Revista Administración & Cidadanía, EGAP

Vol. 17_núm. 1_2022 | pp. 137-149

Santiago de Compostela, 2022

https://doi.org/10.36402/ac.v17i1.5022

© Roberto L. Blanco Valdés

ISSN-L: 1887-0279 | ISSN: 1887-5270

Recibido: 05/12/2022 | Aceptado: 15/12/2022

Editado bajo licencia Creative Commons Atribution 4.0 International License

Galicia: a autonomía que, prevista como privilexio, quixo frustrarse como discriminación. Un breve apuntamento

Galicia: la autonomía que, prevista como privilegio, quiso frustrarse como discriminación. Un breve apunte

Galicia: the autonomy that, foreseen as a privilege, wanted to be frustrated as discrimination. A brief note

Roberto L. Blanco Valdés

Catedrático de Derecho Constitucional

Universidad de Santiago de Compostela

https://orcid.org/ 0000-0003-2937-8149

robertoluis.blanco@usc.es

Resumo: O proceso descentralizador español foi o froito de tendencias ideoloxicamente non coincidentes e mesmo en ocasións encontradas que deron lugar a que a plasmación final das previsións constitucionais dependese en gran medida de decisións políticas e pactos partidistas que en máis dunha ocasión se substanciaron en xiros normativos de importancia indiscutible. O proceso que levou á aprobación do Estatuto galego e á constitución da correspondente comunidade autónoma supuxo, tal como pretende explicarse neste texto, un exemplo sobresaínte dos xiros referidos: Galicia debería ter accedido á autonomía por unha vía privilexiada que no seu momento, aínda que sen éxito, pretendeu desnaturalizarse, intento que acabaría por ter grande influencia na definitiva definición do marco autonómico español.

Palabras clave: Galicia, autonomía, España, privilexio, discriminación, política autonómica, Constitución, descentralización, pactos autonómicos.

Resumen: El proceso descentralizador español fue el fruto de tendencias ideológicamente no coincidentes e incluso en ocasiones encontradas que dieron lugar a que la plasmación final de las previsiones constitucionales dependiera en gran medida de decisiones políticas y pactos partidistas que en más de una ocasión se sustanciaron en giros normativos de importancia indiscutible. El proceso que llevó a la aprobación del Estatuto gallego y a la constitución de la correspondiente comunidad autónoma supuso, tal y como pretende explicarse en este texto, un ejemplo sobresaliente de los giros referidos: Galicia debería haber accedido a la autonomía por una vía privilegiada que en su momento, aunque sin éxito, pretendió desnaturalizarse, intento que acabaría por tener gran influencia en la definitiva definición del marco autonómico español.

Palabras clave: Galicia, autonomía, España, privilegio, discriminación, política autonómica, Constitución, descentralización, pactos autonómicos.

Abstract: The Spanish decentralisation process was the result of ideologically non-coincidental and sometimes even conflicting tendencies which meant that the final implementation of the constitutional provisions depended to a large extent on political decisions and party pacts which, on more than one occasion, resulted in regulatory changes of unquestionable importance. The process that led to the approval of the Galician Statute and the constitution of the corresponding Autonomous Community was, as this text aims to explain, an outstanding example of the aforementioned twists and turns: Galicia should have gained access to autonomy through a privileged route that at the time, although unsuccessfully, attempted to denaturalise itself, an attempt that would end up having a great influence on the definitive definition of the Spanish autonomous framework.

Key words: Galicia, autonomy, Spain, privilege, discrimination, autonomous policy, Constitution, decentralisation, autonomous pacts.

Tratar sobre el acceso de Galicia a la autonomía es hacerlo necesariamente sobre la Constitución. Y meditar sobre la ley fundamental, en este punto, exige referirse a las previsiones que el texto de 1978 estableció respecto al proceso descentralizador. En tal sentido, lo primero que debe constatarse es que los titulares del derecho a la autonomía contemplado en el artículo 2.º de la ley fundamental no eran en realidad las nacionalidades y regiones que en él se mencionaban, sino los sujetos referidos en el apartado 1.º del artículo ١٤٣: las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica. Pero, además, el texto constitucional completaba tal disposición (en cierto modo corrigiéndola), al establecer una previsión específica que, justificada exclusivamente en consideraciones de tipo político, se revestiría jurídicamente con la finalidad de darle una apariencia inofensiva (en el sentido de no ofensiva) para los territorios que no podían beneficiarse del privilegio que en ella se sentaba y que constituía su razón última de ser. La disposición transitoria 2.ª de la Constitución disponía, en efecto, que los territorios que hubiesen plebiscitado afirmativamente proyecto de estatutos de autonomía y contasen, al tiempo de promulgarse la Constitución, con regímenes provisionales de autonomía podrían acceder directamente a ella por la vía especial del artículo 151 de la ley fundamental, que garantizaba una autonomía plena tanto en el ámbito competencial como en el institucional, sin necesidad de cumplir las duras exigencias que, para marchar por esa vía, establecía el citado artículo para los restantes territorios españoles.

