Revista Galega de Administración Pública, EGAP

Núm. 66_junio-diciembre 2023 | pp. 389-408

Santiago de Compostela, 2023

https://doi.org/10.36402/regap.v2i66.5146

© Miguel Revenga Sánchez

ISSN-e: 1132-8371 | ISSN: 1132-8371

Recibido: 07/12/2023 | Aceptado: 19/12/2023

Editado bajo licencia Creative Commons Atribution 4.0 International License

É o dereito á protesta un novo dereito fundamental?

¿Es el derecho a la protesta un nuevo derecho fundamental?

Is the right to protest a new fundamental right

Miguel Revenga Sánchez

Catedrático de Derecho Constitucional

Universidad de Cádiz

https://orcid.org/0000-0002-7807-6684

miguel.revenga@uca.es

Resumo: Este traballo estuda se o dereito á protesta pode ser considerado como un “novo” dereito fundamental, ou ben se é tan só o nome que lles outorgamos a determinadas formas de exercicio dos dereitos de reunión e manifestación. Para tal efecto, realízase unha aproximación conceptual ao dereito, inscríbese no contexto dos conflitos sociais e políticos dos últimos anos, e discútese o seu encadramento nas normas que desenvolven os referidos dereitos. Tráense a colación algúns casos relevantes e establécese, como conclusión, que o dereito á protesta, sen chegar a ser un novo dereito, si exerce un impacto decisivo nas concepcións actuais dos dereitos de reunión e manifestación.

Palabras clave: Dereito á protesta, novos dereitos, dereitos de reunión e manifestación.

Resumen: El presente trabajo estudia si el derecho a la protesta puede ser considerado como un “nuevo” derecho fundamental, o bien si es tan sólo el nombre que otorgamos a determinadas formas de ejercicio de los derechos de reunión y manifestación. A tal efecto, se realiza una aproximación conceptual al derecho, se inscribe en el contexto de los conflictos sociales y políticos de los últimos años, y se discute su encuadramiento en las normas que desarrollan los referidos derechos. Se traen a colación algunos casos relevantes y se establece, como conclusión, que el derecho a la protesta, sin llegar a ser un nuevo derecho, sí ejerce un impacto decisivo en las concepciones actuales de los derechos de reunión y manifestación.

Palabras clave: Derecho a la protesta, nuevos derechos, derechos de reunión y manifestación.

Abstract: The article explores whether the right to protest can be considered a “new” fundamental right, or if it is just the name we give to certain forms of exercising the rights of assembly and demonstration. To this end, a conceptual approach to the law is made, it is inscribed in the context of the social and political conflicts of recent years, and its framing in the norms that develop the aforementioned rights is discussed. Some relevant cases are brought up and it is established, in conclusion, that the right to protest, without becoming a new right, does have a decisive impact on the current conceptions of the rights of assembly and demonstration.

Key words: Right to protest, new rights, rights of assembly and demonstration.

Sumario: 1 El catálogo de los derechos y los “nuevos” derechos. 2 El derecho a la protesta y su contexto como derecho “emergente”. 3 Pero ¿de qué hablamos? Precisiones conceptuales. 4 ¿No es esto lo que tenemos? 5 Conclusión: una cuestión de nombre, pero sobre todo de interpretación.

1 El catálogo de los derechos y los “nuevos” derechos

Hace tiempo que el catálogo de los derechos fundamentales parece haberse convertido en un campo de lucha en el que pugnan por entrar nuevos derechos que aspiran a ser reconocidos como tales. Estamos ante un fenómeno generalizado que afecta por igual a las declaraciones de alcance nacional y supranacional, aunque podría decirse que se trata de una afectación diferente, y sobre la que inciden factores tales como el carácter más o menos alejado en el tiempo de la declaración, los modos en los que esta se produce en cuanto a la proclamación (o la incorporación) de los derechos y el lugar que ocupan, en el sistema de referencia en el que operan, los legisladores y los jueces. En términos generales no parece descabellado decir que, cuanto más remota es en el tiempo la declaración, con mayor intensidad se acusarán las demandas de incorporar nuevos derechos al elenco. Pero ello no puede afirmarse sin considerar además si hay o no procedimientos formalizados para la entrada de nuevos derechos e incluso los propósitos relacionados con la positivización ab origine de los derechos. Por ejemplo, si en sede nacional se opera mediante remisiones genéricas al Derecho internacional de los derechos, parece que disminuye la importancia y el sentido que puedan conferirse al catálogo. Y correlativamente, aumenta el impacto de los intérpretes y de las decisiones que adopten sobre las fuentes de reconocimiento y sobre los contenidos de los derechos1. Y lo mismo, y en igual dirección menguante en cuanto a la importancia del catálogo, podría advertirse allí donde se “arrastra” la huella iusnaturalista, bien presente en muchas constituciones americanas, en virtud de la cual enumerar derechos no significa cerrar la vía para la irrupción de otros retenidos por el pueblo2.

No es, desde luego, el caso de la Constitución española de 1978. Aquí nos encontramos con un catálogo de derechos formal y repartido en diferentes casillas de encuadre a cada una de las cuales la propia Constitución le asigna un nivel de garantías. Las garantías, antes que el nombre o la importancia de lo que reconocen para la vida de las personas, jerarquizan a los derechos, estableciendo categorías que, como en la liga de fútbol, hace que los derechos se batan en la competición de oro o en las divisiones inferiores. Y ocurre así que, por causa de la presencia o ausencia de reconocimiento de recursos dotados de ciertas exigencias (tramitación rápida –es un decir– y preferente) y, sobre todo, alcance del Tribunal Constitucional para atender amparos intentados frente a la vulneración, nos hemos habituado a reconocer que derechos “fundamentales” son los que son y ninguno más: los que se indican en el art. 53.2 de la Constitución, expresis verbis, o mediante remisión a su emplazamiento. Tales derechos están además hiperprotegidos frente a la reforma de la Constitución (art. 168.1), lo que significa que lo que solemos llamar el efecto congelación aquí no lo sea sólo de rango, sino de auténtico blindaje y de rechazo reflejo, y por principio, frente a veleidades “incorporativas” o ampliadoras.

Hace ya bastantes años, en un trabajo dedicado a situar la cuestión de la generación de derechos nuevos en el horizonte de los modelos de jurisdicción constitucional, defendí tímidamente que la difusión del control de constitucionalidad de la ley parecía dotar de mayor fluidez a la posibilidad de incorporar al catálogo derechos tenidos en lo sucesivo como fundamentales3. Una intuición que hoy no sé si mantendría, aunque sí continúo pensando que la pluralidad de lecturas y de instancias jurisdiccionales a propósito de unas mismas realidades y problemas para los que el lenguaje de los derechos no suele ofrecer más que pautas genéricas, acaba por producir mutaciones interpretativas y sutiles cambios que empujan en la dirección de la incorporación formal. El catálogo de los derechos se conformaría así por los derechos que están, pero también por los que se hallan in fieri como derechos emergentes y a la espera de obtener el espaldarazo indubitado de la incorporación, ya sea mediante la reforma expresa de la declaración (que es la solución óptima para salir de la nebulosa de las interpretaciones contradictorias), ya sea a través de la confirmación indubitada de estatus conferida por quien, a resultas de su posición como intérprete supremo, se encuentra en condiciones de zanjar a las claras y erga omnes la condición del derecho como derecho fundamental y de máximo rango.

