Revista Galega de Administración Pública, EGAP

Núm. 65_enero-junio 2023 | pp. 263-286

Santiago de Compostela, 2023

https://doi.org/10.36402/regap.v1i65.5073

© Ignacio Álvarez Rodríguez

ISSN-e: 1132-8371 | ISSN: 1132-8371

Recibido: 10/03/2023 | Aceptado: 01/06/2023

Editado bajo licencia Creative Commons Atribution 4.0 International License

A liberdade académica como tesouro constitucional

La libertad académica como tesoro constitucional

Academic freedom as a constitutional treasure

Ignacio Álvarez Rodríguez

Profesor contratado doctor de Derecho Constitucional

Universidad Complutense de Madrid

https://orcid.org/0000-0001-6873-7269

ialvarez1@ucm.es

Resumo: Neste artigo interrogámonos polo contido e límites do dereito fundamental á liberdade académica desde unha perspectiva que pretende ser orixinal, ao dialogar con fontes bibliográficas relacionadas co noso dereito público pero non só. Así, intentaremos bosquexar que se entende por tal liberdade e cales son os seus contidos, así como os desafíos que se lle presentan na actualidade.

Palabras clave: Constitución, dereito constitucional, liberdade académica, autonomía universitaria.

Resumen: En el presente artículo nos interrogawmos por el contenido y límites del derecho fundamental a la libertad académica desde una perspectiva que pretende ser original, al dialogar con fuentes bibliográficas relacionadas con nuestro derecho público pero no solo. Así, intentaremos bocetar qué se entiende por tal libertad y cuáles son los sus contenidos, así como los desafíos que se le plantean en la actualidad.

Palabras clave: Constitución, derecho constitucional, libertad académica, autonomía universitaria.

Abstract: In this article we question ourselves about the content and limits of the fundamental right to academic freedom from a perspective that pretends to be original, when dialoguing with bibliographic sources related to our Public Law but not only. Thus, we will try to outline what is meant by such freedom and what its contents are, as well as the challenges that are currently faced.

Key words: Constitution, Constitutional Law, academic freedom, university autonomy.

Sumario: 1 Planteamiento. 2 La libertad académica hoy apoyada en el ayer. 3 La libertad académica como aventura intelectual. 4 La libertad académica y el futuro del profesor. 5 Tres enemigos de la libertad académica: pronombres, charlatanería populista y dominación ideológica. 5.1 Extremando el lenguaje inclusivo: los pronombres y la libertad. 5.2 La charlatanería posmoderna y populista: el caso del feminismo posveritativo. 5.3 La dominación ideológica en la Universidad. 6 Conclusión.

1 Planteamiento

El presente trabajo es una reflexión en voz alta sobre la libertad académica desde la perspectiva constitucional, entendiendo por tal un tesoro que nos permite impartir nuestras asignaturas y expresar nuestras ideas en las aulas. Para ello partiremos de la base que comprende la libertad académica en la actualidad, con referencia a los autores que la estudiaron ayer. Posteriormente compartimos una serie de reflexiones sobre la aventura intelectual que implica la libertad académica, rectamente entendida. A continuación, abordamos la cuestión desde la perspectiva del profesor y de los vericuetos, a veces procelosos, que debe atravesar para poder ejercer la libertad académica en todo su esplendor. Acto seguido listamos y discutimos tres de los principales enemigos que pretenden enervarse contra la libertad académica, señaladamente los que provienen de la exigencia del lenguaje inclusivo (empleo de pronombres elegidos por el receptor del discurso), de la charlatanería posmoderna y populista, así como de la dominación ideológica que desean imponer algunos discursos sobre otros.

2 La libertad académica hoy apoyada en el ayer

Es sabido que el núcleo de la libertad académica es la transmisión de un programa junto a las ideas pertinentes. Siendo honestos, no cabe deslindar unas y otras aunque desde la tarima se intente. Por ello se debe velar por que, en la medida en que el profesor ejerce la libertad académica de exponer tesis, ideas y valores, desde el otro lado de la trinchera también se debe velar por que el estudiante las ponga en cuestión, si ese es su deseo. No hay, en el aula universitaria, un divorcio entre los sujetos participantes; quizá un matrimonio en ocasiones no especialmente bien avenido. Pero fundamental será siempre garantizar que uno pueda proponer y entre todos disponer. Esa es una libertad académica loable y defendible. Lo demás resultaría dar misa y tal cosa es poco decorosa, por usurpar funciones que competen a los prelados.

Podríamos pensar que la libertad académica transmite la sabiduría aquilatada por el ponente. Ojalá fuera así. Pero aquí no podemos sino recordar las palabras de Petrarca, sabias en sí mismas aunque su autor probablemente hubiera planteado querella ante tal afirmación. Petrarca era de los que pensaba que la sabiduría se alcanzaba antes de pensamiento y palabra que de obra. Uno piensa que es sabio y dice que es sabio y esas dos cosas demostrarían, en realidad, lo poco que sabe, a juicio de Petrarca. ¿Quién es sabio? El hombre que conoce sus faltas, sus fallas, sus innumerables lagunas. Hay mucho “maestro de la sabiduría” pero poco sabio, en resumen. Ser sabio es sinónimo de dedicar el esfuerzo de toda una vida a serlo y aun así que te genere muchas dudas el calificativo.

La sabiduría es saberse imperfecto de muchas maneras y no cejar en el empeño de intentar paliar tales imperfecciones de alguna manera. Que te llamen sabio es la mejor manera de hacerte creerte que lo eres sin serlo. Quien acumula títulos que demuestran su presunta sabiduría miente, pero quiere ser respetado. Ser instruido es diferente a ser sabio. No es extraño que haya tantos, si tan fácil es producirlos. En fin, también nos lo recuerda el sabio Petrarca, “nada llega más arriba que la humildad con denuedo”1.

En estos tiempos tan rabiosamente posmodernos que nos está tocando vivir y, a veces, sufrir, conviene reforzar la idea de que el entretenimiento no deja poso (por eso es entretenimiento) mientras que el conocimiento sí. Debemos escoger en consecuencia qué queremos hacer, en ese sentido, qué deseamos hacer con la libertad académica. En cuanto a esto, es baladí que los alumnos nos llamen profe, hecho que no debe molestarnos. Una cosa es tomar en serio el oficio y otra ser hosco con ellos. Lo que debería molestarnos es que nos lo llame la ministra (in)competente del ramo, no los que están inmersos en pleno proceso de aprendizaje, a quienes cierta manga ancha en pos de la confianza recíproca que pretende fomentarse no les hace mal alguno.

Leyendo ciertas contribuciones intelectuales uno asume que en la educación secundaria lo tienen un poco peor. Porque, dígase lo que se diga, pero en el ámbito universitario al trabajar con adultos en cualquier momento uno puede ver en entredicho su libertad de cátedra al observar cómo una mano inquieta le hace una observación aguda. Pero en la educación secundaria los programas están mucho más intervenidos y los docentes bastante más sujetos a regulaciones y reglamentos que, por lo demás, obedecen a la pulsión y modas de los pedagogos y de su lenguaje huero: aprender a aprender, flipped classroom y otras pamemas. Sensibilidad: cualidad de poder percibir estímulos mediante los sentidos. Eso es lo loable dentro de la tarea del profesor, según Royo, pues está en posición inmejorable para intentar provocar tal efecto2.

Si uno reflexiona sobre los orígenes y misión de la universidad debería asumir que, en la actualidad, poco se parecen a los que anidan dentro de los objetivos de la universidad actual. La universidad moderna surge en el siglo XIX de la mano de Humboldt, quien funda la Universidad de Berlín en 1810. El objetivo que tenía era doble. Por un lado, formar estudiantes comprometidos con los valores intelectuales, con el estudio, la reflexión, el debate y la discusión. Por otro lado, crear una cultura nacional compartida, o dicho con otras palabras, contribuir al bienestar de la nación. Esas serían dos razones vigentes para defender la universidad hoy día y, especialmente, la libertad académica, siguiendo a la profesora Andrews3.

No obstante, esta autora señala que la relación entre los dos objetivos no está exenta de tensiones. En primer término, dado que formar estudiantes en el quehacer académico requiere potenciar capacidades críticas, analíticas y habilidades para escribir. La academia es una comunidad disciplinaria que opera bajo reglas, métodos y estándares comunes que juzgan la calidad, pertinencia y aportaciones de un argumento, proyecto o texto con referencia a este marco disciplinario. Su fin último es preguntarse por “la cosa”, indagar sobre “la cosa” y publicar los resultados de tales tareas en aras de que el conocimiento avance. En segundo término, la universidad en cuanto universidad pública se financia por el Estado, el cual espera que la investigación y la docencia universitarias contribuyan al bien común. Los productos académicos, desde esta perspectiva, deben aportar algo tangible a la ciudadanía, a las instituciones del Estado y a la política pública. En consecuencia, el Estado incidirá en la docencia e investigación académicas con el fin de asegurarse de que el dinero invertido produzca los resultados que juzgue necesarios. Las universidades tornan, quizá inevitablemente, espacios políticos donde se pondrá en tela de juicio tanto la naturaleza de las contribuciones que los universitarios ofrecen a su sociedad como la misma definición de lo que se entienda como bien colectivo.