Para entender cabalmente el sentido y las consecuencias de tal disposición, resulta necesario retrotraerse al proceso constituyente y recordar cómo, frente a la pluralidad de vías de acceso a la autonomía que acabará por contemplar el texto de nuestra ley fundamental (principalmente la ordinaria, la especial y la excepcional previstas, respectivamente, en sus artículos 143, 151 y transitoria 2.ª), el anteproyecto de Constitución que se publicó en el Boletín Oficial de las Cortes el 5 de enero de 1978 partía de un principio completamente opuesto. Y es que en dicho anteproyecto se preveía un proceso descentralizador homogéneo en sus contenidos y en sus ritmos, homogeneidad que se traducía en que habría una única vía de acceso a la autonomía, una única iniciativa autonómica, un procedimiento uniforme de elaboración estatutaria y un único sistema común de distribución de competencias para todos los territorios que se convirtiesen en comunidades, territorios que, ya autónomos, se organizarían, también, con arreglo a un orden institucional que no presentaría diferencias.

El proceso constituyente se desarrolló finalmente, sin embargo, de un modo que dio lugar a la sustitución de ese principio de uniformidad –el mismo que establecía la Constitución de 1931– por el de la pluralidad o, visto desde otra perspectiva, por el del privilegio. Pluralidad en la medida en que el texto de la Constitución abandonó por completo el previo esquema de una descentralización homogénea en el conjunto del territorio español para sustituirlo por otro marcado por la diferenciación: distintas vías de acceso, distintas iniciativas autonómicas, distintos procedimientos de elaboración estatutaria, distintos sistemas de distribución de competencias y distintas previsiones respecto de la organización institucional de las comunidades. Pero privilegio, al mismo tiempo, porque ese sistema de descentralización no homogéneo perseguía como último objetivo garantizar que las comunidades con presencia nacionalista en las constituyentes (Cataluña y el País Vasco) pudiesen acceder a la descentralización por una vía menos costosa en términos políticos para las dos referidas regiones, vía que debía traducirse además en una autonomía de mucha mayor densidad que la de las restantes regiones españolas.

Tal cambio radical de perspectiva –el abandono de un proceso descentralizador homogéneo por otro que sería todo lo contrario– resultó el fruto de presiones cruzadas, que, contradictorias en su motivación, coincidían sorprendentemente en su objetivo: la del Gobierno y la del nacionalismo vasco y catalán. Aunque por razones muy distintas, ni el uno ni los otros deseaban generalizar una autonomía política plena a la que pudiesen acceder en igualdad de condiciones todos los territorios españoles: los nacionalistas, porque estaban convencidos entonces, como siguen estándolo hoy en día, de que la generalización (el llamado “café para todos”) haría perder singularidad a sus autonomías respectivas; y el Gobierno de UCD porque temía los efectos desvertebradores que para España podrían derivarse de la generalización de la autonomía plena que exigían para sí los nacionalistas. La no homogeneidad del proceso descentralizador fue, por tanto, el invento, con el que trató de darse una respuesta común a ambas pretensiones.

¿Cómo se concretó ese invento en la Constitución? Pues a través de los tres procedimientos de acceso antes citados, cuyo objetivo primordial era dar una salida especial, y privilegiada, a las reivindicaciones de los nacionalismos con sólida representación parlamentaria en las Cortes Constituyentes, asegurando, al propio tiempo, que las restantes regiones españolas que deseasen acceder a la descentralización pudieran hacerlo aunque no sin antes demostrar la existencia de apoyo social a la medida, después de lo cual accederían, en todo caso, a una autonomía resueltamente (hablando de café) descafeinada en comparación con la catalana y con la vasca.

La Constitución preveía, así, en el artículo 143, un procedimiento ordinario, según el cual el acceso a la autonomía de las provincias que cumpliesen los caracteres de su apartado 1.º, antes citado, exigiría el acuerdo de las diputaciones provinciales (o, en su caso, del órgano interinsular correspondiente) y el de las dos terceras partes de los municipios cuya población representase, al menos, la mayoría del censo electoral de cada provincia o isla. El inicio del proceso descentralizador se hacía depender, por tanto, con carácter general, de un sólido apoyo institucional a la medida, traducción, a su vez, de un alto consenso social en favor de la autonomía, objetivo que se aseguraba combinando el criterio territorial (las dos terceras partes de los municipios) y el poblacional (la mayoría del censo electoral). Con ello trataba de evitarse que, a la vista de los más que notables contrastes demográficos existentes entre los municipios de las provincias españolas, en muchas de ellas acabase por primar el territorio sobre la población o viceversa. En la práctica del proceso estatuyente, esta vía general se vio modificada, sin embargo, por lo dispuesto en la transitoria 1.ª de la Constitución, según la cual en los territorios dotados de un régimen provisional de autonomía (las conocidas entonces como preautonomías), sus órganos colegiados superiores, mediante acuerdo de la mayoría absoluta de sus miembros, podrían suplir la iniciativa de las diputaciones o de los correspondientes órganos interinsulares, previsión esta que acabó por convertirse en norma en lugar de en excepción.