En un par de importantes sentencias producidas este mismo año, el Tribunal Constitucional emprendió decididamente esa senda a propósito de dos derechos cuyo estatuto como derechos fundamentales a la luz del artículo 15 de la Constitución estaba en entredicho. Me refiero, claro está, al derecho al aborto y al derecho a la eutanasia, dos nuevos derechos que el Tribunal “extrae” a partir de un determinado modo de leer el artículo 15 y los derechos a la vida y a la integridad física y moral, en combinación con los valores de la libertad, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad4. Tal y como se aprecia en varios de los votos particulares de ambas sentencias, el debate versa, entre otras muchas cuestiones de enjundia, sobre la capacidad del Tribunal para dispensar el estatuto de derecho fundamental a derechos que la Constitución no reconoce como tales y cuya fuente de emanación radica en la capacidad del legislador para desarrollar la Constitución, pero no para reescribirla y modificar al alza, con el beneplácito del Tribunal, el catálogo de los derechos fundamentales y sus garantías.

2 El derecho a la protesta y su contexto como derecho “emergente”

En el año 2014, durante el debate de totalidad del proyecto de Ley orgánica de protección de la seguridad ciudadana (LOPSC), el entonces ministro del Interior, Fernández Díaz, replicaba así a un diputado de la oposición que achacaba a la ley el propósito inconfesable de reprimir y acallar las protestas ciudadanas: “¿Usted cree de verdad que a estas alturas, cuando llevamos 90.000 manifestaciones a lo largo de esta legislatura, nos va a preocupar hacer una ley para reprimir un derecho fundamental como el de reunión y manifestación, que en la inmensa mayoría de los casos se ejerce libre y pacíficamente?”5. A efectos dialécticos, el argumento no es, por cierto, muy consistente. Podría dársele la vuelta con la respuesta afirmativa y sobre la base del propio dato facilitado por el ministro. Pero es esto último lo que nos llama la atención: la “explosión” del número de reuniones y manifestaciones que se trae a colación en el debate, el cual denota un “clima” de protesta a la altura de ese año bien revelador.

Es un contexto cuyo punto de partida se puede establecer en el año 2011 y en la fecha simbólica del 15 de mayo con la llamada a acampar en la Plaza del Sol de Madrid para materializar un descontento difuso, pero intenso, decantado mediante el activismo de grupos como “Juventud sin Futuro”, “Democracia Real Ya”, “Plataforma de Afectados por la Hipoteca” y otros, además del que tomó el propio 11-M y el “No nos representan” como leit motiv central y reivindicativo. La protesta social fue una respuesta a la crisis financiera y económica que empezó en 2007 en Estados Unidos con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria y se extendió por ósmosis a escala planetaria, poniendo bajo asedio a las políticas que sostenían en las democracias avanzadas el compromiso con los servicios públicos y el Estado social. En realidad, para captar mejor las dimensiones del descontento, habría que considerar el escenario supranacional y remontarse a la última década del siglo XX, quizá 1999, con las manifestaciones antiglobalización en la ciudad norteamericana de Seattle, y las ulteriores protestas que se extendieron por doquier al hilo de las reuniones del Grupo G-20. En coincidencia temporal con la emergencia y consolidación de las nuevas vías de comunicación propiciadas por los avances de la era digital, surgieron redes de movimientos y reivindicaciones, y formas de exteriorizarlas, no convencionales: renta básica, rechazo del pago de la deuda, ocupaciones, concentraciones antidesahucios, escraches…6.

En el caso de España, la respuesta normativa a esos novedosos fenómenos sociales cuajó en la ya citada LOPSC, una norma que a los efectos del régimen jurídico de los derechos de reunión y manifestación parece haber desplazado en importancia a la “vieja” ley del año 1983, que es la que en verdad se ocupa del ejercicio de tales derechos. Además, el Código penal, mediante las reformas materializadas en la Leyes orgánicas 1 y 2 del mismo año, completó lo que algunos dieron en llamar las “reformas del miedo”, con su secuela de retorno de concepciones del orden público y de tranquilidad en las calles que parecían haber quedado definitivamente superadas7.

La protesta como fenómeno social y el derecho a la protesta como un fenómeno jurídico concomitante comenzó entonces a aparecer en ciertos informes y documentos de organizaciones dedicadas a promover la defensa de los derechos humanos, alguno de ellos de tanta relevancia como el del Relator Especial del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, Maina Kiai; en su Informe de 2013 sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación se afirmaba lo siguiente:

“El Relator Especial considera que la Primavera Árabe y el Movimiento Occupy (de los Indignados) que se produjo posteriormente en muchas partes del mundo han abierto unas puertas que no se cerrarán nunca. Esos fenómenos ofrecen una alternativa no violenta para lograr el cambio, al tiempo que dan a las autoridades la oportunidad de conocer los puntos de vista y los sentimientos de los ciudadanos. Esos acontecimientos confirmaron sobradamente que la celebración de reuniones pacíficas es un medio legítimo y poderoso de reivindicar el cambio democrático; de pedir que se respeten más los derechos humanos, incluidos los derechos económicos, sociales y culturales; y de exigir responsabilidades por las violaciones y abusos de los derechos humanos. La posibilidad de celebrar ese tipo de reuniones ha demostrado ser particularmente importante para los grupos más vulnerables a las violaciones de derechos y la discriminación, ya que en ellas pueden plantear su situación –muchas veces desesperada– en forma significativa”8.

Es un documento que, como es costumbre en los de ese tipo, establece un repertorio de problemas a escala global, realiza un diagnóstico sobre los déficits de cumplimiento de los derechos y formula a los Estados una serie de recomendaciones generales que pueden ser tenidas como de referencia en los asuntos sobre los que versa el Informe9. Y lo mismo podría decirse en cuanto a la importancia y el interés que concitan estos derechos en los últimos años si nos fijamos en otros instrumentos jurídicos de soft law de alcance regional que se convierten de inmediato en fuentes autorizadas de buenas prácticas e interpretaciones; concretamente me refiero a las Guidelines de la Comisión de Venecia, de julio de 201910, y sobre todo al Informe de la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cuyo título es ya explícito: “Protesta y Derechos Humanos”11.

La fecha de publicación de este prolijo Informe de la Comisión Interamericana –septiembre de 2019– es tan significativa como ese título en el que parece que se está dando carta de naturaleza a un derecho que, en el Convenio Interamericano (art. 15), aparece recogido al modo tradicional como “derecho de reunión pacífica y sin armas”. Y decimos que es significativa porque, muy poco después, el 18 de octubre de 2019, se asistió en Chile al estallido de una protesta social de dimensiones gigantescas en cuyo origen estuvo una pequeña subida (de 30 pesos) en las tarifas del metro de Santiago. Otros países de la región, como Colombia, Perú, Ecuador o Brasil han conocido así mismo en los últimos tiempos levantamientos pacíficos y revueltas populares que desbordan claramente, por sus dimensiones, los esquemas tradicionales del derecho de reunión. Pero el caso de Chile es especialmente llamativo por lo que supuso de impugnación total de un orden sociopolítico que prendió como una mecha por todo el país e hizo insostenible la pretensión inicial del Gobierno de afrontar la crisis como una cuestión de mero orden público. Como si de un nuevo mayo del 68 se tratara, el octubre chileno aportó todo un repertorio de frases y consignas que se han quedado en el imaginario colectivo12. Además de plantear en toda su crudeza los contornos en los que debe moverse el uso de la coerción estatal y el propio carácter de la protesta como protesta pacífica, la revuelta chilena mostró la radical inutilidad de la retórica del “estamos en guerra” (y de la dialéctica amigo/enemigo) para hacer frente a una crisis constitucional de esas dimensiones. Y el desenlace negociado y la apertura de un (largo) proceso constituyente de resultado todavía incierto en este momento, acabó por resituar el derecho del que venimos hablando en un lugar destacado y fundamental para el desarrollo de formas de vida democráticas13.

