REVISTA GALEGA DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA (REGAP)
Núm. 59 (enero-junio 2020)
Sección: Recensiones
DOI: https://doi.org/10.36402/regap.v0i59

El Derecho de la Historia: memoria democrática y derechos históricos

Darío Badules Iglesias

Investigador predoctoral FPU

Universidad de Zaragoza

Orcid 0000-0003-4907-5911

dbadules@unizar.es

Recibido: 15/04/2020 | Aceptado: 03/07/2020
DOI: https://doi.org/10.36402/regap.v0i59.4300

GARCÉS SANAGUSTÍN, Á.: El Derecho de la Historia: memoria democrática y derechos históricos, Madrid, Iustel, 2020, 228 pp. ISBN 978-84-9890-379-9.


En ocasiones, no es necesario escribir grandes tratados con sesudas disquisiciones para decir mucho. La monografía que vengo a comentar es un ejemplo de ello. El Dr. Garcés Sanagustín, profesor titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza, presenta en esta ocasión una obra que podría hasta denominarse íntima, de alguna forma sentimental, pero no por ello carente de un gran rigor jurídico y también histórico.

Se trata de un libro que, como él mismo reconoce, podría estar a mitad de camino entre la monografía jurídica y el ensayo. Prueba de esto es que todo el texto aparece trufado de numerosísimas historias, de no menos opiniones y de bastantes giros literarios (en ocasiones, hasta novelescos) que hacen la lectura amena, interesante, pero no por ello menos profunda.

La obra del profesor Garcés Sanagustín gira en torno a la idea que él mismo define como «Derecho de la Historia». Este no debe confundirse con el análisis histórico del derecho, sino que se aproximaría quizás más a una especie de análisis jurídico de la Historia, si es que esto es posible. Y es que, como bien advierte el autor, el derecho se está convirtiendo, de unos años a esta parte, en una suerte de «sede para resolver “querellas” históricas y conflictos entre historiadores» (p. 23), teniendo como consecuencia que el pasado se haya vuelto, de alguna forma y a pesar del evidente oxímoron, «imprevisible».

En su opinión, los poderes públicos estarían acuñando una especie de tertium genus, los «actos simbólicos» (p. 28), de naturaleza dúctil, con dudosa eficacia jurídica pero indudables efectos políticos: «en algunas de estas normas (…) –dice– prima más la pulsión por imponer el relato de unos hechos del pasado que el establecimiento de normas con capacidad para crear o modificar situaciones o posiciones jurídicas concretas».

El juicio al que se estaría sometiendo esa magnitud del espacio-tiempo que son los hechos pasados (y, por lo tanto, al menos de momento, inalterables) resultaría inadecuado si se realiza en sede jurídica. El derecho, como recuerda, pretende mirar al futuro, ordenar la vida de manera prospectiva; no puede alterar el pasado. Y eso mismo, pretender alterar de alguna forma el pasado, es lo que, en su opinión, vendrían a representar los dos ejemplos que estudia en detalle: el de la memoria histórica y el de los derechos históricos, a cuyo estudio dedica los dos capítulos principales de la obra.

El primer capítulo-ensayo versa sobre «la memoria histórica o democrática». Tras una inicial digresión conceptual –sobre las memorias, la memoria empírica, la colectiva, la histórica y la democrática– viene a analizar las conocidas como leyes de memoria histórica estatal –Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura (LMH)– y sus homólogas (y, algunas, homónimas) autonómicas. El tono crítico con respecto a ellas reluce en toda la obra. A su parecer, «quizás la memoria histórica tenga (…) mucho de representación del pasado y de exaltación de sus dramas» (p. 41). Sin embargo, considera que el espíritu inicial de la LMH atendía al reconocimiento y a la no renuncia de la Transición española (p. 43), por lo que el problema residiría en los excesos posteriores, en pretender realizar una «causa general histórica» (p. 45), no en pretender hallar los restos de los familiares desaparecidos, propósito que aplaude y considera imprescindible.