En todo caso, la peculiaridad procedimental de la vía del 143 y la transitoria 1.ª no era la que definía su esencia material, nacida en realidad de las limitaciones constitucionales que de ella se derivaban, limitaciones que dejaban claro que la intención del constituyente iba dirigida a reducir la densidad autonómica de los territorios que optasen por utilizarla. ¿Por qué? En primer lugar, porque deberían esperar un mínimo de cinco años desde la aprobación de los respectivos estatutos para que sus competencias –que solo podrían tomar inicialmente del listado del artículo 148 de la Constitución, regulador de las materias potencialmente de competencia autonómica– se ampliasen dentro del listado más extenso contenido en el artículo 149, en el que se incluían las materias de competencia estatal y compartida. Esa es la razón por la cual, con un exagerado dramatismo, dado lo reducido del período de espera obligatoria (¡5 años!) la vía general pasó pronto a conocerse como lenta, frente a la llamada vía rápida de la que se beneficiarían los territorios que optasen por el procedimiento de acceso especial a la autonomía. Pero, en segundo lugar, y aquí residía el auténtico quid de la cuestión, porque mientras la Constitución establecía para las comunidades de vía especial (o vía rápida) muy claras previsiones sobre su organización institucional (en esencia, que tendrían un parlamento democrático, un consejo de gobierno y un presidente parlamentario, según se disponía en el artículo 152 del texto constitucional) nada preveía para las de vía general.

Junto a esta vía general del 143, la especial del 151 permitía a los territorios que optasen por ella asumir desde el principio el más alto nivel de autonomía (combinando, desde el primer momento, las previsiones que en materia competencial se contenían en los artículos 148 y 149 de la Constitución) y les aseguraba, al propio tiempo, contar con una organización institucional propia que contribuiría a fortalecer el hecho autonómico como un hecho político –y no meramente administrativo–, dotado de muy notable relevancia. La del 151 era, en suma, la vía hacia la autonomía de verdad. Pero, precisamente por serlo, era concebida por quienes habían decidido abandonar el modelo homogéneo del anteproyecto de Constitución como una vía absolutamente restringida. Y es que, en efecto, para impulsarla sería necesario que la iniciativa del proceso fuese acordada, además de por las diputaciones o los correspondientes órganos interinsulares, por las tres cuartas partes de los municipios de cada una de las provincias afectadas que representasen, al menos, la mayoría del censo electoral de cada una de ellas. A esa exigencia se añadía, además, otra, que dificultaba más aún la puesta en práctica de lo previsto en el 151: que la iniciativa de los territorios que optasen por impulsarla fuese ratificada en referéndum por el voto afirmativo de la mayoría absoluta de los electores de cada provincia en los términos que estableciera una ley orgánica.

Por más que la finalidad de lo previsto en el artículo 151 para la llamada vía especial fuese común a lo que el 143 establecía para la denominada vía general (constatar la existencia de un amplio apoyo, social e institucional, a la iniciativa autonómica de que se tratara en cada caso), sus contrastes no eran menos evidentes: el grado de apoyo popular e institucional que se exigía a la iniciativa autonómica en uno y otro caso resultaban claramente diferentes, como también lo era el grado de autonomía que a través de cada una de ellas podrían alcanzar los territorios que optasen por la una o por la otra. La regla de tres aparecía, pues, meridianamente transparente: si se deseaba más autonomía, se exigía más apoyo, no solo institucional sino también directamente popular. Y ello porque para la iniciativa cualificada del 151 se exigía la ratificación de la iniciativa en un referéndum en el que los votos afirmativos no se calcularían sobre el total de los sufragios expresados, sino sobre el total del cuerpo electoral de cada una de las provincias afectadas, lo que quería decir que los abstencionistas contarían como votantes en contra de la propuesta sometida a referéndum. La iniciativa del 151 hacía necesario, en conclusión, que las élites políticas de los territorios que optasen por ella estuviesen en condiciones de impulsar un amplio proceso de movilización de la opinión pública, primero, y del cuerpo electoral, con posterioridad, de resultados finales muy inciertos.