El historial de abusos a este respecto en diversas partes del globo en múltiples momentos históricos provocó que surgiera el concepto de autonomía universitaria, para lograr cierto equilibrio entre el Estado y la universidad, modelo que se popularizó en diversas universidades públicas latinoamericanas y europeas (sin ir más lejos, nuestro artículo 27.10 CE). Esta autonomía se concretaba en tres facetas: un gobierno universitario independiente del poder político, la participación de profesores y alumnos en dicho gobierno y el respeto a la libertad académica en el seno de la institución universitaria4.

Lo que se acaba de decir contrasta con la realidad académica norteamericana. Allí la comunidad de profesores se defiende de posibles injerencias externas apelando a la libertad académica, que integra, lógicamente, la libertad de cátedra (dar clases conforme a un programa establecido por el profesor) y la libertad de investigación (producir conocimiento científico nuevo atendiendo a las reglas de producción de conocimiento científico de la disciplina académica de turno). En 1915, la Asociación de Profesores Universitarios publicó una Declaración de Principios donde se abogaba por defender al máximo nivel estas libertades si se quería que la universidad cumpliera sus objetivos. Solo así la sociedad confiaría en su Academia. Y solo así los sucesivos Gobiernos respetarían a sus universidades.

¿Qué motivo puede haber detrás de reclamar por parte de los académicos libertad académica? Si las universidades se convierten en negociados gubernamentales, acaban por comportarse como tal, de forma partidista y sectaria, dando pábulo a la adhesión ideológica, las lealtades políticas y a la más dogmática conformidad. Lo que conduce, sin solución de continuidad, a la mediocridad de la institución universitaria y a la forzada obsolescencia y aminoramiento de su comunidad académica. Ello produce como consecuencia inevitable la ruptura de facto para con la legitimidad del profesor a la hora de dar sus clases y de escribir sus investigaciones. Si nos convierten en comisarios políticos, nos comportaremos como comisarios políticos y perderemos el único respeto que de veras debe importarnos: el de nuestros estudiantes. Una universidad política será una institución sesgada ideológicamente que no podrá ayudar al bien común porque será presa del bien que políticamente se decida por la mayoría política coyuntural que suele decidir estas cosas.

Las comunidades académicas son comunidades disciplinarias en el sentido de que operan de acuerdo con normas y metodologías aceptadas por sus integrantes. Es cierto que, a pesar de que todas las disciplinas han desarrollado sus propias prácticas, el denominador común de todas ellas suele ser el mantra del pensamiento crítico como motor de la investigación. Pensar críticamente significa cuestionar todo, sobre todo los argumentos de autoridad: sean religiosos o morales en boca del líder espiritual, sean políticos de un presidente del Gobierno o del portavoz de una mayoría parlamentaria, sea el consenso aceptado de expertos académicos en un tema. Dicho en otros términos, la demostración de evidencia que sugiera que el argumento propuesto ofrece una interpretación convincente goza de un plus de credibilidad que deberán enervar quienes opongan tesis en contrario.

Excluir deliberadamente pruebas que vayan contra nuestras tesis, ignorar las preguntas fundamentadas o apelar al mero argumento de autoridad son malas prácticas que limitan profundamente el conocimiento de cualquier materia y por ende perjudican el trabajo académico en toda su extensión. Se suele decir que no puede haber libertad si no se puede cuestionar todo y quizá sea cierto. Aunque no podemos dejar de anotar que el tópico presenta alguna inconsistencia pues los seres humanos no cuestionamos aquello que en realidad estructura cotidianamente nuestras vidas. No tendría sentido. Por eso el lenguaje de “cuestionarlo todo” encierra en no pocas ocasiones un burdo intento de colocar la idea política correspondiente disfrazada (muy mal disfrazada, de hecho) como argumento sólido o, peor aún, de evidencia científica incuestionable.

El auténtico reto siempre ha sido cómo establecer las condiciones para que la libertad académica y el pensamiento crítico se produzcan y, hecho eso, consigan romper los muros universitarios y llegar a quienes son sus auténticos protagonistas (y financiadores directos): las personas, los individuos. De personas a personas, pasando por personas. De profesores a ciudadanos, pasando por los alumnos.

Dicho en los términos del profesor Rivero Ortega:

“La Universidad es fuente de disidencia y progreso, así que no debería anteponer la búsqueda del cambio social (la Justicia) a la verdad de los hechos. Debemos ser partidarios de la verdad, por encima de nuestros propios ideales, porque a menudo las posiciones minoritarias y políticamente incorrectas han propiciado avances relevantes, que no son posibles si se impone un pensamiento único, una verdad oficial o líneas rojas sobre las ideas que no se pueden defender, con el único límite del respeto de la persona y los derechos humanos (…) Todas las aportaciones a la búsqueda de la verdad requieren el mantenimiento de elementos clásicos de nuestro concepto universitario: la autonomía, la libertad de cátedra y una pedagogía crítica, no aquiescente sin más ante el saber establecido”5.

Qué lejos quedan estas palabras de uno de los diagnósticos más célebres de los años ochenta del pasado siglo: el que realizó Pierre Bourdieu de ese sujeto que llamó “Homo academicus”. Para el sociólogo francés, el profesor de universidad no podía evitar situarse, o ser situado, dentro del espacio de las posiciones posibles. De ahí que dictamine, truenos mediante, que “se acabaron la ingenuidad y la inocencia políticas”. Se nos pide que elijamos bando constantemente, para declararnos o traicionarnos, dentro del marco político. Lo que se suele denominar “politización” significa que un principio se impone sobre todos los demás, acercando a personas muy alejadas y alejando a personas muy cercanas. Como tenemos cierta tendencia de operar mediante clasificaciones, tal extremo lleva a cada profesor a pensarse como persona colectiva y a hablar con autoridad grupal, mientras que instaura a la par en el grupo opuesto, y en quienes individualmente lo integran, la responsabilidad por cualesquiera hechos negativos.

La situación que se genera es peculiar. En tanto que hombres públicos, nos vemos abocados a la opinión pública y publicada, pregonada. Así se nos conmina a alinear nuestras opiniones y prácticas en el marco de dicha opinión sin reparar lo suficiente en el hecho de que ahogamos en el secreto nuestras opiniones y convicciones más íntimas, por lo demás plenamente capaces de contradecir las tomas de posición oficiales que acabamos de realizar (con un lenguaje fuertemente censurado y repleto de eufemismos)6.

La libertad académica debería vehicular el fomento de la lectura entre nuestros alumnos. Si pretendemos convencerlos de sus bondades nos corresponde estimular que conozcan sus ventajas. Para ello podríamos empezar por preguntarnos qué buscábamos nosotros a su edad en los libros. Las edades de los alumnos universitarios pueden comprender rangos variados. Los de grado estarán entre los 18 y los 22. Los de máster suelen matricularse a partir de los 24 y de ahí en adelante. Los de posgrado y doctorado también integran este último intervalo. Buscábamos que las voces resonaran una vez cerrado el libro. Un suplemento de vida. Personajes con carácter. Conocer los mecanismos de funcionamiento del mundo. Saber qué sentíamos. Poner en palabras emociones que hasta ese momento solo conseguíamos detectar de manera indefinida, primaria. Buscábamos que el texto se fundiera con el contexto de nuestras propias vidas. Parafraseando a Gregorio Luri: todos tenemos algún texto que nos está esperando7.

Tenemos claro que la libertad académica consiste en poder dar clases libremente y poder investigar igual de libremente. Para eso tenemos a mano diversas herramientas. Unas que podemos llamar endógenas y que tienen que ver con las destrezas que desarrollamos al ir explicando nuestras asignaturas con el paso del tiempo. La experiencia, dicho en otros términos, que aquilatamos conforme vamos observando el devenir del tiempo y la cosecha que nos produce la siembra imperecedera derivada del ensayo-error. Otras que podemos denominar exógenas y son recursos que otros colegas nos ofrecen a la hora de encarar nuestros quehaceres: desde la existencia de un maestro cercano y paciente hasta multitud de libros escritos con vocación de ayuda8.