3 Pero ¿de qué hablamos? Precisiones conceptuales

¿Es en verdad el derecho a la protesta un nuevo derecho con perfiles diferenciados con respecto a otros derechos que se nos pueden aparecer prima facie como asimilables o muy próximos conceptualmente hablando? Además de los derechos de reunión y manifestación –que ya en sí mismos obligan a entrar en precisiones para esclarecer de qué hablamos exactamente– otros candidatos a disputar al derecho a la protesta el carácter de derecho emergente o in fieri podrían ser el derecho de resistencia o incluso el derecho a la desobediencia, ambos derechos de larga data, pero que podrían tenerse por derechos “dormidos” o poco frecuentados desde el punto de vista práctico. Empezando por este último, no es difícil percibir que el contenido que comúnmente se asocia a la desobediencia cuadra mal con las características que se le asignan al derecho a la protesta como una acción social o derecho de ejercicio colectivo. La desobediencia civil tiene un carácter rigurosamente individual y se asocia a un incumplimiento consciente y obstinado de deberes o de obligaciones públicas en razón de las convicciones ideológicas (o morales o religiosas) del desobediente. Filósofos del Derecho de tanto renombre como Rawls o Dworkin, cuando hablan de la desobediencia civil, destacan el rasgo que tiene la desobediencia como incumplimiento deliberado de una ley dirigido a impugnar su legitimidad y/o a reclamar la derogación de la misma14.

Por lo que se refiere al derecho de resistencia, nos encontramos con uno de los derechos de más hondo raigambre en el devenir del pensamiento político; un derecho –él mismo resistente– que reaparece con singular fuerza simbólica, desde la escolástica, en los momentos estelares del surgimiento de lo constitucional, con la denuncia de los agravios pasados como presupuesto, y con el espaldarazo solemne que le confiere su presencia en el selecto elenco de derechos que, a modo de concentrado introductorio, enuncia el artículo 2 de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano15. En llamativo contraste con el escaso interés que muestra por el derecho de resistencia el constitucionalismo escrito de las siguientes décadas16, tal derecho volverá a tener un momentum estelar en 1968, con ocasión de la reforma constitucional que adicionó al artículo 20 (de la entonces llamada Ley fundamental de Bonn) un párrafo 4 en el que se dice que “Contra cualquiera que intente eliminar este orden todos los alemanes tienen el derecho de resistencia cuando no fuera posible otro recurso”. “Este orden” es el del Estado federal, democrático y social, que el propio artículo 20 enuncia como “fundamento del orden estatal” al que se le asigna en el artículo 79 el carácter de “cláusula de eternidad” o norma irreformable17.

También la Constitución de Portugal de 1976 y la de Ecuador de 2008 se refieren al derecho de resistencia, en este último caso con el añadido de la posibilidad de reivindicar nuevos derechos18. Según la interpretación más extendida, nos hallamos ante disposiciones que enuncian una última ratio de defensa del Estado de derecho ante un peligro existencial (una “errata molesta, que desgraciadamente ya no se puede corregir”, dijo irónicamente Kaufmann a propósito de la reforma alemana de 1968 que introdujo el derecho de resistencia19), un oxímoron lógico jurídico o trampantojo de efectos más simbólicos que reales y cuyo valor radica en lo que tiene de reafirmación de los fundamentos axiológicos de la Constitución frente a los horrores del pasado, trasladada al lenguaje de los derechos o, mejor, al de los derechos que son al mismo tiempo deberes de conservación y restauración cuando el ordenamiento jurídico ha perdido la posibilidad fáctica de hacer frente a la injusticia y a su propia destrucción20.

Con ese nombre –o a veces refiriéndose a él como un derecho a la resistencia puesto al día– el derecho a la protesta tiene hoy valedores que, depurándolo de los componentes de “caso extremo” o “último recurso”, reclaman para él un lugar destacado en el repertorio de los derechos por lo que significa para acrecentar la calidad de la democracia21. A veces se lo relaciona con la importancia que tienen las libertades expresivas en el constitucionalismo democrático; singularmente por la conexión simbiótica entre la libertad de expresión y el ideal regulativo del autogobierno, tal y como lo han explicado en la doctrina norteamericana Alexander Meiklejhon o contemporáneamente Owen Fiss. Este último en sus importantes aportaciones sobre la libertad de expresión (que cuentan con traducción española) ha insistido en el carácter nuclear de la libre determinación sobre el modelo de vida en común (lo que él llama el principio de la elección meditada); ha explicado las razones por las cuales la realización efectiva de tal principio depende del compromiso sostenido con un debate público “desinhibido, vigoroso y completamente abierto” (por decirlo con los adjetivos que utilizó el Tribunal Supremo en el célebre caso New York Times contra Sullivan)22; y ha advertido de manera rotunda y pionera sobre las tensiones que se producen entre el interés público basado en la conservación de dicho compromiso y la concurrencia de intereses de carácter privado/empresarial que empujan en una dirección no necesariamente acorde con el mismo23.

Pero sin duda quien más enfáticamente se ha ocupado del derecho a la protesta, con una mira encomiástica que cuadra a la perfección con sus ideas sobre el carácter deliberativo de la democracia (y más recientemente sobre el Derecho como una “conversación entre iguales”) es Roberto Gargarella24. En esta última y notable aportación –que es a la vez un examen de las expectativas no atendidas por la democracia y un prontuario de soluciones concebidas para cumplirlas– Gargarella insiste en el valor de la confianza democrática. Con fundamento en ella, defiende la necesidad de instituciones sensibles a lo que la ciudadanía afirma y remarca cuando se pone en pie por ciertos temas, e concluye: “el ideal regulativo sugiere prestar especial atención a los reclamos sociales que persisten en el tiempo (…); y por ello también propone considerar como primero el derecho a la protesta, porque entiende que la ciudadanía no toma como un pasatiempo los graves costos y riesgos que implica la protesta, ni los afronta por divertimento, sino por su necesidad de expresar algo que le importa y que el sistema institucional no le ayuda a expresar de otro modo”25. Cabría preguntar si es cierto que el sistema institucional no ayuda, habida cuenta de que el mismo incluye, en la democracia constitucional, el respeto de los derechos y, entre ellos, el de los derechos de reunión y manifestación. Creo que el iusfilósofo argentino es bien consciente de ello, como lo acreditan sus extensos alegatos sobre los derechos fundamentales que encontramos en otras partes del libro. A buen seguro se refiere a las insuficiencias del sistema institucional medido desde los inconvenientes y los déficits que acusan los diseñados precisamente para dar vida a la representación política. Por eso insiste: “las instituciones de una sociedad igualitaria deben mostrarse especialmente sensibles frente a esas manifestaciones, tratando de reconocer y tomar en cuenta el valor de los reclamos (aunque sus formas no les gusten, aunque sus mensajes las irriten, aunque coyunturales diferencias ideológicas las muevan hacia el lado contrario)”. Y quizá la clave esté ahí: en las formas, más que en los contenidos más o menos “chocantes” o “irritantes”.