A la vista de lo apuntado, procede preguntarse por qué razón los mismos constituyentes que habían abandonado las previsiones de descentralización homogénea del anteproyecto de Constitución abrían la vía del 151. Es decir, por qué abrían una vía que, al menos en teoría, podría haber dado por resultado un sistema de autonomías plenamente homogéneo que era, precisamente, lo que a través de la introducción de la no homogeneidad autonómica había tratado de evitarse. Tal paradoja sólo tiene, creo, una respuesta: que, contra lo que cabría deducir de una lectura superficial de la Constitución, la vía de acceso del 151 se previó, en realidad, para no ser empleada prácticamente o, más exactamente, para servir de norma (nunca aplicada) justificadora de la excepción que respecto a ella se establecía en la disposición transitoria 2.ª de la Constitución.

El constituyente introdujo, pues, un procedimiento costosísimo de acceso a la autonomía (en términos de apoyo popular) que, precisamente por serlo, debía ser utilizado, según los planes políticos de quienes lo habían previsto, únicamente por los territorios que podían eximirse de cumplir sus exigencias mediante el privilegio que, para aquellos que contaban con la presencia de relevantes partidos nacionalistas en las Cortes Constituyentes, se contenía en la citada transitoria 2.ª. Según ella, podrían proceder por la vía del 151, cuando así lo acordasen por mayoría absoluta sus órganos preautonómicos colegiados superiores, comunicándolo al Gobierno, los territorios que cumpliesen una doble condición: a) que hubiesen plebiscitado en el pasado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía; y b) que contasen, al tiempo de promulgarse la Constitución, con regímenes provisionales de autonomía. Esos territorios, claro, no eran otros que Cataluña, las Provincias Vascongadas… y Galicia.

Galicia, sí. Aunque esta última región no se incluía, desde luego, en el proyecto de privilegiar a los territorios con presencia nacionalista en las Constituyentes (lo que no era el caso de Galicia), la región gallega no queda al margen de la vía privilegiada de la transitoria 2.ª por la sencillísima razón de que cumplía la condición esencial que la diferenciaba, junto a Cataluña y País Vasco, de los restantes territorios: haber plebiscitado durante la II República un Estatuto de Autonomía. Y ello pese al hecho histórico innegable de que en las tres regiones que lo habían hecho sus respectivos Estatutos habían tenido una vida muy distinta: el catalán estuvo en vigor desde septiembre de 1932 hasta su suspensión en enero de 1935, tras la insurrección de 1934, y volvió a estarlo tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, hasta que fue derogado por los sublevados contra la República en abril de 1938; el vasco lo estuvo menos de un año, y sólo en algunas zonas del territorio, entre octubre de 1936 y junio de 1937; el gallego, en fin, no llegó a aplicarse nunca durante el período de vigencia de la II República española.

He ahí, en suma, la auténtica hermenéutica del sistema de acceso a la autonomía previsto en el texto de la Constitución, cuya finalidad fundamental no era otra que privilegiar el proceso descentralizador de Cataluña y de las tres provincias vascas: el Gobierno y los nacionalistas, con el apoyo final de los partidos de la izquierda (PSOE y PCE), decidieron que para preservar la singularidad de ambos territorios (su presencia nacionalista en las Cortes Constituyentes) y asegurar, paralelamente, que las demás regiones no fuesen a desmandarse, poniendo con ello en peligro la unidad y vertebración del Estado español, todos los territorios, salvo los dos citados (más Galicia, por el motivo ya apuntado) accederían a la autonomía por la vía general (o lenta) del artículo 143 de la Constitución, que no garantizaba, al menos inicialmente, una autonomía digna de tal nombre. Al mismo tiempo y para evitar que el acceso excepcional por la vía de la transitoria 2.ª de las dos regiones a las que había decidido darse un trato especial pudiese ser percibido como lo que era en realidad –un privilegio–, se incluía el artículo 151, al que se atribuía una doble finalidad. Se trataba, en primer lugar, de dar la apariencia de que las regiones que así lo decidieran podrían también acceder a la autonomía por la misma vía especial que las de la transitoria 2.ª, lo que suponía cumplir unas condiciones que el artículo 151 convertía en claramente disuasorias y que, en última instancia, los dos grandes partidos (UCD y el PSOE) creían estar en condiciones de frustrar, sumando sus fuerzas con tal finalidad en las diversas regiones españolas.

Pero el objetivo era también, en segundo lugar, fijar una regla general que la transitoria 2.ª vendría a excepcionar. De ese modo, las duras exigencias (sobre todo la del referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica) que tendrían que afrontar las regiones españolas que, en lugar de ser mencionadas expresamente en la transitoria, lo eran sólo a través de una habilidosa paráfrasis jurídica («territorios que en el pasado hubieran plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía»), sencillamente desaparecían para estas. La vía especial del 151 fue dispuesta, en conclusión, no para que todos los territorios pudieran acabar utilizándola, sino únicamente para justificar el privilegio que se establecía en favor de aquellos que, por poder acogerse a la excepción de la transitoria 2.ª, estaban en condiciones de obviar sus exigencias. El secreto del sistema residía, pues, en el hecho de que el objetivo que el constituyente perseguía sólo podría alcanzarse no haciéndolo políticamente explícito, por más que no fuera difícil deducirlo de lo previsto jurídicamente en la ley fundamental.

