anticipado la organización ultramoderna planteando el principio “La Iglesia no tiene territorio”. Hoy, la Democracia unida al Management sin fronteras le hace eco. El mercado universal realiza el sueño de los conquistadores de América: “un Imperio en el que nunca se pone el sol”. La Bolsa de veinticuatro horas cumple ese milagro»100.

En nuestros días, el mensaje cristiano se ha secularizado: «La Fe en el progreso (…) [es] el Credo comercial del Occidente planetario. Hoy, la nueva Biblia, laica pero siempre conquistadora, se llama Técnica-Ciencia-Economía»101. La industria nos anticipa en el aquende la inmortalidad. Luego, ¿para qué esperar al allende? Solo así tiene sentido despreocuparse por las razones últimas de la existencia. Toda metafísica es desterrada en favor del placer y disfrute inmediatos que el Management nos promete siendo más eficaz. La inmortalidad del alma en un cuerpo perecedero era la prueba de un Dios omnipotente. Las promesas de eterna juventud, disfrute las veinticuatro horas, consumo constante, etc., han «racionalizado el mito»102, solo que a la inversa: un cuerpo imperecedero sin alma. «Llega un mundo por fin administrado, simplemente administrado, donde la política ha pasado a ser una técnica y donde se ha liquidado la tragedia. (…) Así creemos, como creyentes de hoy, para vivir y sobrevivir»103.

4.2.3.c El proyecto pseudorreligioso del Management necesita cambiar al hombre. Pero el problema del hombre no desaparecerá

Aunque el Management desprecia toda metafísica, él añora para sí cuestiones que, hace no mucho en nuestra tradición, compelían solo a Dios: crear y moldear a su gusto al hombre. Y es que el Management es una «mitología o una religión», que, al igual que las antiguas, se apropia del pensamiento, de las artes y de las prácticas cotidianas104.

El Imperio de la ciencia-técnica-economía arrastra al hombre tras de sí. El industrialismo superpotente unido al sistema financiero sin fronteras llevan a la especie humana a un futuro incierto. Pero para triunfar, primero, han de cambiar al hombre. Como el «Management tiene por campo de batalla el mercado planetario»105, debe acabar con toda tradición local o regional para vencer. En su afán por conquistar más sujetos (consumidores), rompe las relaciones sociales. Así se entiende por qué el mundo técnico actual uniformiza: porque debe construir a un nuevo sujeto. El Management ha de homogeneizar todas las culturas. Pretende lograrlo a través del multiculturalismo, que, mediante la práctica de la «inculturación», barre toda tradición para crear el consumidor mundial homogéneo. «Hoy, finaliza Legendre, es el tiempo del individuo banalizado y del universo cosificado: el tiempo de la insignificancia. (...) La nueva absurdidad promueve el Hombre total, nómada exento de lazos, individuo autofabricado y autosuficiente»106.

Sin embargo, a pesar de esta nueva realidad que el Management pretende, el problema del hombre siempre estará ahí. El hombre no puede conformarse con la simple administración de las cosas y el hedonismo permanente. El hombre necesita de una razón para vivir, la cual existirá pese a los intentos del Management por cancelarla. En otras palabras, por mucho que el Management quiera «un mundo unisex, dispensado del odio para promover el amor universal –un mundo sonriente, manso y feliz–»107, «la humanidad jamás reniega de sí misma»108 y necesita de una razón para vivir. «[Pues] para el humano –recuerda Legendre–, algo en la vida es más valioso que la vida: la razón de vivir»109.

El Management parecería que, desde la tecno-economía, ofrece esa razón al hombre –disfrute, placer, paz, etc.–, pero solo la religión la confiere. Y de ahí que aquel tenga que crear una: el show-business. Los medios de comunicación son el púlpito desde el que el Management anuncia «la convivencia rentable, la sociedad sonriente y lúdica»110. Mas el autor francés sentencia rotundo que este Imperio tecnoeconómico no triunfará. «En todos los rincones del planeta persiste la pasión ceremonial, patética, indesarraigable»111. Es decir, permanece –y permanecerá– la vieja religión. Esto «testimonia –concluye– que el humano no puede vivir según los criterios de mera utilidad»112.

4.3.2.d ¿Hay alternativa al Imperio del Management?