En las aportaciones anteriores, Gargarella ya se había ocupado del valor del derecho a la protesta en lo que tiene de reivindicación esencial de derechos desatendidos, y había escrito extensamente sobre cuáles son (y, sobre todo, sobre cuáles deberían ser) las respuestas judiciales frente a las protestas. Él toma como referencia los “piqueteos”, los cortes de tráfico y las demás formas de protesta que se sucedieron en Argentina durante la década de los 90 y más allá. Y lo hace con el presupuesto de los debates norteamericanos sobre la doctrina del “foro público”, puesta en pie por el Tribunal Supremo a partir del caso Hague contra Committee for Industrial Organization, en el que se realiza un intento de encuadrar los márgenes de los que dispone el gobierno a la hora de regular el derecho a reunirse en las calles y en los parques para expresarse sobre asuntos de interés público26. En línea de principio, las regulaciones (y las restricciones) deben ser neutrales al contenido de las protestas, por lo que su justificación sólo puede basarse en razones relacionadas con el tiempo (no a las 3 de la mañana, por ejemplo), el lugar y la propia forma (o modalidad) de la manifestación. La jurisprudencia norteamericana completa esa idea central con un par de principios que el propio Gargarella (re)denomina como el principio de la “distancia deliberativa” y el principio de las “violaciones sistemáticas”. De conformidad con el primero de ellos (que el Tribunal Supremo desarrolló en el caso Adderley contra Florida), cuanto más marginado del debate público se encuentre un grupo por razones ajenas a su voluntad, más receptivos han de ser los jueces a las demandas de dicho grupo y mayor protección debe dispensar a los medios elegidos para hacerlas valer, por muy desafiantes que sean. Y conforme al segundo, cuando se trata de la denuncia de vulneraciones masivas de derechos básicos que se han ido arrastrando a lo largo del tiempo, es decir, cuando se pone de manifiesto una situación de injusticia grave y flagrante, las autoridades públicas deberían permitir y justificar ciertas acciones, incluso disruptivas, que serían rechazables en otras circunstancias.

4 ¿No es eso lo que tenemos?

Los dos principios expuestos por Gargarella inspirados en la jurisprudencia norteamericana, y sobre todo el segundo de ellos, se aproximan bastante a lo que podría ser uno de los enunciados básicos de cualquier teoría de la justicia. Nadie con un mínimo de sensibilidad democrática negaría que hay protestas e incluso modos de protestar que merecen más respeto y consideración que otros. La cuestión es si esa idea tan elemental tiene respaldo jurídico, de manera que, de ser así, habría una escala de tolerancia frente a la protesta que obligaría a considerar (contrariamente a la idea de la neutralidad frente al contenido) qué es lo que se reclama, cuáles son las razones que avalan la reclamación y hasta qué punto deben admitirse modalidades de protestar que, por su forma de materializarse, puedan resultar especialmente chocantes o molestas.

Naturalmente ningún régimen jurídico desciende tanto en la casuística como para establecer reglas sobre los márgenes de tolerancia con los que deben operar quienes tienen que decidir. Lo propio del Derecho de los derechos es fiar las cosas a la capacidad de los principios para guiar la búsqueda de soluciones de caso razonadas a partir de argumentos y balances ponderativos. Se enuncia el derecho, es delimitado mediante enunciados más o menos precisos y, a veces, se fijan límites expresos que se yuxtaponen a los que el intérprete puede “descubrir” en el conjunto de las estipulaciones constitucionales. Si hay alguna prevención es frente al legislador antes que ante el juez. Por eso se hace la llamada al respeto del contenido esencial para la ley que regule el ejercicio del derecho (art. 53.1 CE). Y a través de ese juego de habilitaciones al legislador y de prevenciones frente a lo que pueda hacer a la hora de encuadrar el derecho fundamental en marcos regulativos es como las normas adquieren “densidad dirigente”, esto es, capacidad para circunscribir la capacidad recreadora del intérprete –o de los sucesivos intérpretes del caso– a márgenes razonables.

Para ciertos teóricos de la protesta esta jamás podría ajustarse a formalidades jurídicas o reglamentaciones sin perder su prístino sentido como fenómeno político de carácter disruptivo. Regularlo vendría a ser –de manera semejante a lo que ocurre con el derecho de resistencia, pero por razones que no son las mismas– una neutralización inadmisible de su potencial sentido “rompedor”. En un lugar destacado encajan aquí las reflexiones de Judith Butler sobre el We the People y la teoría performativa de la asamblea, que es una reivindicación de la legitimidad incondicionada del “cuerpo político” emancipado del Derecho y de las estructuras estatales para reafirmarse como soberano27. Es verdad que entre la fluidez del ejercicio de las libertades de reunión y manifestación y el fárrago de las normativas que lo propician, pero a la vez lo condicionan y lo limitan, existe una tensión28.

Hay, por así decir, una parquedad un tanto tosca en la enunciación básica del derecho que propicia reglamentaciones que a menudo cargan la mano sobre las limitaciones y acaban produciendo una monitorización sobre el ejercicio que puede ser propositiva –digamos bajo la forma de un soft law minucioso y garantista– o reactiva, bajo la especie de resoluciones judiciales amparadoras cuya impronta se deja sentir mucho más allá de las singularidades del caso.

Si nos fijamos en el artículo 21 de la Constitución y en los desarrollos normativos y jurisprudenciales, todo esto se cumple a rajatabla. Tenemos un enunciado básico que actúa como prescripción general: el derecho a reunirse de manera pacífica está garantizado. Luego viene la proscripción garantista (se supone que también genérica) expresada como regla: el ejercicio del derecho no necesitará autorización previa. Los problemas comienzan en el párrafo segundo, que parece sujetar el caso específico –el de las reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones– a un régimen particular en sí mismo confuso y contradictorio: hay que comunicar (“se dará comunicación previa a la autoridad”, se dice con lenguaje arcaico), y de la obligación de hacerlo se deriva una correspondiente potestad pública sobre la pretensión de ejercitar el derecho que, para el caso de la prohibición, aparece enmarcada en férreos parámetros: esta sólo procederá “cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes”.

Situándonos bajo el “velo de ignorancia” de los ulteriores desarrollos, resulta todo bastante problemático. En primer lugar, porque, si la regla general es la no necesidad de comunicación del artículo 21.1, no se entiende el carácter imperativo con el que se contempla la comunicación en el artículo 21.2. Ello salvo que dicha regla general lo sea sólo para la reunión en espacios privados, y no para los espacios públicos. Pero entonces, si trazamos la barrera en el espacio, privado en el caso del 21.1 y público en el 21.2, lo que no tendría sentido es la referencia al carácter de “pacífica y sin armas”, que parecería pensada para la reunión en espacio privado, pero no para los lugares de tránsito público. Una glosa en sí misma paradójica y absurda por cuanto, si en algún lugar es más necesario que en otro, el condicionante es en el espacio público. Con lo cual no queda más remedio que concluir que la “delimitación” de partida tiene un efecto irradiante sobre todos y cada uno de los entresijos del régimen jurídico, sea cual fuere el lugar o la modalidad (estática o dinámica) de la reunión. Y, siendo ello así, se entiende mejor la cortapisa que el propio artículo 21.2 enuncia con respecto a la respuesta de la autoridad y la propia necesidad (conveniencia más bien) de la comunicación, que es, más que ninguna otra cosa, propiciatoria para el ejercicio del derecho.

Por lo demás, es verdad que la referencia al orden público, en sí misma y sin más aditamentos, podría hacer saltar todas las alarmas. Orden público es un sintagma que evoca lo peor de una trayectoria constitucional errática, pero proclive siempre a desentenderse del compromiso constitucional con los derechos29. Sólo mediante una operación de lavado y formateo, que sentó las bases para una interpretación del orden público compatible con los derechos fundamentales, fue posible revertir las inercias de esa trayectoria. La operación comenzó tempranamente, en el año 1980, cuando fue aprobada la Ley orgánica de libertad religiosa, en cuyo artículo 3 se materializa el rescate: “El ejercicio de los derechos dimanantes de la libertad religiosa y de culto tiene como único límite la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas (…) así como la salvaguarda de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la ley en el ámbito de una sociedad democrática”.