Critica, de manera repetida, el hecho de que lo que llega a calificar como «legítimo derecho a la soflama» (p. 46) de los representantes políticos se esté convirtiendo en normas jurídicas de obligado cumplimiento, pero de dudosos efectos. Volvemos, pues, a esa categoría etérea ya definida de los actos simbólicos. Y es que, en buena medida, algunos de los problemas que plantean estas leyes vienen de la mano de la naturaleza de determinadas concesiones graciosas vinculadas al tradicional derecho premial (reconocimientos, nombramientos, medallas, nomenclátor de calles, etc.). El legislador debería tomar nota de algunas de las reflexiones del profesor Garcés Sanagustín en este punto: si se pretende, legítimamente, alterar y revocar concesiones de dichos actos de mérito, deben articularse los mecanismos oportunos para evitar la lesión de derechos fundamentales de los interesados o sus herederos, en especial el honor.

Pero no solo debe otorgarse protección jurídica al honor u otros derechos, sino que también se debe ser restrictivo en cuanto a lo que se refiere a la alteración de dichos honores, pues en ocasiones poco o nada tuvieron que ver con un pasado autoritario. Dicho de otro modo, recuerda con tesón que no es lo mismo haber caído en un lado de la Historia que ser partícipe activo de la represión y de la comisión de atrocidades variadas: no hay que «confundir adversarios con verdugos» (p. 79).

Se opone con tesón a la imposición de una «visión monolítica e incontrovertible» (p. 70) de los hechos históricos, hasta el punto de que cualquier opinión disidente se estaría viendo abocada a un ostracismo. Y es que estas leyes estarían, según su parecer, imponiendo una determinada visión de la historia (p. 72), hasta el punto de estar asistiendo al advenimiento de lo que viene a llamar un «nuevo Derecho político».

Todo ello, por no hablar de determinadas afecciones a la autonomía local que leyes autonómicas (como la aragonesa de memoria democrática) estarían causando sobre las competencias de los municipios, especialmente en lo que se refiere a la denominación de sus vías o el problema de la insuficiencia del rango para la afectación a determinados derechos fundamentales, en materia sancionadora, de conductas que afectan a la libertad de expresión.

En este capítulo se encontrará también un análisis bastante detallado de un acontecimiento de gran actualidad, como ha sido la exhumación de los restos mortales del dictador Franco del Valle de los Caídos. En resumen, ve adecuada la disposición de estos –con salvedades en cuanto, por ejemplo, a la urgencia o necesidad– para su retirada de dicho recinto; más complicada, si no inadecuada, es en su opinión la obligatoria reinhumación en un lugar ajeno a la voluntad de la familia. Ve, en todo caso, en algunas de las resoluciones judiciales que se sustanciaron con ocasión de esta controversia, manifestaciones del Derecho de la Historia, al tratar de emitir juicios jurídicos sobre eventos históricos.

Por otro lado, me parece capital, por ir a la médula misma de la cuestión, un recordatorio que, casi de soslayo, realiza: «los programas de las facultades de Derecho son un buen ejemplo de ese devenir histórico, de ese incesante trueque de valores y principios». Más allá del estudio de la historia del derecho, considero imprescindible que en la explicación de los programas actuales de las asignaturas del grado en derecho se estudie la génesis de las instituciones que componen dichos programas. Flaco favor haríamos al alumnado si nos limitásemos a explicar la legislación vigente como un mero compendio de normas, o al menos así lo creo. Su reivindicación de los clásicos (p. 107) iría en esta línea, pues en caso contrario podríamos incurrir en lo que ha denominado la «prepotencia de la posteridad».

El segundo capítulo-ensayo –titulado «Aragón y los derechos históricos»– tiene por objeto el análisis de una cuestión espinosa en lo que se refiere a la articulación territorial del poder. No debe confundirse el hecho de que el autor se refiera con carácter preferente a la situación de Aragón con que esté limitada a ella. Más bien al contrario: las reflexiones de esta parte de la obra servirán para el estudio de dicha configuración de la organización territorial y, en especial, las legitimidades pretendidas por algunos (en particular, nacionalistas).