Otra cuestión nada baladí es la burocracia extenuante que preside los quehaceres universitarios de esta época que nos ha tocado en suerte, conducentes al aminoramiento de la libertad académica dados los niveles de paroxismo alcanzado. Tal y como nos recuerda el profesor Ollero, todo son aplicaciones, formularios, pliegos, plazos, más aplicaciones, programas, rellenar solicitudes y un sinfín de exigencias adicionales9. Lógicamente, si el profesor cada vez tiene menos tiempo para poder estudiar, reflexionar y escribir, tanto menos podrá dar clases adecuadas o publicar trabajos relevantes. Los grandes pensadores solían reservarse la posibilidad de manejar su tiempo sin trabas burocráticas. El “trabajar en equipo” de buena parte de científicos de bata blanca (y sin bata) obedece a esa filosofía académica: lo importante merece tiempo, esfuerzo y dedicación.

Somos testigos del cumplimiento de la profecía de John Dunn, pero al revés. Los seres humanos que respondemos al nombre de académicos somos islas en nosotros mismos donde ser una navaja suiza en estado de frenesí perpetuo cuenta más que cualquier otra cosa. Esto conecta estrechamente con lo que David Graeber ha llamado trabajos de mierda o “mierdificación” de los trabajos reales10. Creo que el oficio de profesor de universidad es de los segundos: un trabajo loable y noble que está siendo invadido por cuerpos extraños que no solo no lo apuntalan ni mejoran, sino que lo degradan sistemáticamente. Siguiendo al propio Graeber y el estudio del que se hace eco sobre las universidad privadas norteamericanas, en el periodo comprendido entre 1985 y 2005 el número de profesores por alumno se mantuvo constante (incluso disminuyó un tanto) pero el número de gestores y de personal administrativo se disparó hasta niveles jamás observados. ¿Se debió al aumento exponencial de las tareas docentes e investigadoras? Por supuesto que no. Los avances que se han producido en el ámbito universitario (utilizar Moodle, hacer un blog, emplear Power-Point) son peccata minuta. Los profesores hacen en general lo que han venido haciendo siempre: impartir docencia, atender tutorías y corregir trabajos y exámenes.

La idiosincrasia público-privado se deja sentir con especial intensidad, a juicio de Graeber. Según el antropólogo, las universidades públicas responden ante la ciudadanía y por ello la presión “política” es constante para reducir costes y no realizar gastos superfluos o directamente ineficientes. Por el contrario, la universidad privada no responde ante los ciudadanos sino ante su consejo de administración, es decir, ante personas muy acostumbradas a moverse en entornos donde ese tipo de comportamientos son absolutamente normales e inobjetables.

Esto se interpreta como una usurpación de poder. Las universidades provenientes de la Edad Media permanecieron inmutables en lo esencial hasta bien entrados los años sesenta y setenta del siglo pasado. Se gestionaban bajo el principio de que los implicados en ella eran los únicos que podían organizar sus propios asuntos, por ser los que gozaban, preeminentemente, de la cualificación necesaria. Eran gremios gestionados por y para los académicos, primando la producción de erudición y formando nuevas generaciones de eruditos. El pacto de caballeros continuó durante el siglo XIX, donde se aceptó formar a los futuros burócratas a cambio de que estos burócratas dejasen en paz a las Universidades en todo lo demás. Así sucedió hasta la década de los ochenta del siglo XX, donde a juicio de Graeber se produjo un golpe de Estado por parte de los gestores, quienes arrebataron su gobierno a los profesores y reorientaron la universidad hacia objetivos totalmente distintos. El “gerencialismo” como nueva forma de feudalismo. Quienes padecemos los peores dislates del sistema universitario creado en torno al Plan Bolonia, allá por los años 2007-2008, bien sabemos de lo que nos hablan.

Hoy en día, los equipos decanales crecen sin medida. Los equipos de los equipos decanales, también. Las titulaciones han aumentado y, en consecuencia, los que las dirigen o coordinan se han expandido a un ritmo endiablado11. Una titulación de posgrado que gestiona casi doscientos alumnos al año tiene a su cargo a una vicedecana, a un director, a una coordinadora, a un coordinador adjunto, a un administrativo a tiempo completo con dos becarios en nómina y a un coordinador/a por cada una de las asignaturas que la integran (más de diez). Según opinión extendida, esto solo sirve para hacer más difícil que podamos enseñar, investigar y llevar a cabo las funciones más básicas de nuestros trabajos. Los editores de imprentas académicas no leen lo que publican porque se pasan la vida promocionando sus productos ante otros editores y así sucesivamente. Los rituales “marca-casillas” también se enseñorean desde hace en el mundo académico, no solo en lo que se refiere a la completa falta de sentido de los mismos sino a que obligan a dedicar cada vez más tiempo a que el profesor promocione, evalúe, controle y defienda lo que hace antes que al hecho de hacerlo. Graeber cree, en fin, que lo único que hemos conseguido es traer las peores prácticas y desmanes del mundo empresarial-financiero y hacer que rijan en ámbitos tradicionalmente refractarios a tales prácticas, dentro de los cuales se incluye el académico.

El extraordinario despilfarro de energía y recursos que se produce cuando, por poner algunos ejemplos, se constata que el 90 % de las solicitudes para un proyecto de investigación o para una estancia de investigación ni siquiera se tendrán en cuenta por quienes conceden el 10 % de esas ayudas. Un estudio reciente afirma que las universidades europeas gastan 1.400 millones de euros al año en solicitudes fallidas de subvención. Pareciera que estamos más ante un sistema de extracción de rentas antes que cultivando el auténtico estudio reflexivo. Teniendo en cuenta que la mayor parte de lo que hacemos en el mundillo académico carece de valor apreciable (significado, utilidad, beneficios) para la humanidad, según Graeber…12.

Otro fenómeno apreciable en la comunidad académica es el de la envidia moral. Esta vendría a ser el resentimiento hacia otra persona por comportarse de forma que consideramos más elevada (moralmente hablando). Dicho en otros términos, quien demuestra que defiende los valores morales compartidos de manera ejemplar se ve como una amenaza. Los profesores nos convertimos en profesores para tener un impacto positivo en los demás. Pero en no pocas ocasiones existe una visión en torno a ellos que los pinta como hipócritas. Que llaman la atención de forma ostentosa por su sacrificio y abnegación, como si solo esperasen a los veinte años la llamada del alumno de turno dándoles las gracias por todo lo que hizo por él. Es verdad que en determinados lugares del globo pertenecer a la élite universitaria se juzga negativo en la medida en que los miembros de tu grupo no pueden acceder a ella.

3 La libertad académica como aventura intelectual

Albert Einstein nos legó una definición de libertad académica muy acertada: el derecho a buscar la verdad y a publicar y a enseñar lo que uno considera la verdad. Este derecho implica un deber, no obstante, a juicio del sabio: no ocultar nada de lo que uno ha reconocido como cierto. La principal amenaza que observaba en su tiempo a la libertad de cátedra residía en el hecho de que, justificado en la seguridad del país en el contexto bélico imperante, se obstruía la libertad de enseñanza y de intercambiar opiniones con otros colegas y la libertad de prensa y otros medios. Si consigues hacer que las personas teman de veras el hecho de expresar su opinión, incluso en su vida privada, incluso a efectos económicos, entonces la democracia no sobrevivirá a largo plazo13.

Esto nos lleva a la pregunta acerca del origen de la libertad académica. Si no queremos remontarnos muy atrás en el tiempo, la misma daba sus primeros pasos cuando la Universidad de Leiden comenzó a proteger a sus académicos de las presiones eclesiásticas y estatales, allá por el siglo XVI. Posteriormente, la concepción humboldtiana de este derecho se contempló en la Constitución de Prusia del año 1850, donde se reconoce la libertad de enseñar y de aprender a docentes y discentes, respectivamente14.

Siguiendo a Ana Marta González, la universidad debe aspirar a formar personas cultas, que cultiven el deseo de conocer y que, de esa manera, hagan avanzar el conocimiento. Pero el cultivo científico, que sería lo anterior, no es suficiente. Se subordina a algo más alto que llamamos sabiduría. Este término se encuentra en desuso, de hecho se suele preferir hablar de “expertos”. La autora nos recuerda que ya Aristóteles creía que los expertos conformaban los escalones más bajos del conocimiento porque conocían los hechos, pero desconocían por completo las causas que los generaban15.

Tampoco cabe eludir que la sabiduría es mucho más que los resultados investigadores a los que vamos llegando fruto del cultivo científico que a cada uno le haya tocado en suerte. Otra cosa sería empequeñecer nuestra vida intelectual, pues corrompe el alma y desencanta a partes iguales. La cultura de la producción científica a la que nos vemos encadenados en la actualidad nos conduce a querer resultados, solo resultados y nada más que resultados. Y los queremos ya. Pero, como la filósofa reitera: “las plantas no crecen más rápido por medirlas todos los días”.