El anclaje del orden público, con sus elementos constitutivos, en el ámbito de la sociedad democrática se hizo bajo el modelo y a semejanza de la técnica empleada por el Convenio Europeo de Derechos Humanos para evitar el ensanche ultra vires de las limitaciones. Y sirvió en lo sucesivo como el leit motiv de los equilibrios normativos y jurisprudenciales dirigidos a evitar las lecturas old style del orden público. De ese modo, con las exigencias de la sociedad democrática como trasfondo, y a la vista de los modos de razonamiento del Tribunal de Estrasburgo, en el que dichas exigencias son las que al final inclinan la balanza hacia el respaldo de la limitación o hacia la condena del Estado demandado, el orden público fue perdiendo peso para dejar su lugar a otros elementos del régimen jurídico del derecho que son los que determinan la legitimidad de las respuestas estatales ante su ejercicio. La Ley orgánica del año 1983, llamada secamente “reguladora del derecho de reunión”, apenas hizo algo más que reproducir los dictados constitucionales. Trazó los contornos del ámbito de aplicación (“la concurrencia concertada y temporal de más de 20 personas, con finalidad determinada”) y desarrolló en sus artículos 8 a 11 los plazos y las formalidades de la comunicación previa, la respuesta de la autoridad gubernativa y el recurso contencioso accionable en su caso contra la misma. Todo ello sin entrar en más precisiones que pudieran servir de guía para enfrentar la contradicción de fondo entre la garantía de la proscripción de un régimen de autorización previa, y el establecimiento imperativo de la comunicación previa y por escrito30.

La verdadera sede regulativa de las limitaciones de los derechos de reunión y manifestación han sido las dos grandes leyes postconstitucionales de seguridad ciudadana: la LO 1/1992 y la vigente LO 4/2015. Las dos fueron leyes polémicas y “mediáticas”; se aprobaron tras un proceso de deliberación detenido, con intervención relevante de la actividad de Informe (por parte del Consejo de Estado y por parte del Consejo General del Poder Judicial) y acabaron siendo objeto de diversos recursos de inconstitucionalidad que el TC resolvió en sentencias parcialmente estimativas31. Si las polémicas en torno a la conocida como “ley de la patada a la puerta” se centraron en las potestades de la policía en la persecución del delito, las de la vigente ley lo han sido, sobre todo, en torno a la regulación de la actividad sancionadora de la Administración, considerada como innecesaria y/o excesiva por su profunda incidencia en el ejercicio de los derechos que venimos comentando. Acaso el calificativo popular de la ley como “ley mordaza” puede resultar algo exagerado, sobre todo si se considera que quizá no es achacable a ella sola, sino al efecto añadido que generó sobre los derechos a la libertad de expresión la importante reforma del Código penal (LO 1/2015) y los consiguientes retoques “expansivos” en la tipificación de los delitos de incitación al odio (art. 510) y de apología del terrorismo (art. 578)32.

Pero, una vez que el Tribunal eliminó de la ley la sanción por difusión “no autorizada” de imágenes de miembros de la policía, la parte más polémica de la ley es la relacionada con la punición administrativa de las manifestaciones. Ello, unido a las pautas de actuación de la propia policía a propósito de la celebración de las mismas, resultan a la postre los elementos clave para responder a la cuestión de si el derecho a la protesta puede considerarse como el ejercicio normalizado (pero con otro nombre) de los derechos del artículo 21 de la Constitución, o bien si estamos ante nuevos derechos o nuevos contenidos que desbordan la imagen del derecho plasmada en el texto constitucional33.

Encuadrados en la correspondiente gradación (muy graves, graves y leves), los ilícitos administrativos contemplados en la ley pueden clasificarse, a nuestros efectos, en tres grupos: a) el que proviene del incumplimiento del requisito de comunicación previa, cuya responsabilidad recaerá –dice la ley un tanto enigmáticamente– en los organizadores o promotores (infracción leve del art. 37.1); b) los que provienen de conductas individuales con ocasión de manifestaciones, como la negativa a la disolución (infracción grave del art. 36.7), o las faltas de respeto y consideración hacia los agentes de la policía, o el incumplimiento de restricciones de circulación peatonal o itinerario cuando provoquen alteraciones menores (infracciones leves de los arts. 37.4 y 37.3); c) restricciones por razón del lugar: la ocupación de cualquier inmueble, vivienda o edificio ajenos o la permanencia en ellos contra la voluntad del propietario (infracción leve del art. 37.7), la perturbación grave de la seguridad ciudadana con ocasión de reuniones o manifestaciones frente a las sedes del Congreso, del Senado o de los Parlamentos autonómicos, aunque no estuvieran reunidos (infracción grave del art. 37.2), y reuniones o manifestaciones no comunicadas o prohibidas en infraestructuras o instalaciones en las que se prestan servicios básicos para la comunidad o en sus inmediaciones (infracción muy grave del art. 35.1).

Dejando de lado –lo que es mucho dejar– las imprecisiones y expresiones abiertas de la ley y a falta de un quantum capaz de desvelar la foto completa de la actividad administrativa sancionadora (y la de la revisión judicial, que no sería un dato menor) desde 2015 para acá, del conjunto de la regulación legal lo que puede inferirse es el repudio de las actuaciones violentas como la verdadera marca distintiva o criterio abarcador y directriz de toda la normativa34. Desde la delimitación inicial en sede de Constitución hasta los pormenores de las conductas susceptibles de ser sancionadas, nos encontramos con un repudio de lo violento que es completo y bidireccional: hacia los manifestantes, sí, pero también dirigida hacia la actuación de los poderes públicos en relación con la seguridad ciudadana y a las pautas reguladoras de su actividad de intervención: sólo ante amenazas concretas o comportamientos objetivamente peligrosos susceptibles de causar perjuicios para la seguridad, como dice el artículo 4 de la LO 4/201535.

Si algo aporta, en definitiva, el derecho a la protesta pacífica a los contenidos de los derechos de reunión y manifestación es en lo que tal derecho significa para potenciar una concepción de los mismos más apegada a las exigencias de la sociedad democrática. Al tenerlo presente como una pujante e irreversible realidad social, se ensancha el ámbito de ejercicio legítimo del derecho fundamental en la misma medida en que se contiene y refrena el de las limitaciones dimanantes de la intervención administrativa y (con mucha más razón) penal. Pero ello con la condición y bajo el presupuesto de que el carácter o el modo de la protesta, en el que caben incumplimientos puntuales de exigencias legales –típicamente, la obligación de la comunicación previa– nunca podrá dar respaldo a actuaciones violentas que vayan más allá de las molestias o coacciones simbólicas ocasionadas a terceros como consecuencia del despliegue de la propia protesta.

5 Conclusión: una cuestión de nombre, pero sobre todo de interpretación

La jurisprudencia del Tribunal Constitucional, desde la importante STC 66/1995, hasta la aprobada en noviembre de 2023 afirmando el derecho que amparaba a la UGT para manifestarse el 8 de marzo de 2021, durante el segundo estado de alarma, que le fue negado en sede administrativa y judicial, está llena de dicta que valoran positiva y enfáticamente la ocupación del espacio público como un mecanismo vigoroso de participación democrática36. Lo que vemos consolidarse ahora, sobre todo gracias a las aportaciones de los órganos supranacionales de garantía de los derechos –con la Corte Interamericana y el Tribunal Europeo en un lugar destacado– pero también gracias a la actividad de relatoría e informe de organizaciones e instancias de la sociedad internacional, es el lugar que va ocupando el derecho a la protesta en el núcleo mismo de los derechos políticos y de participación democrática37.