Legendre no se contenta con alertar de «una nueva barbarie», que «reclamará héroes, otra vez»113, sino que tiene claro que la solución pasa por volver a uno de los más valiosos –por no decir el más valioso– inventos del genio occidental. «Esa joya de la forma europea y del racionalismo occidental», en palabras de Carl Schmitt114, esto es: el Estado.

El Management parece haber colonizado las estructuras estatales. Basta ver la legislación –las mismas leyes en todos los países de Occidente– de las últimas décadas para ver que la familia y las identidades nacionales se están socavando en pro de lograr el consumidor homogéneo mundial.

El derecho, según Legendre, tiene un «núcleo atómico», que sería la parte del sistema jurídico que se ocupa de lo biológico, lo social y lo inconsciente. El derecho debería ocuparse de preservar ese núcleo, pero hoy, empero, se emplea para mutarlo con las citadas leyes. Frente a esto, se debe reaccionar. «La gravedad de lo que está en juego aquí, insospechado por la tecnología biomédica, por la propaganda positivista de la ciencia, por las invitaciones del mercado quirúrgico, y por nuestros propios ideales democráticos, debería orientar a una crítica que reconozca estos asuntos, es decir, una crítica involucrada con el problema del fundamento que est[é] librado de la estupidez religiosa o reaccionaria»115. Por consiguiente, los límites a la mutación de lo humano que el Management pretende en Occidente –y en el resto del orbe– no han de buscarse ni en la religión ni en otras «estupideces reaccionarias» –como pretende Legutko–, sino en nuestra propia tradición jurídica. «El derecho es una obra maestra del andamiaje social de la razón, los juristas disponen de un triunfo, su conocimiento del Estado, garante de los derechos civiles de las personas»116. En una tradición de derecho civil como la nuestra, el Estado, forma política iuscéntrica, ejerce una función antropológica puesta en manos de la religión en otras civilizaciones pasadas y presentes. Es el tercero que solventa los conflictos, «el Hermes social, el inventor de las categorías normativas para los dos sexos y garante de las interpretaciones, en otras palabras, el Tercero genealógico garante de la filiación [y de otras cuestiones biológico-sociales]»117. El problema radica en que, actualmente, ese tercero está en manos o, cuando menos, al servicio de las multinacionales. Por ello, Legendre interpela a los juristas, quienes, como herederos de una tradición de siglos, tienen mucho que decir y hacer para recuperar esta forma política. El jurista ha de recobrar el papel privilegiado que tuvo en la creación y en el desarrollo del Estado. No puede contentarse con su posición actual de mero «asesor para la prevención de “accidentes” jurídicos», que diría Forsthoff118. En resumen, hace falta un Estado, y un Estado fuerte con juristas al mando, que doblegue al Management.

La cuestión que cabría plantear a Legendre es: ¿No será demasiado optimista la vuelta al Estado? Dejamos la pregunta abierta; que cada cual la responda.

5 CONCLUSIÓN

Antes de acotar el libro de Legutko y detenernos en su análisis, habíamos planteado al final del apartado segundo si más allá del telos de la obra podría extraerse algo de la misma que nos permitiese entender el presente.

A estas alturas, el paciente lector que haya llegado hasta aquí ya sabrá nuestra respuesta. Efectivamente, como él supone, pensamos que el libro de Legutko no es válido para aprehender la realidad política actual. Se trata de una obra excesivamente politizada o, si se quiere, ideológica. Bueno es traer a colación lo que el propio autor dice sobre la ideología, pues viene como anillo al dedo para calificar su obra. «Las ideologías –sostiene con acierto– son siempre intrínsecamente simplistas y simplificadoras, pues su función es instrumental, no descriptiva. El propósito de la ideología no es debelar complejidades y ambigüedades, sino hacer afirmaciones claras, del tipo esto refleja los intereses del capitalismo y esto los del comunismo» (p. 146). Y, a propósito del comunismo, sostenía que la ideología comunista «debía ser tal simple y clara que todos pudieran entender a qué se oponía el comunismo y cómo identificar al enemigo» (p. 148). Sabias palabras, sin duda, que son enteramente aplicables a su obra.

Legutko no entiende –al igual que buena parte del pensamiento conservador– que, como afirma Saralegui, «el éxito de una ideología no depende de su brillantez o constancia teórica, sino de la capacidad de suministrar bienes»119. Por lo tanto, la tesis de Fukuyama es, en cierto modo, correcta al afirmar que, al menos en Occidente, la historia ha terminado mientras el sistema técnico-económico siga funcionando con relativa estabilidad.