La profesora González reivindica la figura del maestro en toda su extensión. Es esa persona sabia que capta reflexivamente el sentido de su propia actividad, no tanto el especialista minucioso que no sabe ni por dónde le pega el aire (con perdón). Esa persona modesta que desvela, para sí y con tiempo y paciencia para los demás, el componente ético intrínseco al ejercicio del conocimiento. La conmoción intelectual subsiguiente es la savia del diálogo propiamente universitario entre colegas, entre profesores y alumnos. Es la sabiduría así entendida la que podría dejar una huella imborrable en quien pasa por la universidad y ofrecerle elementos de discernimiento adicionales que de otra manera difícilmente habría conocido. Lo que hace fuerte a la universidad es apostar con decisión por cultivar la razón y abrirse sin miedo a la verdad. Nunca podrá repetirse lo suficiente: la presencia de mujeres y hombres sabios transforma desde dentro la sociedad.

No nos equivocamos si decimos que la vida intelectual es para quien la quiera. La universidad no siempre es el mejor ecosistema para nutrirla (aunque debería). La vida intelectual la desarrollan tanto individuos particulares como académicos. Cualquier persona es susceptible de ser picada por el bichito de la curiosidad. De explicarse la vida y su vida conforme a lo que va aprendiendo. Filtrando el saber. Satisfaciendo el innato deseo de saber. Peter Burke nos ha explicado que no sólo hay erizos intelectuales sino zorros intelectuales, a los que denomina con la bella palabra “polímatas”: quienes se sienten atraídos por diversos conocimientos completamente diferentes entre sí. Una tesis que, salvando las distancias, es también defendida, a su peculiar pero nutritiva manera, por Philip Tetlock cuando estudia hasta qué punto podemos fiarnos de los expertos y de lo que denomina su juicio político16.

Quizá sea este modelo el que acabará por imponerse en estos tiempos de aceleración y vértigo. A lo peor es el único que el modelo actual de universidad nos permite. Profundizar en algo se está convirtiendo en algo parecido a buscar (¡y encontrar!) el mirlo blanco.

4 La libertad académica y el futuro del profesor

Según los Susskind, el trabajo de profesor es uno de los que se verá más afectado por la tecnología, si es que no se ha visto ya seriamente cuarteado17. La tesis de partida es que la profesión de profesor no ha cambiado apenas con el paso de los siglos. Un grupo reducido de alumnos se reúne en un espacio físico en torno a un profesor que, en base a un programa rígido, imparte clases con parecida intensidad todos los días. Lo que se ofrece debe servir a todos y, si no es así, cada uno deberá aprender lo que le falta por su cuenta o, directamente, no hacerlo. Quienes ya saben lo que se va a explicar (¿?) y quieren avanzar deben esperar.

El modelo tradicional da grandes resultados si se dispone de buenos recursos, profesores geniales y alumnos brillantes, según los autores. Huelga decir que si ese es el listón, no queda en pie ni una de las profesiones alumbradas por el ser humano. Ellos dicen que “en general, en muchos países desarrollados no se ofrece una educación de buena calidad y asequible. Desde su postura tecnófila no dudan en asegurar que los sistemas occidentales están quedando rezagados en relación con otros países, como por ejemplo China18. Alguien decía por ahí que mientras nosotros discutimos si un niño de doce años puede hacerse mujer, los chinos enseñan a su gente matemáticas, física, ciencias sociales e informática. Quizá en esto tengan razón los Susskind, pero el relato suena demasiado a brochazo gordo, apenas soportado con datos y sí con mucho voluntarismo apodíctico. Todo pasa, para ellos, por aplicar la tecnología a la educación, en modelos “híbridos” o “combinados”.

Las nuevas tecnologías educativas cuestionan el principio “lo mismo sirve para todos”, diseñando lo que se va a enseñar a cada alumno gracias a programas informáticos que manejan algoritmos a tal fin. Los autores dan cuenta de iniciativas privadas y públicas que se suelen reducir a multitud de bases de datos con toneladas de información y entornos de aprendizaje virtual (campus virtual y similares). Este tipo de herramientas también se aplican no solo a la docencia sino a la calificación de alumnos, con propuestas como que les califique una especie de inteligencia artificial o, mejor aún, que se califiquen entre ellos.

Reflexionando sobre las principales cuestiones atinentes a la educación superior, el profesor Nubiola entiende el asunto de forma diametralmente opuesta19. Parafraseando su filosofía, la calidad nunca es el resultado de la aplicación mecánica de unos procedimientos administrativos (para el ejemplo: informáticos), sino que tiene que ver con la creatividad inteligente desplegada con tenacidad y apertura de miras. La más alta calidad jamás es fruto del azar. El mero control procedimental no engendra calidad, sino burocracia prescindible.

¿Cómo mejorar la calidad educativa?, se pregunta Nubiola. Hacen falta al menos dos atributos: querer mejorarla de veras, participar activamente en tal extremo y aprender de los mejores. Y los mejores profesores suelen querer una única cosa: que sus alumnos aprendan de veras y en ese sentido cambiarán todo lo que haga falta cambiar con tal de que aprendan. Ya se sabe, siguiendo a Yeats: no es llenar el vaso, es encender un fuego. Nubiola también cree que la colaboración estrecha y amistosa entre profesores podría revertir en favor del aprendizaje de sus alumnos. La universidad debe ser abierta y plural. Tal y como dijo Bellah, lo decisivo es construir comunidad en base a los hábitos del corazón, capaces de superar el aislamiento individualista mediante el compromiso de unos con otros.

La actitud de los profesores, en su fe en sus alumnos; en su predisposición a tomarlos en serio; y en su compromiso en que aprendan respetándose a sí mismos y a los demás. La vida universitaria debe estar presidida por los dictados del amor y la razón, pues la ley de uno y de la otra son una y lo mismo, según dijo Peirce. Volcado esto a la enseñanza de las Ciencias Jurídicas, siguiendo a López Guerra, cabría diferenciar dos planos. Se puede formar juristas desde dos perspectivas: por una parte, dónde debe llevarse a cabo esta formación (perspectiva macro) y por otro, y más brevemente, las metodologías a emplear en cada contexto (perspectiva micro). En cuanto a lo primero, se señala el papel tanto de la universidad como de otras instituciones, así como la necesidad de una formación básica común de tipo contencioso-procesal. En cuanto a lo segundo, se apunta la necesidad de adaptar la metodología docente a la creciente diversidad de las especializaciones jurídicas y a la evolución de los medios de obtención de información en materias jurídicas20.

5 Tres enemigos de la libertad académica: pronombres, charlatanería populista y dominación ideológica

En este apartado vamos a hacer referencia, siquiera somera, a tres grandes peligros que afectan de una u otra manera a la libertad académica. En primer término, la obligatoriedad impuesta a algunos profesores (sobre todo anglosajones, pero no solo) de referirse al alumno con el pronombre elegido por este. En segundo lugar, el daño que está haciendo la charlatanería populista. Y, en tercer lugar, los riesgos de permitir que desde algunos campus públicos se esté dando rienda suelta a acciones varias que constituyen dominación ideológica y que a su través sirve para destruir el presupuesto liberal de toda enseñanza que se precie21.

5.1 Extremando el lenguaje inclusivo: los pronombres y la libertad

Es conocido que desde hace algún tiempo en ciertos campus estadounidenses, canadienses y británicos se estila que ciertos alumnos elijan el pronombre con el que “se debe” referirse a ellos por parte de profesores e instituciones académicas. En nuestro caso uno de nuestros principales expertos en el tema es el filósofo del derecho Pablo de Lora. En un trabajo reciente ha dedicado esfuerzos a estudiar los casos de Bertrand Russell y Paul Sweezy para ilustrar las cazas de brujas que sufrieron algunos profesores de universidad. Al hilo del primero pudo decir el juez McGeehan que la personalidad del profesor es más influyente para la opinión de los alumnos que muchos silogismos. Según este juez, la libertad académica es hacer el bien y no enseñar el mal. Respecto al segundo, el Tribunal Supremo federal dijo en 1957 que el carácter esencial de la libertad académica respecto de las Universidades estadounidenses es evidente. Quienes forman y guían a nuestra juventud desempeñan un papel esencial en democracia. Imponer camisas de fuerza a líderes intelectuales en la universidad pondría en peligro el futuro de nuestra nación. Esto es básico para permitir descubrir cosas nuevas, sobre todo en ciencias sociales, donde casi ningún principio es aceptado como absoluto. La investigación no puede florecer en una atmósfera de sospecha y desconfianza.