En buen número de resoluciones judiciales observamos que el derecho a la protesta se convierte en el eje vertebrador de razonamientos que se inclinan a encuadrar determinadas conductas dentro del ámbito del ejercicio legítimo de derechos fundamentales. En el caso de España, al hilo del clima de protesta social de 2011 en adelante, pueden aducirse en este sentido resoluciones a propósito de ciertos “escraches” ante el domicilio de la entonces vicepresidenta del Gobierno, o sobre iniciativas de gran resonancia en su momento como la de “Ocupa el Congreso”, o las del caso “Aturem el Parlament”38. Es verdad que las que cito, con excepción de la del Tribunal Constitucional, son anteriores a la aprobación en 2015 de la LOPC. Pero no creo que las novedades que haya podido aportar dicha norma sean de tal entidad como para alzar un muro frente a la irrupción de la protesta en tanto que un derecho que reclama su lugar en el elenco de los derechos de mayor rango. Si acaso, lo que la ley ha propiciado es un reverdecer de los debates en torno al contenido esencial (o mejor sobre los contenidos básicos y concomitantes) de los derechos de reunión y manifestación, sobre la exigencia de la proporcionalidad en el uso de la potestad sancionadora de la Administración y sobre la contención en el recurso al Derecho penal.

En torno a tales cuestiones, y sobre el efecto desalentador que puedan tener para el ejercicio normalizado del Derecho, se observan puntos de discordia no sólo entre algunas sentencias de los tribunales españoles y la doctrina del TEDH, sino dentro de los propios tribunales, y señaladamente en el seno del Tribunal Constitucional39. El derecho a la protesta, con sus profundas implicaciones sobre la calidad de la democracia, y sobre la tarea de los poderes públicos dirigida a “facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política” (art. 9.2 de la Constitución) está en el trasfondo de tales discordias. El tiempo decidirá sobre si el derecho a la protesta prosigue su andadura hacia la incorporación en el sistema de los derechos, o si tan sólo será visto como la versión 5.0 (o la que corresponda) de los derechos de reunión y manifestación. Al fin y al cabo, como indicó Víctor Klemperer, en el capítulo XX (¿Qué quedará?) de su trascendental estudio sobre la lengua del Tercer Reich, “no es la voluntad y la precisión del experto la que decide sobre la adopción generalizada de una palabra nueva, sino el estado de ánimo y la imaginación del público”40.

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1 Con más detalle trato de esto en mi trabajo “El catálogo de los derechos en la era del Ius Constitutionale Commune”, Ugartemendia Eceizabarrena, J.I. y Giuseppe Martinico, G. (dirs.), Curso de Verano de la Universidad del País Vasco, Ius Constitutionale Commune e Interpretación Conforme, 12-14 de julio de 2023 (en prensa).

2 Esta es, como es sabido, la vía elegida, a partir de 1787, por la Constitución de los Estados Unidos, cuya Enmienda Novena señala que “La enumeración en la Constitución de ciertos derechos no ha de interpretarse como que niega o menosprecia otros retenidos por el pueblo”. Se trata de una cláusula que, con igual o parecida redacción, está presente a día de hoy en bastantes de las Constituciones de los países de América Latina.

3 REVENGA SÁNCHEZ, M., “Sobre (viejos) modelos de justicia constitucional y creación de (nuevos) derechos”, Revista Española de Derecho Constitucional, n. 64, 2002, pp. 99 a 110.

4 Véanse las Sentencias 19/2023, de 22 de marzo (y 94/2023, de 12 de septiembre, sobre la Ley orgánica 3/2021 de regulación de la eutanasia), y la STC 44/2023, de 9 de mayo, sobre la Ley orgánica 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo. Adicionalmente cabe decir que el cambio de criterio del Tribunal Supremo norteamericano en cuanto al aborto plasmado en la Sentencia Dobbs contra Jackson, de junio de 2022, se basa en la errónea creación (según la mayoría), por medio de la Sentencia de 1973 Roe contra Wade, de un nuevo derecho de la mujer inexistente en la Constitución. Sobre este extremo, in extenso, véase la opinión concurrente del juez Clarence Thomas en el caso Dobbs

5 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, Pleno y Diputación Permanente, Año 2014, X Legislatura, n. 230, p. 48. Tomo la cita del trabajo de BILBAO UBILLOS, J.M.ª, “La llamada Ley Mordaza: La Ley Orgánica 4/2015 de Protección de la Seguridad Ciudadana”, Teoría y Realidad Constitucional, n. 36, 2015, pp. 217 y ss.

6 Véase, para una aproximación general, CASTELLS OLIVÁN, M., Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era de Internet, Alianza, Madrid, 2015. Me permito remitir también a mi trabajo de próxima publicación “El tiempo de los derechos en la era digital”, López Ulla, J.M. (dir.), El impacto de la era digital en el derecho, Aranzadi, Cizur Menor, 2024.

7 La Ley orgánica 1/2015 introdujo en el Código penal la pena de prisión permanente revisable. Además, entre otras muchas reformas, redefinió en profundidad el capítulo dedicado a los delitos de desórdenes públicos (art. 557 y siguientes del CP). Por su parte, la Ley orgánica 2/2015 afectó a la regulación de los delitos de terrorismo. Lo de las “reformas del miedo” (a los empobrecidos, a los indignados y a los emigrantes) aparece recogido expresamente en las Conclusiones del trigésimo Congreso de la Unión Progresista de Fiscales, que se celebró en el mes de junio de 2015. Sobre todo ello, véase CUERDA ARNAU, M.ªL. y GARCÍA AMADO, J.A. (dirs.), Protección jurídica del orden público, la paz pública y la seguridad ciudadana, Tirant lo Blanch, Valencia, 2016, y especialmente en el mismo, el trabajo de PORTILLA CONTRERAS, G., “La contrarrevolución preventiva emprendida por el Derecho Penal y Administrativo para hacer frente a los movimientos de protesta y desobediencia civil”, pp. 63 y ss.

8 Naciones Unidas, Asamblea General, Consejo de Derechos Humanos, Informe del Relator Especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, Maina Kiai, A/HRC/23/39, 24 de abril de 2013, párrafo 80.

9 Buena prueba del creciente interés de las Naciones Unidas sobre la salud de los derechos de reunión y manifestación a la luz de las protestas sociales, es la Resolución aprobada el año siguiente por el Consejo de Derechos Humanos sobre la protección de los derechos humanos en el contexto de las manifestaciones pacíficas (A/HRC/RES/25/38, de 11 de abril de 2014), así como el nuevo Informe del Relator Especial realizado en 2018 (A/HRC/38/34, de 26 de julio de 2018), en el que se sale al paso (párrafo 86) de “las tendencias que (…) confirman la existencia de patrones inquietantes de cierre del espacio cívico en todo el mundo que han limitado seriamente el ejercicio de los derechos a la libertad de reunión pacífica y asociación”. Y añade: “Si bien se reconocen los esfuerzos de algunos Estados para mitigar estas tendencias, preocupa al Relator Especial el creciente número de restricciones documentadas en todas las regiones, especialmente en nombre de la protección de la seguridad del Estado y la estabilidad nacional”. Es de mucho interés también el Informe titulado “A step-by-step checklist for monitoring implementation of the practical recommendations on the management of assemblies report by United Nations Special Rapporteurs Maina Kiai and Cristof Heyns” (A/HRC/31/66), de septiembre de 2016.

10 European Commission for Democracy through Law (Venice Commssion). Guidelines on Freedom of Peaceful Assembly (3ª ed.) CDL-AD(2019)017.

11 CIDH/RELE/INF 22/19, cuyo título completo es Protesta y Derechos Humanos. Estándares sobre los derechos involucrados en la protesta social y las obligaciones que deben guiar la respuesta estatal.

12 Por todos, ARANCIBIA HURTADO, C., “Las palabras de la guerra: cuatro días del octubre chileno de 2019”, IusInkarri. Revista de la Facultad de Derecho y Ciencia Política, n. 11, 2022, pp. 295 y ss.