El trasunto de esta parte pivota en torno a la reciente Ley aragonesa 8/2018, de 28 de junio, de actualización de los derechos históricos de Aragón –ley que ha quedado prácticamente desintegrada en su totalidad por la declaración de inconstitucionalidad de buena parte de su articulado operada por la Sentencia del Tribunal Constitucional 158/2019– y a su pretendida voluntad de configurar una legitimidad jurídica alternativa a la Constitución de 1978. Esta ley, en opinión del autor, sería una de esas «normas que pretenden crear (…) una identidad histórica» (p. 116) a través del derecho.

En este capítulo se van desmenuzando buena parte de los preceptos (ahora declarados inconstitucionales), con un análisis que ya avanzaba su contradicción con la norma suprema: la pretendida doble «nacionalidad» aragonesa, el uso de la bandera, los principios de interpretación de las normas aragonesas, las instituciones autonómicas… en evidente conflicto, todos ellos, con las competencias estatales y estatutarias.

Cree el autor, acertadamente, que «nuestros actuales “fueros” son precisamente la Constitución española, el Estatuto de autonomía y la legislación emanada de la Unión Europea» (p. 125). Y sostiene, parafraseando a Hans Huber (en su célebre expresión sobre la discrecionalidad), que «una inadecuada y exagerada interpretación de la disposición adicional primera [de la Constitución] puede introducir un “caballo de Troya” en nuestro sistema constitucional» (p. 131). ¿Deberíamos plantearnos –me pregunto yo–, en esa siempre en boga reforma de la Constitución, la supresión de esta disposición adicional? Quizás el pacto federal sea una solución que garantice la igualdad de toda la ciudadanía y, a la vez, el mantenimiento de dichas prerrogativas –mal llamadas «derechos históricos»– de los territorios. En palabras de Garcés Sanagustín: «La Historia no debería otorgar derechos» (p. 195).

Y es que, en ocasiones, parece olvidarse que la revolución liberal iniciada en Francia y Estados Unidos lo que pretende es precisamente eso: acabar con viejos privilegios territoriales y reconocer derechos a los individuos, no a los territorios. De ahí la estupefacción no solo del autor, sino de muchos por el hecho de que sea la izquierda la que, en ocasiones, más defiende esta cuestión de los «derechos históricos». Sirva como ejemplo que uno de los mayores adalides del tema fue el diputado conservador Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. De cualquier modo, desde la generalización del proceso autonómico, la cuestión de los derechos históricos ha perdido, en buena medida, su sentido, reduciéndose de algún modo a una anhelada –por algunos– autodeterminación al margen de la Constitución y, añado, un no menos importante pacto de carácter económico y fiscal con los dos únicos territorios que el Tribunal Constitucional considera forales, en su restringida y antiliberal visión de la foralidad. Y es que, «en realidad, la descentralización acometida a través de las comunidades autónomas ha provocado un autogobierno mucho mayor del que podían soñar los foralistas» (p. 181).

En las reflexiones finales propone algunas cuestiones innovadoras y atractivas. Entre otras, por ejemplo, la reivindicación del pasado musulmán de nuestros territorios, como método de integración de las poblaciones inmigrantes de origen árabe. Advierte también de los peligros de utilizar el relato histórico como propaganda (p. 166), pues ello puede conducir a una deslegitimación del sistema actual que actúe como dinamita para sus bases. Y critica el aparente hecho de que, en el presente, parece solo importar el Estado para la prestación de servicios y, mientras ello funcione, no se advierten «demasiadas preocupaciones por la situación real del Estado de Derecho, la calidad de la participación democrática o la salud de la moral pública» (p. 178), en una llamada de atención a una ciudadanía responsable y comprometida.

Concluye, en fin, con un emotivo epílogo con el relato de parte de su historia familiar y personal, que bien merece una lectura. Esta monografía, en definitiva, resulta sugerente y estimulante a partes iguales. Plantea numerosas cuestiones abiertas, muchas dudas y no menos sugerencias y proposiciones. Es un campo fértil para futuras investigaciones. En todo caso, lo más importante es que no consintamos que esta simbiosis entre Derecho e Historia acabe «socavando algunas de las garantías esenciales del Estado de Derecho» (p. 32).