Pablo de Lora incide en que es hoy en día la izquierda la que goza de hegemonía en la mayoría de los campus y la que impone la caza de brujas bajo la bandera de la diversidad y la protección de las minorías. La cosa está llegando a extremos tan preocupantes como que una revista científica haya rechazado un artículo porque cuestiona la validez de la tesis del “racismo sistémico” o que otra revista hiciera lo propio porque se citase a Carl Schmitt, un jurista “nazi”22. La propagación de una cultura y educación paternalista también es otro factor a tener en cuenta, porque se basa en el tótem de prohibir mencionar términos que en el pasado fueron lacerantes y denigratorios y que ahora traen a la actualidad en un ejercicio paradójico (no dejan de empeñar términos que dicen que hay que eliminar del lenguaje). Esto les convierte en una forma de imposición, en ejercicio de poder frente al disidente. Desean hacer bueno un “compelled speech”, obligando a hablar a las personas como tales tesis dictan.

En algunos casos recientes, como el del profesor Meriwether, estas tensiones son palpables. Un tribunal de apelación llegó a decir que la libertad de expresión protege tanto el decir como el no decir, por lo que la sanción impuesta al profesor por no utilizar el pronombre que deseaba la alumna era inconstitucional. La idea de fondo se basa en la jurisprudencia emanada del Tribunal Supremo, quien dijo que nadie puede ser un instrumento para promover la adhesión pública a una creencia ideológica que considera inaceptable. Así lo dijo en el caso Wooley c. Maryland, 430 US 705, 715, de 1977.

Pablo de Lora recuerda que al nombrar a otros seres humanos estamos reconociendo que tienen una biografía, no solo mera biología. Por eso un “eh, tú” siempre nos resultará ofensivo. Disipa nuestra identidad humana en la masa informe. En el ámbito académico defiende que el docente tiene un deber de nombrar a los estudiantes de acuerdo a su nombre oficial. Que nos llamen por nuestro nombre las administraciones resulta de obligado cumplimiento para estas. Así sucede en España, por ejemplo, en el ámbito civil, en el penal o en el penitenciario. Exigencias de la seguridad jurídica. En el trato cotidiano podemos emplear los nombres que los demás elijan para sí pero su omisión no parece que pueda dar lugar a una obligación jurídica que lo imponga o, en su caso, a una sanción. Elegir un pronombre no convencional como “His majesty” (hecho verídico que sucedió en la Universidad de Michigan Grant Strobl) frustra la función pronominal misma: tenemos pronombres vinculados al género precisamente para no tener que recordar el nombre propio.

De Lora se pregunta, como otros autores, qué ha pasado para llegar a esta situación. Randall Kennedy, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard (negro, para más señas), entiende que detrás de este tipo de reivindicaciones no hay sino una demostración de poder académico. No tiene tanto que ver con ofender los sentimientos de nadie sino de entablar enconada querella donde lo que se discute de verdad son aspectos de estatus y de poder. Lo que de verdad les pone a rabiar es que el profesor no les hace caso en sus exigencias, no atiende a sus demandas: esto es, no obedece. Los profesores rebeldes como los aludidos por Kennedy o como el propio Meriwether “son absolutamente vitales para la salud de una universidad que pretenda llevar a término su misión: el fomento de una actitud crítica, de cuestionamiento, de búsqueda de la verdad… refractaria al dogmatismo de cualquier signo”23.

5.2 La charlatanería posmoderna y populista: el caso del feminismo posveritativo

El profesor García Figueroa dedica reflexiones profundas al caso del fenómeno charlatán, muy querido por la teoría posmoderna, aplicado al feminismo de la posverdad. Empieza por defender que el feminismo de Estado, ese que se sirve de los poderes públicos para serlo, ha hecho de la posverdad parte central de su acción política, de ahí que pueda hablarse de “feminismo posveritativo”, uno que acepta la charlatanería posmoderna, primero, y una posverdad populista, después. Lo explica el filósofo del derecho con el ejemplo del caso Juana Rivas, que vendría a demostrar la absoluta insensibilidad del poder político feminista frente a los hechos, ejemplificados en la ministra de Igualdad y en su secretaria de Estado, quienes hablan de una juridictadura que debe ser derrocada a toda costa evitando la judicialización de la política, ardid con el que se busca orillar a conciencia el principio de legalidad y el Estado de Derecho.

Para ello, se apoyan en valores harto discutibles. Una pseudoantropología según la cual los males del mundo se deben a los hombres. Una pseudosociología, que identifica en un enigmático “heteropatriarcado” la causa estructural de tales males. Una victidogmática, que resitúa a las víctimas (siempre mujeres) en el centro de la política criminal frente a los victimarios (siempre hombres) donde las primeras sufren todo tipo de crímenes cometidos por los segundos sin solución de continuidad. En el caso Juana Rivas se les han visto los costurones: la aplicación del derecho se convierte, para el populismo en el poder, en algo demasiado severo con quien es una “víctima del sistema”, más allá de que esa presunta víctima podría haber actuado tan mal con sus hijos que uno de ellos sufrió abusos sexuales. Un feminismo punitivo dirigido contra los hombres (populismo punitivo en general) donde se castiga indistintamente delitos y una nueva forma de pecados. Alfonso García Figueroa lo tiene claro: el expansionismo penal acabará por perjudicar a la causa feminista a medio plazo porque la deslegitima.

Recordando una máxima sumeria (la cerveza está bien, lo que está mal es el camino), nuestro autor se centra en las disonancias cognitivas, esto es, cuando un individuo experimenta una tensión entre sus propias creencias. La posverdad sería el remedio torpe con el que busca paliarlas. El primer ingrediente es cierta irracionalidad, rasgo distintivo de la posverdad. El segundo es un estado mental que justifique esa postergación de la verdad para la transformación social. Que el mundo se ajuste a sus mentes y la cosa se oculte, eclipsando la verdad.

Como se dice a veces, algo es sentido y solo ciertas personas pueden acceder a tales verdades, por lo demás inasequibles al resto de los mortales. Es ilustrativo que donde antes se exigían buenas razones ahora se hable mucho de empatía. Con la posverdad se pretende ocultar la verdad con fines ideológicos. La charlatanería es una ausencia de interés por la verdad. Así las cosas, la posverdad es una estrategia que no carece de racionalidad para ellas: sustituye la racionalidad científica por la racionalidad política puramente instrumental que tiene por objetivo abrir “una fase dentro de un proyecto transformador de la sociedad con fines tendencialmente totalitarios en la medida en que recurre a instrumentos intrínsecamente perversos como el propio desprecio por la verdad”. No se puede explicar mejor en menos espacio.

Sucede que en la universidad española –aunque no solo– los profesores somos seres “empalabrados”, esto es, somos especialmente conscientes del poder del lenguaje y estamos dotados de cierta soltura a la hora de emplearlo con fines persuasivos. Dentro de su esfera de poder, sea pequeña, grande o enorme, muchos profesores explotan tales dotes, desarrollando un lenguaje vacío con el fin de medrar en el sistema. La charlatanería florece en el ámbito universitario pero no ciegamente sino en función de la ambición personal. Aplicando la ley de la camándula verborrágica de Andreski, nuestro iusfilósofo llega a la convicción de que en España agencias como la ANECA promueven la cháchara de manera exponencial, lo que hace que los profesores más jóvenes deban batirse en estrategias de publicación que se han convertido “en un juego autorreferencial sin relación con el conocimiento”.

A esa ambición se le une a menudo que los expertos de verdad toleran en alguna medida o adolecen de falta de belicosidad respecto de estos planteamientos. Se les deja hacer, dicho en corto. También se da el ingrediente del narcisismo corporativo, que ha llevado a muchos profesores de universidad a pensar que por encima de todo ellos pueden y deben ser el motor de las transformaciones que reclama la sociedad. Es el discurso redentor de la universidad. Tras décadas de confusión y caos generado por el derrumbe del Muro de Berlín, cierta izquierda ha reparado de nuevo en que la universidad podría ser un reservorio de seres empalabrados capaces de impulsar nuevas hegemonías, gracias al dominio de redes sociales y medios de comunicación. Heine dijo que había que tener cuidado con lo que propone la Academia porque puede hacerse realidad.

Para García Figueroa coadyuvan dos fenómenos: el auge de la posverdad y el paradigma del reconocimiento. Primero cultivan la primera para luego volcar sus réditos en el segundo. Primero, charlatanería. Después, invasión charlatana del reconocimiento.