Aunque, como es sabido, el proceso descentralizador acabó discurriendo por un camino diferente de aquel por el que habían apostado los constituyentes, ello no impugna el hecho cierto de que su plan inicial, al que unos partidos se sumaron con más fervor que otros ciertamente, fue el de que en España habría dos regiones autónomas con amplias competencias y una organización institucional propia, similar a la de cualquiera de las unidades federadas existentes en un Estado federal; y otras, en número y conformación territorial indeterminados, que, en su caso, estaban en principio destinadas a ser autonomías de segunda, con menos competencias y, muy probablemente, sin aquellas instituciones autonómicas (parlamento, consejo y presidente) que dotarían a las comunidades de acceso privilegiado de un verdadero autogobierno. Los partidos españoles que, desde las Cortes Constituyentes, habían gestionado este esquema de descentralización hubieron de enfrentarse muy pronto, sin embargo, a lo que Hegel llamó un día las «duras réplicas de la historia».

Una de ellas, que aquí y ahora no nos interesa, por más que fuese la que a la postre acabó por forzar un cambio sustancial en el proyecto descentralizador analizado previamente, se derivó de la decisión de las autoridades preautonómicas andaluzas de iniciar su camino hacia a la descentralización no por la vía del 143, sino por la del 151. La otra, que trataré a continuación, afectó a Galicia, que, incluida sin remedio posible en la transitoria 2.ª de la Constitución, fue objeto de un intento que suponía discriminarla con toda claridad respecto de los otros dos territorios a los que aquella disposición hacía referencia: el País Vasco y Cataluña. En efecto, una vez aprobados a finales de 1979 los respectivos estatutos de ambos territorios, el Gobierno y su partido (Unión de Centro Democrático) decidieron imprimir un giro radical en la marcha del proceso autonómico español. Apoyados en este punto por los nacionalistas del País Vasco y Cataluña –que abominaban de lo que pronto denominarán despectivamente «el café para todos», dando con ello por supuesto que ambos territorios tenían un derecho (¿constitucional?) al café del que carecían los demás–, ese giro iba a dejar a las provincias gallegas en una especie de tierra autonómica de nadie: ni Galicia entraba –en sentido material y más allá del concreto procedimiento jurídico de acceso– en el grupo de las comunidades de cabeza ni se quedaba recluida en el numeroso grupo que formaban en el pelotón.

¿Qué había conducido a Galicia a esa extraña situación? ¿Por qué, siendo idéntica la posición constitucional que se deducía de lo previsto en la transitoria 2.ª de la ley fundamental, Galicia fue objeto de un evidente intento de discriminación? La respuesta es muy sencilla: porque, aunque la única forma de referirse, sin mencionarlas de forma expresa, a Cataluña y el País Vasco, para permitirles una vía de acceso privilegiada a una autonomía genuina –sin generar con ello una explosión de agravios territoriales en las restantes regiones españolas, que podrían acabar por sentirse maltratadas frente a un descarnado privilegio vasco y catalán–, fue echar mano de una auténtica perífrasis (la de los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía) que llevaba de modo indefectible a incluir también a Galicia en ese grupo; Galicia era una región en la que, en contraste con lo que acontecía en el País Vasco y Cataluña, el nacionalismo resultaba en esos momentos iniciales de la descentralización un fenómeno político y social testimonial en la esfera de la política nacional. Fue así como entró Galicia por la puerta de la plena autonomía, pero sólo para que la mayoría de los entonces responsables de la interpretación nacionalista con arreglo a la cual se quería construir inicialmente nuestro modelo de organización territorial intentaron enseguida sacarla por la ventana, rebajando aquella autonomía de plena a degradada.

¿Cómo? Pues a través de toda una serie de medidas de naturaleza muy diversa que, incluidas en el proyecto de Estatuto, tenían por único objetivo reducir la densidad jurídica y política del hecho autonómico gallego. Dos de ellas presentaban una importancia primordial: en primer lugar, la que tenía por objeto limitar el pluralismo de la futura Cámara autonómica gallega, estableciendo que para acceder a la que se elegiría inmediatamente después de la aprobación del Estatuto no serían tenidas en cuenta las listas que no obtuviesen, por lo menos, el 3 % de los votos del censo electoral, una restricción que, además de suponer un peligrosísimo precedente hacia el futuro, suponía de hecho, y vistos los porcentajes de abstención entonces registrados en Galicia, colocar la barrera electoral en torno a un 6 % de los votos expresados. La prueba irrefutable de que el asunto no era en absoluto irrelevante pudo obtenerse nada más celebradas –en el otoño de 1981– las primeras elecciones autonómicas, elecciones en las que, de haberse mantenido la barrera de acceso al Parlamento en el 3 % del censo electoral, los resultados referidos al reparto de los escaños en la Cámara hubieran sido para las minorías bastante diferentes de los que fueron finalmente: el Partido Comunista y Esquerda Galega (la menos radical de las dos fuerzas en torno a las cuales se articulaba entonces la oferta de los nacionalistas) hubieran desaparecido de la Cámara –en la que uno y otra habían obtenido un escaño– y el Bloque-PSG, que representaba al nacionalismo independentista, hubiera perdido al menos uno de los tres escaños conseguidos.