13 Por todos, PEÑA, C., Pensar el malestar. La crisis de octubre y la cuestión constitucional, Taurus, Santiago, 2020. En el mes de septiembre de 2022, el plebiscito sobre el Proyecto constitucional elaborado por la Convención fue rechazado por un porcentaje del 61 por ciento de votos negativos frente al 38 por ciento de votos afirmativos. Sobre el proceso de elaboración de dicho proyecto, tiene mucho interés SQUELLA, A., Apuntes de un constituyente, Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago, 2022.

14 En la doctrina española, UGARTEMENDÍA ECEIZABARRENA, J.I., La desobediencia civil en el Estado constitucional democrático, Marcial Pons, Madrid, 1999; FALCÓN Y TELLA, M.ªJ., La desobediencia civil, Marcial Pons, Madrid, 2000. Y véase también, muy significativamente, IGLESIAS TURRIÓN, P., “Desobediencia civil y movimiento antiglobalización. Una herramienta de intervención política”, Revista Telemática de Filosofía del Derecho, n. 5, 2002, pp. 213 y ss.

15 Recordemos: “El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Y reparemos también que en la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia (1776), el artículo III, tras enunciar los principios a los que debe atenerse un Gobierno que se instituya para el beneficio común, no se priva de recordar que, cuando se lo considere (al Gobierno) “inadecuado o contrario a estos principios, una mayoría de la comunidad tiene el derecho indiscutible, inalienable e imprescriptible a reformarlo, alterarlo o abolirlo en la forma que se juzgue más conveniente para el bienestar público”. Un recordatorio que, en la Declaración de Independencia de 1776, tras la minuciosa enumeración de las injusticias perpetradas por el rey de Gran Bretaña, culmina del modo siguiente: “En cada una de estas opresiones hemos pedido reparaciones en los términos más humildes: nuestras repetidas solicitudes se han respondido tan sólo mediante una injuria repetida. Un príncipe cuyo carácter se halla marcado por todos los elementos con que podrían definir a un tirano, está incapacitado para ser el dirigente de un pueblo libre”. Cito por la traducción de Ignacio Fernández Sarasola en VARELA SUANCES, J. (ed.), Textos básicos de la Historia Constitucional Comparada, CEPC, Madrid, 1998.

16 Con dos importantes excepciones, ambas en el constitucionalismo francés: el art. 33 de la Déclaration des droits de 1793 (“La résistance à la l’oppression est la consequence des autres droits de l’homme”), y el 21 del Proyecto de Déclaration de 1946 (“Quand le Gouvernement viole les libertés et les droits garantis par la Constitution, la résistance sous toutes ses formes est le plus sacré des droits et les plus impérieux des devoirs”).

17 La reforma constitucional de 1968 se inscribe en el contexto de las Leyes de emergencia aprobadas ese mismo año para dotar de una base jurídica a la respuesta estatal frente a las protestas masivas contra las centrales nucleares y la ampliación del aeropuerto de Fráncfort. La constitucionalización del derecho de resistencia, con rango de derecho amparable ante el Tribunal Constitucional (art. 93.1.4.a de la Constitución), fue una especie de contrapartida o garantía reaseguradora de la fuerza vinculante de la Constitución y de los derechos; véase SANTOS AMAIZ, J.A., “Derecho de resistencia y desobediencia civil en la Ley Fundamental de Bonn”, Peña, L. y Ausín Díez, T. (coords.), Conceptos y valores constitucionales, Plaza y Valdés, Madrid, 2016, pp. 99 y ss

18 Constitución de Portugal, art. 21: “Todos tienen derecho a resistir cualquier orden que atente a sus derechos, libertades y garantías y a repeler por la fuerza cualquier agresión, cuando no sea posible recurrir a la autoridad pública”. Constitución de Ecuador, art. 98: “Los individuos y los colectivos podrán ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales, y demandar el reconocimiento de nuevos derechos”.

19 Citado en el trabajo de SANTOS AMAIZ al que nos acabamos de referir, del que también es interesante su estudio “Falsos derechos y buenas intenciones. A propósito del derecho de resistencia en las Constituciones contemporáneas”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, n. 48, 2014, pp. 243 y ss.

20 Una anécdota que quizá revela una categoría: el polémico nobel Günther Grass, en uno de sus escritos sobre literatura y política, traducido al español en 1984 con el título “Del derecho de resistencia”, rememoraba la llegada de Hitler al poder el 30 de enero de 1933, y consideraba a propósito de ello que el avance insoportable de las técnicas de control estatal sobre la vida de las personas, unido a la presencia de armas atómicas tácticas en suelo alemán, justificaba sobradamente la activación del derecho por parte de cualquier ciudadano consciente de la gravedad de tales amenazas.

21 Véase, por ejemplo, DE LUCAS MARTÍN, J. y AÑÓN ROIG, M.ªJ., “Sobre resistencia, ciudadanía y democracia”, Claves de Razón Práctica, n. 32, 2012, pp. 18 y ss.

22 Un caso resuelto por el Tribunal Supremo en 1964, que dio un giro copernicano a la cuestión de la responsabilidad por daños a propósito del ejercicio de la libertad de expresarse. No puede venir más a propósito recordar aquí que Sullivan era un comisario de policía que se sintió ofendido por un anuncio en el que se denunciaba la brutalidad de la policía para reprimir ciertas manifestaciones que se habían producido en la ciudad de Montgomery (Alabama) en apoyo del movimiento pro-derechos civiles liderado por Martin Luther King. Puede verse una traducción al español de la sentencia en el libro recopilatorio de BELTRÁN DE FELIPE, M. y GONZÁLEZ GARCÍA, J., Las sentencias básicas del Tribunal Supremo de Estados Unidos, CEPC, Madrid, 2005.

23 FISS, O., Libertad de expresión y estructura social, Fontanara, México, 1997; FISS, O., La ironía de la libertad de expresión, Gedisa, Barcelona, 1999. Un excelente comentario de ambos libros puede verse en ESCOBAR ROCA, G., “Libertad de expresión y democracia en Owen Fiss”, Revista Española de Derecho Constitucional, n. 58, 2000, pp. 361 y ss.

24 GARGARELLA MARIOTTI, R., Carta abierta sobre la intolerancia. Apuntes sobre derecho y protesta, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006; GARGARELLA MARIOTTI, R., “Un diálogo sobre la ley y la protesta social”, Derecho PUCP: Revista de la Facultad de Derecho, n. 61, 2008, pp. 19 y ss.; GARGARELLA MARIOTTI, R., El derecho como una conversación entre iguales. Qué hacer para que las democracias contemporáneas se abran –por fin– al diálogo ciudadano, Siglo XXI, Buenos Aires, 2021.

25 GARGARELLA MARIOTTI, R., El derecho como una conversación entre iguales. Qué hacer para que las democracias contemporáneas se abran –por fin– al diálogo ciudadano, cit., p. 350. La cursiva está añadida en el original.

26 El caso fue resuelto en 1939 y contiene un alegato del juez Roberts en favor del uso de los espacios públicos con fines de comunicación política que se hizo de referencia a partir de entonces. Véase O’NEILL, K.F., “Disentangling the Law of Public Protest”, Loyola Law Review, n. 21, 1999, pp. 413 y ss., en el que se realiza una completa explicación del influjo de legisladores, funcionarios de la Administración, jueces e incluso reglamentaciones internas de la Policía sobre la efectividad del derecho a la protesta a lo largo del tiempo. Se explica allí la diferenciación entre foros públicos tradicionales, foros restringidos y foros no públicos, como criterio general utilizado para controlar con mayor o menor deferencia las limitaciones.

27 BUTLER, J., Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la Asamblea, Paidós/Planeta, Bogotá, 2017. Y también BUTLER, J., “Nosotros el Pueblo. Apuntes sobre la libertad de reunión”, ¿Qué es un pueblo?, LOM, Santiago, 2014.