Respecto al primero, estudia la charlatanería de la posmodernidad. El filósofo y jurista entiende que el paradigma posmoderno es disolvente de la idea de verdad y ninguna teoría, por contrastada o sólida que sea, está a salvo de su pulsión destructiva. Como, según estas tesis, con el lenguaje se pueden hacer cosas, no solo nombrarlas, mediante el lenguaje se crean obligaciones, se ingresa en la comunidad de fieles o nos comprometemos con una institución. Los problemas se resuelven pero los pseudoproblemas se disuelven. Con el lenguaje, decía Austin, podemos transformar el mundo, lo cual es de primero de marxismo. La concepción mágica del lenguaje se lleva a todos los estamentos y estadios. De ahí que cierto feminismo no pueda dejar de exigir que los mensajes que estime oportunos sean prohibidos por ser discurso del odio a la vez que exigen el empleo del lenguaje inclusivo. También apuestan por el lenguaje políticamente correcto, “como si la mera mención de una palabra concitara mágicamente ciertos espíritus malignos que requirieran del oportuno exorcismo por parte de nuevos sacerdotes y sacerdotisas que asumen el cuidado de nuestra salud espiritual a cambio de cobrarse nuestra autonomía”. De ahí el entusiasmo punitivo, cuyas consecuencias de todo orden pueden ser gravísimas.

Estas posturas juegan con una “apabullante ventaja” en el mercado de las ideas, pues hacen que quienes crean en lo racional y lo veraz sean quienes prueben tales extremos, no al revés. Quien defienda la posverdad nunca practica la autocrítica, pero siempre está presto a apoyarse en la que haga el rival de sí mismo. Se da el conocido “efecto brujo”: vulnerar todas las leyes de la lógica posibles para elevar a dogma lo que es absurdo, basándose en la fascinación que ejerce sobre los humanos lo que nos resulta inconcebible. El ejemplo del lenguaje inclusivo vuelve a resultar evidente y lacerante a partes iguales: es una espiral en bucle de irracionalidades e incoherencias, nos explica con tino García Figueroa. Es harto complicado saber qué piden estas demandas, porque resultan hueras. Solo admiten el asentimiento, el “ajá”, el “claro” con el que decimos a quien nos habla que le estamos prestando atención (o simulando que lo hacemos).

Tal cuestión entronca con la doctrina populista de Laclau. Este autor dijo que una doctrina se debilita a sí misma desde el momento en que se hace demasiado explícita, pues pierde la necesaria flexibilidad para aunar los diferentes intereses en conflicto, expresados en diversas demandas democráticas que pretenden aunar el populismo postsocialista. Para nuestro pensador, este tipo de ardides se hacen a sí mismos muy solemnes en base a la astucia de la razón de Hegel para que se manifieste la Razón de la Historia. Esto es: defender una serie de reivindicaciones a menudo carentes del más mínimo sentido, o racionalidad, o banales, absurdas, cínicas o superficiales socapa de que bajo su aparente irracionalidad late una racionalidad oculta profunda. Huelga decir que solo “ellos” sabrían traducir cuáles son esas razones profundas. Siempre les conviene apostar por estrategias taimadas y algo absurdas, para preservar “el misterio inaccesible al pueblo por el bien del pueblo”.

Posteriormente tendríamos el paradigma del reconocimiento, basado en postulados de Gramsci y de Honneth. El marxismo clásico, con su materialismo, no era muy condescendiente con las veleidades posmodernas. Así que hubo que reformularlo para los tiempos postsocialistas que nos gobiernan. Por un lado, se produce una clara deflación en el elemento económico y materialista. La lucha social debe ser sobre todo cultural, no económica, esto es, asegurar el reconocimiento de los grupos sociales e históricamente preteridos. Estas demandas pretenden calar en sociedades que se caracterizan por que no presentan grandes diferencias económicas. Por otro lado, la anhelada igualdad solo puede lograrse mediante el reconocimiento de grupos y no solo con políticas de redistribución. El reconocimiento no quiere acabar con ningún grupo, sino reforzarlos en torno a su identidad. Hay que acabar con los pobres, claro, pero nunca jamás acabar con las mujeres, los negros o los inmigrantes, cuyo reconocimiento debe reforzarse.

Al reconocerse la diferencia, se dificulta la cohesión social entre los grupos reconocidos y sus demandas democráticas se vuelven sumamente controvertidas. Ahora se aporta la cadena de equivalencias como la forma de superar esas diferencias y crear un solo pueblo, para canalizar sus demandas dentro del sistema y conseguir la hegemonía. Ahora debemos armonizar las identidades que interseccionan en tensión: solo conceptos vacíos y acciones vacías pueden reunirlos para que, por ejemplo, caminen juntos en una manifestación. La posmodernidad es el instrumento para mantener vivo el antaño economicista antagonismo. Se desea abarcar y aglutinar la mayor cantidad de demandas democráticas bajo una sola demanda popular. Eso es populismo en estado puro.

Se da ahora un fenómeno de hiperclasismo, según Alfonso García Figueroa: entre todas esas nuevas clases una es la que lidera actualmente la estructura de la cadena de equivalencias: la clase de las mujeres. Ahora estas y la ideología de género se ponen en el centro de las diversas demandas democráticas como pivote sobre el que giran el resto de demandas del resto de clases. Como bien dice el iusfilósofo “la experiencia populista gestada por la charlatanería universitaria, luego devenida posverdad en el poder, no anuncia nada bueno para nadie: ni para los hombres ni para las mujeres”24.

5.3 La dominación ideológica en la universidad

Ricardo García Manrique sufrió en su día la furibundia de la turbamulta en su universidad, que lo tildaba de fascista en el claustro al que pertenecía porque se oponía, con razones más que plausibles, a que la universidad pública catalana donde profesa tomase postura pública a favor de las tesis independentistas. A juicio de García Manrique ese tipo de declaraciones vulneran el principio de neutralidad ideológica que debe presidir la institución académica en su conjunto. Romper eso es romper la libertad intelectual en el ámbito académico. El periplo que transitaron algunas de estas iniciativas acabaron con la toma de postura en contra del Defensor del Pueblo y la anulación judicial posterior.

Quienes defienden que las universidades puedan adoptar las declaraciones político-ideológicas alegan tres argumentos: autonomía universitaria, libertad de expresión y compromiso social. Sus detractores arguyen, por el contrario, el deber de neutralidad ideológica, el respeto a la libertad ideológica y de expresión (vulneración de la dimensión negativa de la primera: nadie puede estar obligado a declarar sobre las propias creencias y la universidad, al posicionarse institucionalmente, habla en nombre de todos sus integrantes); y el derecho a la educación, en concreto la salvaguarda del ideario educativo de la Constitución, fijado en el art. 27.2 CE. Finalmente, exponen que las funciones sociales y la autonomía universitaria tienen que ver con la naturaleza científica, educativa y cultural que se debería cultivar intramuros de la Academia. En otras palabras: la autonomía es instrumental, se concede para cumplir con las funciones, según establece el art. 2 LOU.

García Manrique entiende que por declaración política podríamos entender una toma de postura partidista, esto es, y en palabras del Tribunal Supremo, “toda posición parcial alineada con las pretensiones de un grupo de ciudadanos con inevitable exclusión del resto” (STS 933/2016, FJ 2). Aclarado esto, pasamos a desgranar la fortaleza y/o debilidad de los argumentos a favor de la legalidad de estas declaraciones.

Respecto a la autonomía universitaria, esta se reconoce en el art. 27.10 CE y en la jurisprudencia constitucional, que afirmó que estábamos ante un derecho fundamental (STC 26/1987). Pero esta autonomía se vincula a las funciones de la Universidad, y estas se determinan por las leyes y no tanto por la universidad. Así, podemos leer en el art. 1 LOU que las funciones atribuidas a estas instituciones no pasan por articular voluntad política alguna, como tampoco los fines enumerados en el art. 2.1 LOU. Como dice el autor: “la autonomía universitaria es la garantía de la libertad académica, integrada por (o que se manifiesta en) las libertades de cátedra, de investigación y de estudio. Así se dijo en las SSTC 47/2005, FJ6 y 106/1990, FJ 7).

En cuanto al compromiso social (vocación de servir a la sociedad de la que forma parte), la Universidad solo puede perseguir el cumplimiento adecuado de sus funciones. Eso no significa que los temas de interés general no puedan debatirse por profesores y alumnos pero sí implica que se abstenga de evacuar, en cuanto universidad, declaraciones partidistas o escoradas ideológicamente.

En cuanto a los derechos fundamentales, el filósofo cree que la libre expresión es un derecho de titularidad individual, no de las instituciones ni de sus órganos. Por ello la universidad como tal no ejerce derechos fundamentales sino potestades administrativas normativamente establecidas.

El autor repasa con especial énfasis la neutralidad ideológica de las instituciones públicas. El principal debate es el de si las instituciones públicas deben basarse en una concepción concreta de lo que es bueno o deben ser neutrales respecto a tal extremo. Es el debate comunitaristas vs. liberales. El autor, no obstante, discurre por la neutralidad más como funcionamiento que como fundamento. En ese sentido, la jurisprudencia deduce tres deberes diferentes de neutralidad en el marco de las instituciones públicas.