A la medida mencionada se añadía otra, además, que iba directamente dirigida a condicionar el ejercicio por parte de la futura comunidad autónoma gallega de sus competencias y poderes: la introducción de una denominada cláusula competencial. Contenida en el apartado segundo de la disposición transitoria tercera del proyecto de Estatuto aprobado finalmente por la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados («con el concurso y asistencia de una delegación de la asamblea proponente») y publicado por el Boletín Oficial de las Cortes Generales el 14 de diciembre de 1979, la cláusula competencial determinaba, en su primer inciso, que «en aquellas competencias que recaen sobre materias que, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución y en el presente Estatuto, son objeto también de competencias estatales, se estará a la delimitación que de estas hagan las Cortes Generales mediante ley». El significado de la introducción de una previsión de tal naturaleza no tenía duda alguna: hacer depender de las Cortes estatales la extensión que en la práctica habría de tener hacia el futuro el ejercicio de sus competencias por parte de la comunidad autónoma gallega, pues esas competencias se prefiguraban en la inmensa mayoría de los casos como compartidas entre aquella y el Estado.

Aunque la introducción de las dos restricciones aludidas no eran los únicos motivos de grave desacuerdo que, a la postre, iban llevar a la oposición a rechazar de plano el proyecto de Estatuto, lo cierto es que tanto la barrera electoral como la cláusula competencial abrieron finalmente una distancia insalvable entre las pretensiones del Gobierno y su partido y las demás fuerzas que estaban participando en el proceso de elaboración estatutaria. Y ello hasta el punto de que en la votación celebrada en la madrugada del 22 de noviembre por la Comisión Constitucional del Congreso, ampliada (según lo previsto en el artículo 151.2.2.º de la Constitución) por una delegación de la asamblea proponente, el resultado fuera de ٢٨ votos a favor frente a ١٩ en contra. De este modo, tanto lo sucedido entre los representantes de la Comisión Constitucional (en la que ١٧ diputados, todos de UCD, votaron a favor; ١٥ votaron en contra: los de los tres grupos socialistas –del Congreso, vascos y catalanes–, y los de los grupos andalucista y comunista; mientras Manuel Fraga –de Coalición Democrática– se ausentaba de la Cámara y los representantes de las minorías vasca y catalana no asistían) como lo acontecido entre la delegación de la Asamblea proponente (en la que apoyaron el proyecto ١١ de sus miembros –todos de UCD–, lo rechazaron cuatro –todos del PSOE– y tres más –uno de UCD y dos de Coalición Democrática– no llegaron a votar) demostraba bien a las claras la inmensa soledad de la mayoría parlamentaria centrista que había decidido convertir a Galicia en el terreno de pruebas de una estrategia de estricta interpretación constitucional nacionalista, tan estricta que incluso uno de los territorios de la transitoria segunda de la ley fundamental acababa por quedarse fuera del grupo que formaban el País Vasco y Cataluña.

Las reacciones ante lo que muy pronto fue considerado «O Estatuto da aldraxe» no se hicieron esperar. Manuel Fraga afirmó que Galicia había sido maltratada por el Gobierno de UCD y describió con una dureza extraordinaria la forma en que se había gestado el texto del proyecto: «Un Estatuto que debió estudiarse en dos meses seriamente se ha estudiado en tres noches, lo cual es una vergüenza. La última reunión me pareció tabernaria, porque no solamente allí se bebía demasiado alcohol, sino que los ánimos se excitaron porque la gente estaba cansada. El movimiento de protesta y descontento era inevitable». Su compañera de partido y diputada coruñesa María Victoria Fernández-España incidió, además, en la significación política profunda de la decisión así tomada: «El Estatuto no me gusta porque yo no acepto la división entre autonomías de primera y de segunda. Si vamos a un Estado federal, vamos todos o no va nadie. UCD ha querido pactar sólo con el PSOE y, al fallar los acuerdos, quedó como único partido responsable del texto».