Relacionado con lo anterior está el error más grave –la omisión imperdonable– de la obra del autor polaco: su total desconocimiento del hecho técnico. La técnica –como hemos visto con García-Pelayo, Forsthoff y Legendre– es la matriz de todo lo que él denuncia. ¿Pero es este sistema técnico-económico realmente el fin de la historia? ¡No! Si bien podría parecerlo, en medio de la neutralidad que ella impone y que se traduce en la simple gestión y administración de las cosas, un mundo de pura técnica sería un mundo sin política. Y el hombre es, ontológicamente, un animal político y, de hecho, no puede ser otra cosa120. Mientras el hombre exista, la política no desaparecerá y, siendo esto así, la técnica no vencerá. «Por mucho que la técnica decrete finales de la historia –dice Saralegui–, la política sonreirá mientras examina el hueco por el que regresará al gran teatro del mundo»121. Incluso –prosigue el mismo autor–, de haber una guerra nuclear que destruya el cosmos, «el político será el primero en resucitar»122.

García-Pelayo decía que nuestra civilización técnico-económica hará aguas cuando el conjunto de sistemas en que se sustenta sea tan complejo que, sin perjuicio de haberlos puesto en marcha, seamos incapaces de dirigirlos y controlarlos123. Cuando ello ocurra, el Occidente tecnoeconómico colapsará. Ese será el momento estelar para el gran regreso de la política.

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Notas

1 Nietzsche, 2019: 13.

2 Legutko, 2020: 220. En lo que sigue, las citas a esta obra se harán insertadas en el texto entre paréntesis. Por ejemplo, «este sistema es un potente mecanismo uniformador, que borra las diferencias entre personas, imponiendo homogeneidad de visiones, de comportamientos y lenguaje» (p. 22).

3 Cfr. Fukuyama, 2017.

4 D’Ors, 1998.

5 Muray, 2012.

6 D’Ors, 1998: 67.

7 Ibidem.

8 Ibidem: 156.

9 Muray, 2012: 33.

10 Ibidem: 127.

11 Ibidem: 138.

12 Ibidem: 199.

13 Ibidem: 209.

14 Para el tema que aquí se desarrollará –la influencia de la técnica en las sociedades y sistemas políticos occidentales– de este autor, véase, Jünger, 1988; y también Jünger, 1995: 87-123.

15 García-Pelayo, 2019: 491.

16 Müller, 2003. En verdad, como sostiene Jerónimo Molina Cano, la condena de la obra del Maquiavelo alemán en su conjunto tiene una explicación sencilla, a saber, «a Schmitt no se le perdona su denuncia del imperialismo angloamericano». Molina Cano, 2009: 301.

17 A pesar de que dicha sociedad no le satisfacía lo más mínimo. Pensaba que la técnica, no obstante haber aumentado las posibilidades vitales, había destrozado las relaciones personales. El mundo, decía, «se ha roto en una baraja, la sociedad se ha atomizado». «Se han perdido las pautas morales y sociales» y «ha nacido la pretensión de querer resolver todo con el derecho». «Vivimos siervos de las prótesis creadas en nuestra ayuda y buscamos la singularidad, la soledad que acaba agobiándonos; quizá sea un proceso malsano». Y concluye: «Esto no puede ser». García-Pelayo, 2009k: 3281-3282.

18 Como acertadamente señala García-Pelayo: «[El juicio moral sobre un autor] carece de valor cuando lo que se trata de juzgar es una doctrina, pues esta, en cuanto sale de la mente de su autor, tiene por sí una propia objetividad independiente y para la que nada o muy poco interesan los motivos psicológicos». García-Pelayo, 2009c: 2120.

19 Cfr. García-Pelayo, 2009d: 2566.

20 Kant, 2009: 250 y ss.

21 Cfr. Weber, 1979: 211 y ss. Es interesante, asimismo, lo que Javier Conde –a pesar de no predicar con el ejemplo pocos años antes– decía en Conde, 1950: 11 y ss.

22 Heller, 2017: 89.

23 En palabras de Ortega: «Mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad –y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación–». Ortega y Gasset, 2005: 763.