Por un lado, la ideológica. En la STC 5/1981, FJ9, se dijo que muy especialmente los centros docentes deben ser ideológicamente neutrales. Añade el TC que tal cosa impone a los docentes que en ellos desempeñan sus quehaceres “una obligación de renuncia” a cualquier forma de adoctrinamiento ideológico. Para García Manrique, el Estado no tiene religión pero sí ideología: la que inspira y refleja el texto constitucional: la democracia, el carácter social del Estado, el imperio de la Ley y los derechos fundamentales.

Por otro lado, la objetividad. La Administración pública debe serlo, ex art. 103 CE, tal y como interpretó la STC 77/1985 FJ 29. La Universidad es una administración pública y en ese sentido tiene el deber de “no hacer”, no inclinarse a favor o en contra de una de las partes implicadas.

Finalmente, atiende a la lealtad. Esto es, el deber de la administración universitaria de mantenerse neutral supone que también lo debe ser respecto del Gobierno, es decir, no oponerse a la orientación política de este.

De su parecer nos resulta estimulante la interpretación que realiza el autor del art. 9.2 CE. Dirá que la Constitución no es neutral respecto al statu quo, pues lo considera potencialmente negativo en la medida en que intenta responder a él garantizando la libertad y la igualdad reales y efectivas. Por eso dice que en dicha tesitura el Estado no es neutral ni puede serlo. Esa ideología del Estado debería ser asumida y promovida por las instituciones públicas. En concreto, las instituciones educativas deben promover lo que Tomás y Valiente llamó “ideario educativo constitucional”, reconocido en el art. 27.2 CE (y que el malogrado jurista introdujo en su voto particular a la STC 5/1981). Recordemos que tal precepto constitucional dice que la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana, el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.

Ricardo García Manrique entiende que la neutralidad ideológica resulta beneficiosa para el ejercicio de tres derechos fundamentales. Por un lado, la libertad ideológica, porque la Universidad militante deja desnudos y yermos a sus integrantes, pues revela creencias que o son suyas (y no puede: nadie será obligado a declarar sus creencias) o no lo son (y entonces falsea el debate). El Claustro representa a todos y en esa medida habla por una única voz. Cuando ese Claustro abandona una posición neutral, se produce una situación ilegítima de dominación ideológica.

El sujeto que realiza tales declaraciones está dotado de autoridad, entendida como poder y prestigio. Las declaraciones son producto de la voluntad y no tanto de la razón, porque culminan siempre en la expresión de aquella. La intención de la Universidad militante es participar en el debate político. Al oficializar el relato se pretende convertir en único, cercenando todo pluralismo que se precie. No contribuye a enriquecer y facilitar el libre intercambio de ideas sino a empobrecerlo y a dificultarlo.

El procedimiento por el cual se adoptan las declaraciones institucionales culmina siempre en una decisión, lo que significa que expresa la voluntad de ciertos sujetos: declara ideología cuando no se puede ex art. 16 CE y atribuye una ideología a toda la comunidad universitaria cuando tampoco procede según el dictum constitucional. Destruye el pluralismo, pues no reconoce ideas diferentes a las suyas. No contribuye a enriquecer y a facilitar el debate, sino a empobrecerlo y dificultarlo. Lo que se pretende es “decidir” por la universidad, no “debatir” en su seno. Refuerza el discurso dominante, lo reviste de autoridad intelectual y hace mucho más difícil la discrepancia para aquellos que disientan. Por eso el autor cree que no es exagerado afirmar que las declaraciones institucionales de las universidades con contenido político partidista son una forma de dominación ideológica, especialmente en el seno de la comunidad académica.

Respecto a la libertad de expresión ocurre otro tanto. Se ve afectada cuando otro habla en nuestro nombre, pues la libertad de expresión comprende el derecho a guardar silencio o a hablar cuando se considere oportuno. Las declaraciones universitarias partidistas vulneran el art. 20 CE. El sentido de la libre expresión es descubrir o construir de forma común la verdad, especialmente eso que podemos llamar “verdad política”. Las declaraciones ajenas a la reflexión académica desnudas de razones y preñadas de exabruptos sectarios solo degradan nuestra institución, tiñéndola de irracionalismo, gregarismo y falsa autoridad. Los que no concuerden con ese discurso solo encontrarán dificultades añadidas a la hora de hacer oír su discrepante criterio. Es la gente la que debe elegir entre puntos de vista que compiten entre sí y su elección no debe ser manipulada por ningún poder, tampoco por la universidad, sesgando el debate. Ese es el criterio de Owen Fiss, del que García Manrique se hace eco. Esto es: al comportarse como lo hicieron, las universidades públicas catalanas que emitieron declaraciones políticas partidistas se convierten antes en opresoras que en garantes de la libre expresión.

Finalmente, el derecho a la educación también resultaría dañado. El autor parte del ideario educativo constitucional, reflejado en el artículo 27.2 CE. Ahí se establece negro sobre blanco que la educación tendrá por objeto, primero, el pleno desarrollo de la personalidad humana; segundo, el respeto a los principios democráticos de convivencia; y, en tercer lugar, el respeto a los derechos y libertades fundamentales. Cuando la educación, sea del estamento que sea, inculca desprecio, se lesiona el derecho a la educación. Dentro del ideario educativo constitucional se eleva la neutralidad ideológica como principio democrático de convivencia elemental. El universitario es un ámbito apropiado para discutir la validez de principios y normas. La libertad de cátedra y la autonomía universitaria garantizan que la discusión tenga lugar, no lo contrario. Emplear ambas para hacer política partidista, nos dice el filósofo del derecho, no es permitir el debate libre sino inhibirlo.

Para mayor escarnio, a día de hoy existen cinco universidades catalanas condenadas por violar la neutralidad institucional o los derechos fundamentales de sus alumnos. Todos los casos siguen el mismo patrón: la neutralidad brilla por su ausencia en la defensa de una ideología muy marcada que destruye los presupuestos básicos de la Constitución. La Universidad debería quedar como garante del ambiente que favorece la libre discusión de ideas, pero esta última tarea deben hacerla los individuos (alumnos, profesores, etc.), no la institución como tal. Haciéndose eco del famoso Informe Kalven, publicado por la Universidad de Chicago en 1967 y rubricado por el Rector Zimmer en 2020, nuestro autor finaliza abogando por que la universidad sea la casa de la crítica, pero no ella misma quien la haga. Que debe mantener independencia frente al poder político pero también frente a modas, pasiones y presiones políticas. Que tenga muy en cuenta que si entra a opinar como institución en el debate político cotidiano pone en peligro los presupuestos de su propia existencia. Estamos ante una institución que no puede residir en la mera voluntad de la mayoría, donde su neutralidad como institución no viene de una presunta falta de coraje, o de una indiferencia insensible y distante. Surge del respeto por la libertad de indagar y la obligación de respetar la diversidad de puntos de vista auténticamente diferentes.

Tal y como dijo Ortega, pensador que Ricardo García Manrique también reivindica, la universidad debe intervenir como tal universidad en los debates del momento representando la serenidad antes que el frenesí, la seria agudeza antes que la frivolidad y la estupidez. No se puede estar en desacuerdo con un criterio tan límpido25.

6 Conclusión

En páginas anteriores se ha abordado la cuestión de la libertad académica en la actualidad, cohonestándola con una serie de prácticas e instituciones que podrían ponerla en riesgo. La libertad académica es consustancial al buen trabajo académico y a la mejor tradición universitaria. Sin la capacidad de estudiar y transmitir el resultado de lo estudiado la universidad se convierte en una institución huera e inicua.

Desde este postulado se ha prestado especial atención a la libertad académica como actividad intelectual que exige ser estimulada, protegida y canalizada hacia los estudiantes y hacia la comunidad científica de referencia del profesor de turno. La posibilidad de leer y escribir, de pensar sobre lo que se va descubriendo, es el núcleo de estar en condiciones de enseñar posteriormente aspectos de la realidad que, más allá de dogmas políticos o ideológicos, constituyen la base de lo que debiera suceder en nuestras aulas a diario.

En ese sentido, se detectan algunas prácticas contemporáneas que ponen en entredicho la propia libertad académica. Hemos señalado fundamentalmente tres. En primer término, los avances tecnológicos y ciertas políticas públicas “gerencialistas” han creado una elefantiasis burocrática que dificulta en extremo la tarea del profesor. En segundo término, consustancial al debate más general sobre el impacto de las novedades tecnológicas, hemos lidiado con tesis que defienden sin disimulo la obsolescencia del profesor. Creemos que, rectamente entendida, la universidad no puede ser un lugar donde solo se cumplimenten formularios y pliegos, como tampoco tiene mucho sentido pretender que “Internet” o “las máquinas” nos transmitan un saber filtrado, reposado y meditado, desde la pasión por conocer. Una máquina puede ser estupenda cumpliendo sus funciones, pero nunca (o, por mejor decir, hasta el momento) puede sentir y transmitir ese sentimiento cuando se explica la Constitución del 78, la Revolución Francesa, la cadena del ADN o la estructura molecular.