Desde el otro lado del arco parlamentario, el diputado comunista y miembro de la Comisión Constitucional Jordi Solé Tura insistía en la importancia crucial de los dos temas que separaban a mayoría y minorías: «El Estatuto ha sido liquidado con la inclusión del artículo 37.4 [la cláusula competencial] en una disposición transitoria. Su texto da paso a dos categorías de estatutos y posibilitará, en el caso gallego, la perpetuación del centralismo, la frustración de sus ansias autonomistas y la provocación de enfrentamientos entre los pueblos. UCD nos planteó, en un momento concreto, rebajar el mínimo del 3 % para acceder al Parlamento gallego a cambio de que modificásemos nuestra actitud». Desde el Partido Socialista, en fin, el juicio incidía también en la responsabilidad del Gobierno en el ultraje denunciado por toda la oposición, ultraje que era denunciado así por el presidente del PSOE gallego Francisco González Amadiós: «UCD no tiene hombres capaces de defender a Galicia. Regresamos de Madrid con un Estatuto, impuesto por los centristas, que discrimina a Galicia».

Muy lejos de esas posiciones, los dirigentes gallegos de UCD emitían juicios de tono muy diverso. Simplemente resignado el del diputado José Luis Meilán Gil: «Es el mejor Estatuto de los posibles en las circunstancias actuales». Y entusiasta, por contraste, el del presidente de la Xunta preautonómica, José Quiroga Suárez: «Es un Estatuto en el que se define claramente la personalidad de la región gallega, que contempla sus características culturales y que hace una mención muy clara a la recuperación de la lengua. A través de él [Galicia] podrá desarrollar sus apetencias autonómicas. Pido a los gallegos que lo estudien y que no se fíen de los falsos profetas que, con algaradas y con pretensiones partidistas, vienen levantado banderas de sus propios partidos».

Las algaradas estaban servidas, sin embargo. Pues el descontento entre los partidos contrarios al proyecto, que manejaron hábilmente el argumento del maltrato, del agravio y la discriminación contra Galicia, se expandió, igual que la llama en una mecha, entre la opinión pública gallega. El propio día 22 de noviembre –coincidiendo, por lo tanto, con la reunión de la Comisión de Asuntos Constitucionales ampliada en la que se aprobó «O Estatuto da aldraxe»– miles de personas, convocadas por las fuerzas de la izquierda en una «Jornada de dignidad nacional», se manifestaron en las principales ciudades del país exigiendo una autonomía plena y sin recortes. No faltó, además, en la escenificación de aquel ultraje ninguno de los elementos que podían darle la credibilidad que necesitaba para convertirse en una reivindicación del conjunto del país, por más que UCD representara a su mayoría en las Cortes Generales: la bandera de Galicia, con su correspondiente crespón negro, iba a ondear a media asta en la sede de la Real Academia Gallega; alcaldes y concejales se encerraron en sus ayuntamientos como muestra de protesta; pequeños comerciantes, «solidarios frente al agravio», echaron el cierre a sus negocios; y los principales periódicos gallegos convirtieron la exigencia de una autonomía de primera en verdadero casus belli. Todo este amplio movimiento desembocaría finalmente en una inmensa marcha que, con el apoyo de los grandes partidos y sindicatos de Galicia (excluido el nacionalismo independentista del Bloque Nacional Popular Galego, a quien cualquier Estatuto de Autonomía le parecía simple papel mojado, y, obviamente, la UCD) y bajo el lema «Frente al Estatuto de UCD. Auténtica Autonomía» conseguiría reunir en Vigo el 4 de diciembre a docenas de miles de personas en la que, de inmediato, fue considerada por los organizadores como la manifestación más numerosa de la historia de Galicia.

El resultado político de todo este amplio movimiento fue, sencillamente, que el proceso de aprobación del Estatuto gallego se paró. Pero cuando el mismo pudo retomarse, pasado casi un año, las circunstancias españolas eran ya políticamente muy distintas. Y es que el 18 de febrero de 1980 se había celebrado en Andalucía un referéndum, el de iniciativa autonómica previsto en el artículo 151 de la ley fundamental, cuyo sorprendente resultado tuvo, como ya se ha apuntado previamente, una importancia extraordinaria para el futuro del proceso autonómico español al constituirse como origen de un giro sustancial en la marcha de la descentralización. Los resultados del referéndum andaluz provocaron, en efecto, el abandono de la interpretación nacionalista de la Constitución (es decir, de la interpretación favorable a los intereses del nacionalismo vasco y catalán) vigente hasta el momento, y su sustitución por una nueva interpretación no nacionalista cuya directa consecuencia fueron los «Acuerdos Autonómicos firmados por el Gobierno de la Nación y el Partido Socialista Obrero Español el 31 de diciembre de 1981».