24 Heller, 2017: 89-90.

25 Cfr. Schmitt, 2019d: 270 y ss.

26 Habría otras cuestiones como, por ejemplo, la idealización de los padres fundadores en contraposición con los líderes actuales: «Cuando se compara a los padres de la integración europea con los actuales líderes de la Unión Europea, uno tiene la impresión de que aquellos pertenecen a un mundo diferente, lejano en el tiempo y difícilmente reconocible hoy» (p. 113). La gran diferencia sería que los líderes actuales, a diferencia de sus antepasados, «buscan construir un supraestado federal, crear un demos europeo y un hombre nuevo europeo» (p. 114). Cualquiera que conozca, mínimamente, lo que los padres fundadores decían sobre la integración europea y la necesidad de una federación europea sabe que esto es falso. Como botón de muestra, por ejemplo, el discurso de Adenuauer «Sobre las posibilidades de la integración europea». Disponible en: https://www.ersilias.com/discursos-de-konrad-adenauer/. Por otra parte, la idea de hombre nuevo es algo arquetípico del cristianismo, pues ya está en S. Pablo (Colosenses 3: 9-10). Ahora, a lo sumo, habría una actualización del mito, pero este ya cuenta con un par de milenios.. Por otra parte, la idea de hombre nuevo es algo arquetípico del cristianismo, pues ya está en S. Pablo (Colosenses 3: 9-10). Ahora, a lo sumo, habría una actualización del mito, pero este ya cuenta con un par de milenios.

27 Ortega y Gasset, 2015: 50.

28 Pareto, 1966: 127-128.

29 Como afirma Dalmacio Negro: «La democracia europea es un mito más religioso que político, no exento de poesía». Negro, 2021: 38.

30 Con cierto gracejo, expone la transformación del lenguaje uniformador en el paso del comunismo al «demoliberalismo»: «El proletariado ha sido reemplazado por el homosexual, el capitalista por el fundamentalista, la explotación por la discriminación, el revolucionario por la feminista y la bandera roja por una vagina» (p. 156). Y añade: «Antes, Hobbes era un materialista en lucha contra el idealismo. Hoy, un misógino defensor del patriarcado» (p. 157).

31 En un plano más antropológico, Legutko se ensaña –no sin razón– con el hombre demoliberal. Hombre autosatisfecho de sí, que «es bastante reacio a aprender, pero muy entusiasta en enseñar» (p. 160). También en lo institucional, recuerda que la moral liberal –sobre todo en lo relativo a la libertad sexual– «una vez institucionalizada y absorbida por el sistema (…) impregnó leyes, costumbres, prácticas sociales, escuelas, programas educativos y discurso público» (p. 142). Mas nos encontramos, de nuevo, ante un posible caso de sustitución y crítica de lo anterior al liberalismo, que el autor idealiza. Bastaría sustituir una sola palabra. Por ejemplo, «[el clérigo católico] es bastante reacio a aprender, pero muy entusiasta en enseñar». O, por ejemplo, «una vez institucionalizada y absorbida por el sistema, [la moral católica] impregnó leyes, costumbres, prácticas sociales, escuelas, programas educativos y discurso público». El corolario a estos ejemplos es: primero, el mejor de los mundos posibles no existe; segundo, nunca llueve a gusto de todos.

32 Podría pensarse que, si bien la crítica ha sido constante, ahora sería distinto, puesto que hoy día las masas tienen un acceso al conocimiento que sería impensable en tiempos pretéritos. Pero contra esto mismo ya Tocqueville advirtió: «Es imposible, hágase lo que se haga, elevar la cultura del pueblo por encima de un cierto nivel. Por más que se facilite el acceso a los conocimientos humanos, se mejoren los medios de enseñanza y la ciencia quede al alcance de todas las fortunas, jamás se logrará que los hombres se instruyan y desarrollen su inteligencia sin consagrar tiempo a ello» (Tocqueville, 2017: 289). En fin, lo que Legutko achaca a la democracia ni es nuevo ni tampoco, añadimos, algo exclusivo de este sistema.

33 Aristóteles, 2019: 237.

34 Ibidem: 239.

35 Ibidem: 280.

36 Ibidem.

37 Ibidem: 127.

38 Ibidem: 129.

39 Ibidem: 147.

40 Argumento similar lleva a Bodino, siglos después, a decantarse por la monarquía. El jurista francés sostiene, para desechar cualquier otro gobierno, que, si ya es complejo hallar a un sujeto excepcional, cuánto más difícil es encontrar a unos pocos (oligarquía) o a muchos (democracia). Por lo tanto, si hay un ser superior, ha de reinar. Cfr. Bodin, 2010: 285.