En ese sentido, hemos acudido a la filosofía del derecho para detectar y tratar algunos problemas específicos de la universidad española del siglo XXI. O de problemas que podrían llegar a nuestras Academias, al menos a título de hipótesis y ante la casi segura traslación de lo que sucede en los campus norteamericanos a pagos más acá del Pacífico. Detectamos tres tendencias preocupantes.

La primera tiene que ver con emplear pronombres elegidos ad hoc por los alumnos, lo cual podría afectar no solo a la libertad académica en su vertiente de libertad de expresión, sino introducir ciertos privilegios en el aula que redundarían en favor de una minoría, lo que, a su vez, ni mejoraría la calidad de la docencia, ni acrecería a esa minoría (ni a la mayoría).

La segunda trata de la charlatanería posmoderna que se emplea con fines populistas para hacer llegar la ideología de sus defensores a las comunidades académicas (de las que suelen formar parte). La universidad se convierte en mero receptáculo de pulsiones y pasiones políticas que suelen olvidar lo importante del debate sosegado, fruto de la lectura reflexiva y de la cavidad de diferentes ideas, traducción del pluralismo.

La tercera obedece a una tendencia muy concreta que anida en ciertas universidades públicas catalanas, pues algunos claustros han utilizado su poder para aprobar declaraciones políticas que dejan fuera los asuntos académicos y condicionan no poco la libertad de quienes se muestran contrarios a las mismas, a los que suelen castigar con el látigo del hostigamiento y el insulto directos.

Hacemos votos con una reflexión final ponderada y razonable: nada de bueno tiene convertir a la universidad en una formación partidaria con ideología propia y ejército académico que la defienda a capa y espada. El pluralismo que reconoce el art. 1.1 CE como valor superior debe prevalecer a la hora de llevar a cabo las tareas nucleares de la labor profesoral: leer, escribir y dar clase en un clima de sano escepticismo desde el debate permanente.

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1 Lo que se acaba de explicitar se puede leer, con mucha mayor calidad y profundidad, en PETRARCA, F., Remedios para la vida, Acantilado, Barcelona, 2023, pp. 42 y ss.

2 Vid. ROYO, A., Breviario antipedagogista, Plataforma editorial, Barcelona, 2022, passim.

3 Vid. ANDREWS, C., “¿Por qué hay que defender la libertad académica?”, Letras Libres, 1 de junio de 2022.

4 En este punto el grueso de la doctrina constitucionalista y administrativista coinciden de pleno. A título de ejemplo, pueden verse los trabajos de TORRES MURO, I., La autonomía universitaria. Aspectos constitucionales, CEPC, Madrid, 2005; DE CARRERAS, F., “El modelo de universidad española: una crítica”, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Madrid, 18 de mayo de 2021; CARLÓN RUIZ, M., “Público y privado en el régimen universitario: una (re)lectura en clave constitucional”, Revista Española de Derecho Administrativo, n. 209, 2020, pp. 1-39; y ARENILLA SÁEZ, M., “La necesaria reforma de la Universidad española”, Revista de Derecho Político, n. 110, 2021, pp. 13-46.

5 Vid. RIVERO ORTEGA, R., El futuro de la Universidad, Ediciones de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 2021, pp. 111 y ss.

6 Vid. BOURDIEU, P., Homo academicus, Siglo XXI editores, Madrid, 2008 (original de 1984), pp. 240 y ss.

7 LURI, G., Sobre el arte de leer, Plataforma Editorial, Barcelona, 2019, pp. 57 y ss.

8 En este sentido, la oferta tiende a infinito. Uno de los últimos ejemplos que merece la pena reseñar es el de BERNARDO, J., El libro del educador. Cómo enseñar a aprender y a pensar, Rialp, Madrid, 2017.

9 Vid. OLLERO TASSARA, A., “¿Qué puede aportar sobre la formación del jurista un viejo profesor?”, Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, n. 23, 2022, pp. 370-373.

10 Vid. GRAEBER, D., Trabajos de mierda. Una teoría, Ariel, Barcelona, 2018, pp. 192 y ss.

11 Ya Nietzsche dijo allá por 1872 que “hoy en día, casi por doquier, existe un número tan exagerado de escuelas superiores, que continuamente se necesita un número de profesores infinitamente mayor del que la naturaleza de un pueblo, aunque esté notablemente dotado, está en condiciones de producir”. Ante tal descenso del nivel educativo, “la inmensa mayoría de los profesores se siente en su ambiente en esas escuelas, ya que sus dotes están en cierta relación armónica con el bajo nivel y la insuficiencia de esos escolares”. Nótese que lo decía respecto de los profesores, por aquel entonces no existían los “gestores”. Vid. NIETZSCHE, F., Sobre el porvenir de nuestras escuelas, Tusquets, Barcelona, 2009, pp. 92 y ss.

12 Vid. GRAEBER, D., Trabajos de mierda. Una teoría, cit., p. 273, quien pone tales palabras en boca de un traductor académico profesional y autónomo con amplia experiencia y dilatada trayectoria.

13 Esta reflexión encabeza uno de los capítulos de la obra de ZAERA-POLO, A., La universidad de la posverdad. El mundo académico en la era de la cancelación, el pensamiento woke y las políticas identitarias, Deusto, Barcelona, 2022, pp. 37 y ss. El autor pone de relieve, mediante el despido que sufrió de la Universidad de Princeton, que existe una tensión adicional de calado entre la libertad académica del profesor y del alumno y la libertad académica de la universidad como institución frente a los poderes políticos de turno. El delicado equilibrio se rompe si la institución impone al profesor la defensa de sus valores, por encima de cualquier otra consideración, especialmente de su libertad académica.

14 Vid. ZAERA-POLO, A., La universidad de la posverdad. El mundo académico en la era de la cancelación, el pensamiento woke y las políticas identitarias, cit., p. 40.

15 Vid. GONZÁLEZ, A.M., El deseo de saber. Formación intelectual y cultura emocional, Rialp, Madrid, 2022, pássim.

16 Vid. BURKE, P., El polímata. Una historia cultural desde Leonardo da Vinci hasta Susan Sontag, Alianza editorial, Madrid, 2021; y TETLOCK, P., El juicio político de los expertos, Capitán Swing, Madrid, 2016.

17 Explican sus tesis in extenso en SUSSKIND, R. y SUSSKIND, D., El futuro de las profesiones. Cómo la tecnología transformará el trabajo de los expertos humanos, TEELL Editorial, Zaragoza, 2016, pp. 54 y ss.

18 Una buena piedra de toque para conocer lo que acontece por aquellos pagos podemos leerlo en CEBALLOS, J., Observar el arroz crecer. Cómo habitar un mundo liderado por China, Ariel, Barcelona, 2023.

19 Vid. NUBIOLA, J., Invitación a pensar, 3ª ed., Rialp, Madrid, 2019, pp. 145 y ss.

20 Vid. LÓPEZ GUERRA, L., “Enseñanza del Derecho. Breves enfoques macro y micro”, Eunomía. Revista en cultura de la legalidad, n. 23, 2023, pp. 362-369.

21 Por todos, véase ARENILLA SÁEZ, M., “La necesaria reforma de la Universidad española”, cit., p. 23.

22 Schmitt apoyó el nacionalsocialismo en ciertos momentos de su vida, cierto es. Como también sabemos que su importancia intelectual superó con creces tal apoyo. Es más, en los últimos tiempos ha sido reivindicado por ciertos sectores de la izquierda populista. Es imprescindible a efectos de conocer el texto y contexto de Schmitt el libro escrito al alimón por DE MIGUEL, J. y TAJADURA TEJADA, J., Kelsen versus Schmitt. Política y Derecho en la crisis del constitucionalismo, Guillermo Escolar, Madrid, 2018.

23 Vid. DE LORA, P., “Tótem y tabú en la academia. La libertad de expresión y sus enemigos”, Núñez Vaquero, Á. y Morales Luna, F.F. (eds. lits.), Libertad de expresión. Debates pendientes, Palestra Editores, Perú, 2022, pp. 67 y ss.

24 Vid. GARCÍA FIGUEROA, A., “Charlatanería universitaria y feminismo posveritativo”, Núñez Vaquero, Á. y Morales Luna, F.F. (eds. lits.), Libertad de expresión. Debates pendientes, Palestra Editores, Perú, 2022, pp. 311 y ss.

25 Vid. GARCÍA MANRIQUE, R., “Dominación ideológica y libertades públicas”, Núñez Vaquero, Á. y Morales Luna, F.F. (eds. lits), Libertad de expresión. Debates pendientes, Palestra Editores, Perú, 2022, p. 343 y ss.