La mayoría parlamentaria en las Cortes Generales y el Gobierno centrista al que aquella sostenía hubieron de abandonar, como consecuencia, las dos tentativas sobre la base de las cuales se había pretendido articular el giro de su política autonómica (la de degradar la autonomía gallega y tramitar el proceso autonómico andaluz por la vía general), tentativas cuyo fracaso estrepitoso acabó por llevarse por delante al partido que se había empeñado en defenderlas incluso cuando ya se había impuesto la evidencia de la imposibilidad de hacerlas realidad. La derrota del Gobierno y de UCD en el referéndum de iniciativa autonómica andaluz de 18 de febrero de 1980, en el que los ciudadanos andaluces decidieron, a partir de lo previsto en el artículo 151.1 de la Constitución, y contra la posición defendida por el Ejecutivo, tramitar su iniciativa autonómica por la vía rápida del artículo citado y no por la vía lenta del 143, y la completa marcha atrás a la que el Gobierno y su partido se vieron forzados en Galicia iban a constituir prueba irrefutable de la envergadura del fracaso de un proyecto sencillamente irrealizable: el de aplicar la Constitución con arreglo a una interpretación nacionalista.

Se optó entonces por ensayar una vía de interpretación homogeneizadora según la cual todos los estatutos que todavía entonces estaban pendientes de elaboración y aprobación (excluido, obviamente, el andaluz) se tramitarían por la vía lenta del artículo 143 de la Constitución, pero con una importantísima particularidad, de cuyas extraordinarias consecuencias a medio y largo plazo no fueron sin duda entonces del todo conscientes quienes firmaban los Acuerdos: la de que en las comunidades de vía general se establecería un entramado de poderes prácticamente idéntico al previsto para las comunidades especiales. A tal efecto en los Acuerdos se pactaba extender a todas las comunidades la organización prevista en el artículo 152.1 de la Constitución, con independencia de cual fuera el respectivo techo competencial de cada una.

Esa nueva situación iba a posibilitar que el proceso autonómico gallego pudiera retomarse sobre unas bases muy diferentes de las vigentes en el momento en que había sido congelado, lo que resultó factible tras el amplio acuerdo al que llegaron los cinco partidos que meses después habrían de apoyar la ratificación del Estatuto: UCD, el PSOE, Coalición Democrática, el Partido Comunista de Galicia y el Partido Galeguista. Todas esas fuerzas participaron en diversas sesiones de trabajo a lo largo del mes de septiembre de 1980 y, tras ellas, llegaron a un acuerdo –el conocido como «Pacto del Hostal»– aceptado luego por la Asamblea de Parlamentarios de Galicia. Fue así como el Boletín Oficial de las Cortes Generales de 28 de octubre de 1980 pudo publicar un denominado Escrito de la Asamblea de Parlamentarios de Galicia en el que se solicitaba una nueva reunión de la Comisión Constitucional y de la delegación de aquella para la reconsideración parcial del texto acordado, reunión que permitirá, finalmente, dar una salida a la situación que durante un año había permanecido bloqueada.

La propia explicación que daban los autores del Escrito sobre la finalidad y el contenido de su texto resulta de una claridad que hace innecesario cualquier comentario adicional: «Las circunstancias en que se produjo el debate del proyecto de Estatuto en la Comisión Constitucional, la evolución de los acontecimientos públicos desde aquella fecha y el cambio fundamental operado en la lectura y aplicación del título VIII de la Constitución han movido a los partidos políticos firmantes, recogiendo el sentir de amplios sectores del pueblo gallego conscientes de su responsabilidad histórica, a manifestar su voluntad política de emprender las acciones conducentes a eliminar los obstáculos que actualmente existen para que pueda convocarse el Referéndum [de ratificación] en las condiciones de concordia y solidaridad que el Estatuto de autonomía requiere».

¿Cuáles eran esos obstáculos? Los firmantes del documento respondían también de una forma precisa a la cuestión: «Los principales obstáculos provienen de la existencia en el actual texto de una serie de preceptos que, por diversos motivos, suponen una inseguridad en cuanto a la aplicación del Estatuto en términos de igualdad con los de las otras dos nacionalidades históricas a que también se refiere la disposición transitoria segunda de la Constitución». Tras ello, el escrito enumeraba los preceptos referidos, dentro de los cuales se incluían por supuesto, y entre otros, los relativos a la cláusula competencial y a la barrera electoral. La modificación del proyecto de Estatuto siguiendo las peticiones contenidas en el escrito del presidente de la Asamblea de Parlamentarios de Galicia dio paso, al fin, a la convocatoria del correspondiente referéndum de ratificación estatutaria, que, en medio de una apatía general, tuvo lugar el 21 de diciembre de 1980. Su resultado (72 % de abstención) marcó el cojo inicio de un proceso que, pese a ello, dio lugar a una autonomía plena que acabaría por jugar un decisivo papel en la transformación política, económica, social y cultural de Galicia. Pero, esa, claro, es ya otra historia.