41 Aristóteles, 2019: 241.

42 Ibidem.

43 Como Jerónimo Molina Cano sostiene: «La lucha contra las desigualdades empieza en la escuela, pero en ella hay que igualar siempre hacia arriba. El modelo debe ser la excelencia –lo difícil–, no la chabacanería –lo espontáneo y circunstancial–. Los niños de familias pobres, ellos particularmente, se merecen una escuela elitista, pero de un elitismo del espíritu. No hay que tener miedo a las palabras, pero entiendo las razones por las que en el diccionario de la administración educativa esa palabra tiene que ceder ante esta otra: la excelencia académica». Sánchez, 2020.

44 Cfr. Aristóteles, 2019: 242.

45 Baste recordar que la ideología del progreso llevó, en el siglo XIX, a exterminar a los indios norteamericanos durante la presidencia del progresista Andrew Jackson y, más recientemente, a la bomba atómica.

46 Schmitt, 2019e: 59.

47 Ibidem: 57.

48 Cfr. García-Pelayo, 2009h: 3065.

49 Pierre Legendre pone –correctamente– el dedo en la herida: «El cristianismo occidental había anticipado la organización ultramoderna planteando el principio “La Iglesia no tiene territorio”. Hoy, la Democracia unida al Management sin fronteras le hace eco. El mercado universal realiza el sueño de los conquistadores de América: “un Imperio en el que nunca se pone el sol”. La Bolsa veinticuatro horas cumple ese milagro» (Legendre, 2008a: 23). Lástima que Legutko ignore –o, incluso peor, no quiera reconocer– que todo lo que denuncia hunde sus raíces en el cristianismo que fervorosamente defiende.

50 Cfr. García-Pelayo, 2009a: 1683. También, por ejemplo, Fernández de la Mora, 1977: 168.

51 Cfr. Heller, 2017: 24.

52 Schmitt, 2018: 113-114.

53 La prensa diaria ofrece un sinfín de ejemplos. Puede citarse, entre otros, que los ciudadanos se hayan convertido en improvisados agentes de tráfico dispuestos a sancionar al infractor. Es el llamado «anticochismo». Muestra patente de que el ciudadano se ha confundido con su Estado. Véase Pascual, 2021.

54 Ortega y Gasset, 2019: 130.

55 García-Pelayo, 2009i: 3132.

56 Sobre el concepto de «Estado total» en Carl Schmitt, véase Jiménez Segado y Molina Cano, 2012: 289 y ss.

57 Schmitt, 2018: 141.

58 Ibidem.

59 Cfr. García-Pelayo, 2009f: 2822 y ss.

60 Schmitt, 2018: 156. La elección, nos dice Schmitt, sirve para dos cosas: a) sirve para comprobar la división pluralista de la sociedad en bloques sólidamente organizados; b) la elección es un plebiscito en el que el elector vota una propuesta en bloque (Schmitt, 2018: 157). Mas esto tiene sus lógicas repercusiones en el funcionamiento del Parlamento. Como Schmitt sostiene en otro texto: «Resulta ya muy dudoso que el Parlamento posea realmente la facultad de formar una élite política. (…). El parlamentarismo ya ha llegado hasta el punto de que todos los asuntos públicos se han convertido en objeto de botines y compromisos entre los partidos y sus seguidores, y la política, lejos de ser el cometido de una élite, ha llegado a ser el negocio, por lo general despreciado, de una, por lo general despreciada, clase» (Schmitt, 1990: 6-7). Afirmaba esto en los años veinte del pasado siglo. Como vemos, nada ha cambiado.

61 García-Pelayo, 2009b: 2001.

62 Cfr. Schmitt, 2018: 135-136. También, véase Schmitt, 2006: 4-6.

63 Schmitt, 2019d: 266.

64 Ibidem.

65 Ibidem: 267.

66 Manuel Aragón plantea: «¿Es el Estado social la realización de la democracia o solo la expresión de una determinada fase de desarrollo de la sociedad capitalista que se corresponde con el llamado Spatkapitalismus?» (Aragón, 1978: 146). Nos decantamos por lo segundo.

67 Negro Pavón, 2004: 305.

68 Ibidem: 308.

69 Forsthoff, 2013: 23-25. Carl Schmitt también lo vio claro. Cfr. Schmitt, 2019c: 81.

70 «El gran empresario no tiene un ideal distinto al de Lenin, esto es, una ‘tierra electrificada’. Ambos solo disputan realmente acerca del mejor método de electrificación». Schmitt, 2019c: 71.

71 Ibidem: 22.

72 García-Pelayo, 2009j: 3243-3244.

73 Forsthoff, 2013: 23.

74 Ibidem: 30.

75 Schmitt, 2019b: 116.

76 Saralegui, 2016: 220.

77 Schmitt, 2019b: 125-126.

78 Aquí se expondrá lo dicho en Las transformaciones del Estado contemporáneo. Pero este jurista dedicó otros libros –Burocracia y tecnocracia y El Estado de partidos– y artículos al tema.

79 García-Pelayo, 2009a: 1641.

80 Ibidem: 1633.

81 Ibidem: 1737.

82 Ibidem: 1738.

83 Ibidem: 1739. Aquí se ve la diferencia entre un teórico y un político. Mientras que Legutko hace una llamada a los partidos en su libro –para acabar con la Unión Europea–, García-Pelayo, defensor a ultranza del Estado como ciudadano, meramente apunta que los partidos serían los encargados de recuperar una idea política del Estado (sin hacer llamada alguna a la acción política).

84 Cfr. Nicolás Muñiz, 2013: XII-XV.

85 Para el desarrollo del tema, emplearemos la magna obra El Estado de la sociedad industrial.

86 Cfr. De Lora, 2021.

87 Forsthoff, 2013: 116.

88 Ibidem: 15.

89 Ibidem: 18. En nuestros días, el profesor Sosa Wagner volvió sobre este mismo tema con ocasión de su lección de despedida. Dice Sosa: «Agónico el Estado nacional tradicional es preciso proclamar bien alto un ¡viva el Estado! Y es que este no puede ni debe convertirse en un fantasma melancólico que vague sus soledades por los espacios. Antes, al contrario, se necesita un poder fuerte y democráticamente organizado que legitime decisiones y medidas de gobierno que afectan a millones y millones de ciudadanos, que cree espacios de acuerdo, que sea capaz de hacer frente a su responsabilidad, que tenga siempre a punto y engrasado un marco que permita depurar los conflictos sociales evitando su degeneración en un polvorín que ponga contra las cuerdas el delicado orden de la convivencia –la vieja pax publica–. Esta es una de las funciones más importantes del Estado, insistimos, del Estado democrático. Retengamos este adjetivo pues es verdad inconcusa que lo poco de democracia que en el mundo existe se halla precisamente en el Estado, hucha donde se guardan los ahorros de la legitimación del poder» (Sosa Wagner, 2016). El discurso está disponible en: https://buleria.unileon.es/bitstream/handle/10612/5751/AAJubilaci%c3%b3n.pdf?sequence=1&isAllowed=y

90 Forsthoff, 2013: 126.

91 Ibidem: 127.

92 En España, José Bellido, quien ya se ocupó de Legendre en un breve pero instructivo artículo (Bellido, 2008: 289 y ss.), ha leído recientemente su tesis doctoral sobre el autor francés. Esperemos que su futura publicación sirva para una mayor difusión de su obra.

93 Legendre, 2008a: 41.

94 Ibidem: 42.

95 Ibidem: 43.

96 Legendre, 2008b: 22-23.

97 Ibidem: 16.

98 Ibidem: 36.

99 Ibidem.

100 Legendre, 2008a: 23.

101 Ibidem: 29.

102 Ibidem: 33.

103 Legendre, 2008b: 33.

104 Ibidem: 32.

105 Legendre, 2008a: 20-21.

106 Ibidem: 22.

107 Legendre, 2008b: 33.

108 Ibidem: 35.

109 Legendre, 2008a: 55.

110 Ibidem: 56.

111 Ibidem.

112 Ibidem.

113 Legendre, 2008b: 29.

114 Schmitt, 2019: 42.

115 Legendre, 2016: 79.

116 Ibidem: 80.

117 Ibidem.

118 Forsthoff, 2013: 80.

119 Saralegui, 2016: 218.

120 Cfr. Conde, 1957: 23-24.

121 Saralegui, 2016: 231.

122 Ibidem: 230.

123 García-Pelayo, 2009e: 2756.