28 Una tensión “irresoluble”, según la perspectiva de quienes resaltan lo paradójico del intento de conciliar lo que es un levantamiento contra la autoridad con la capacidad de esta para establecer los contornos y las condiciones; véanse al respecto las consideraciones de los dos profesores chilenos BASSA MERCADO, J. y MONCADA GARAY, D., “Protesta social y derecho: una tensión irresoluble”, Izquierdas, n. 46, 2019, pp. 105 y ss. Y también (y no por cierto casualmente) las del profesor de la Universidad Diego Portales, LOVERA PARMO, D., “La protesta como coreografía: sobre los límites de la regulación legal de la protesta”, Latin America Law Review, n. 6, 2021, pp. 25 y ss.

29 Por todos, y con la referencia “canónica”, BALLBÉ MALLOL, M., Orden Público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Alianza, Madrid, 1984. Cito las palabras del Prólogo de García de Enterría: “Este libro es la historia de una falacia mantenida en nuestras instituciones desde hace dos siglos con sorprendente insistencia, la falacia de creer que sólo las armas y los modos de guerra pueden ser eficaces para mantener integrada una sociedad o, en términos más simples, para luchar eficazmente contra los trastornos del orden público (…)”.

30 Una ambigüedad que proviene de la Ley homónima 17/1976, que la LO 9/1983 deroga expresamente, y cuya exposición de motivos, mucho más “florida” que la muy escueta de esta última, se refería a la “filosofía” subyacente a la ley en estos términos: “La ley entraña un reto o, si se quiere, una apuesta sobre la madurez del pueblo español y sobre su capacidad de autocontrol en el ejercicio del derecho de reunión. La confianza en la certidumbre de dicha apuesta constituye, en definitiva, la justificación última de las premisas que inspiran todo el articulado de la ley: la redefinición de los límites de lo lícito y lo ilícito, de lo libre y lo reglamentado en materia de reuniones; la fijación de un nuevo criterio de reparto de poderes entre las autoridades gubernativas y los propios ciudadanos en orden al control del correcto ejercicio del derecho; y el establecimiento de disposiciones tendentes a garantizar positivamente el uso de la libertad de reunión”.

31 Se trata de la STC 341/1993, de 18 de noviembre, y de la STC 172/2020, de 19 de noviembre. Sobre la LO 4/2015 el TC se pronunció también en la STC 13/2021, de 28 de enero, en la que resolvió en sentido desestimatorio el recurso del Parlamento de Cataluña contra diversos preceptos de la ley.

32 Remito a mi trabajo “El discurso del odio entre la trivialización y la hiper-penalización”, Cortina Orts, A. y Revenga Sánchez, M., Sobre el Discurso del Odio. Cuadernos del Círculo Cívico de Opinión, n. 22, 2018.

33 Y de cita obligada aquí, si bien en un sentido en extremo crítico contra la ley, precisamente por no haber considerado las implicaciones del derecho a la protesta, es el voto particular de la magistrada Balaguer a la STC 172/2020, que me permito citar por extenso: “La justificación de la aprobación de la ley responde a la lógica del mantenimiento de la seguridad en la gestión de los problemas políticos y sociales, sin que luzca en ningún momento la toma de conciencia por parte del legislador de que ha emergido una nueva situación generalizada de forma de protesta, que por otra parte es común a muchos países de nuestro entorno democrático. Y es así una reacción, porque quienes ejercen el derecho a la protesta son considerados elementos perturbadores del orden público y la convivencia, y no sujetos activos de la construcción del pluralismo político. Y esa lógica, que deslegitima al sujeto crítico y a los colectivos en que se integra, asume y traduce una desproporcionada restricción de los derechos fundamentales a través de los cuales se ejerce el derecho de protesta, porque prioriza el mantenimiento de una tranquilidad social, que se equipara a la seguridad ciudadana, frente al valor constitucional del pluralismo. Y así olvida que, en un Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), la lucha por la superación de las desigualdades, y por la remoción de los obstáculos que impiden la igualdad efectiva de los individuos y los grupos en que se integran (art. 9.2 CE) es el presupuesto de la cohesión social, que debe estar en la base de la garantía de ese sosiego y paz sociales a que aspira la Ley orgánica de protección de la seguridad ciudadana. Tener seguridad ciudadana también es disfrutar en condiciones de igualdad de los derechos reconocidos en la Constitución (art. 9.2 CE), tener un nivel de vida digno (art. 10.1 CE) y ejercer derechos como el de reunión (art. 21.1 CE) y la libertad de expresión [art. 20.1 a) CE] sin acoso institucional y sin arriesgarse a sufrir sanciones desproporcionadas. La perturbación de la tranquilidad ciudadana y del orden, dentro de los límites constitucionalmente previstos, fuera del recurso a la violencia, y siempre que no pueda ser tildada de grave, puede encontrar sustento en el ejercicio de derechos fundamentales, y puede resultar esencial a la construcción del pluralismo político que está en la base de las sociedades democráticas”.

34 Lo que sí puedo aportar es el dato del número de manifestaciones celebradas entre 2013 y 2021: 2013 (43.170), 2014 (36.679), 2015 (32.904), 2016 (27.7880), 2017 (29.091), 2018 (32.078), 2019 (31.918), 2020 (22.449) y 2021 (33.366). Están reproducidos en el Informe de AMNISTÍA INTERNACIONAL, publicado en noviembre de 2022, cuyo título es Derecho a la protesta en España. Siete años, siete mordazas que restringen y debilitan el derecho a la protesta en España. Las siete mordazas glosadas en el informe son: la reforma del Código penal, la aprobación de la Ley orgánica de seguridad ciudadana, el aumento del poder discrecional de decisión de la policía en el marco del derecho a la manifestación pacífica, la utilización abusiva de armas menos letales como pelotas de goma o de proyectiles “foam”, la frecuente interpretación de los tribunales a favor de la versión policial, las contradenuncias de policías contra manifestantes que denuncian abusos (lo que incluye la alegación de hechos no veraces en la propia denuncia policial) y la falta de mecanismos efectivos de rendición de cuentas de las fuerzas de seguridad.

35 Es un extremo que merece ciertamente un trabajo detenido y que guarda estrecha relación con el tema que abordamos en estas páginas. Apuntaré tan sólo en este momento la trilogía de casos en los que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a España por los excesos en el uso de la fuerza policial para disolver manifestaciones: Iribarren Pinillos contra España (2009), Laguna Guzmán contra España (2020) y López Martínez contra España (2021). Véase BILBAO UBILLOS, J.M., “La doctrina del TEDH sobre el uso excesivo de la fuerza para disolver manifestaciones pacíficas (Comentario a las SSTEDH de 6 de octubre de 2020 en el asunto Laguna Guzmán c. España; y 9 de marzo de 2021 en el asunto López Martínez c. España)”, Revista de Estudios Europeos, n. 80, 2022, pp. 195 y ss.

36 Sentencia todavía no publicada en el momento de escribir estas líneas. Véase la Nota informativa 94/2023, de 21 de noviembre

37 Además de los informes que hemos citado en las notas 8 a 11, nos remitimos, para la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a LÓPEZ GUERRA, L., “Derecho de reunión y manifestación en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos”, Alonso Rima, A. (dir.) y Colomer Bea, D. (coord.), Derecho Penal preventivo, orden público y seguridad ciudadana, Aranzadi, Cizur Menor, 2019. Y para la de la Corte Interamericana, a SALDAÑA CUBA, J., “Aproximaciones críticas al derecho a la protesta social en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”, Anuario de Investigación del CICAJ-PUCP, 2018-2019, pp. 389 y ss.

38 Sobre los escraches, véanse el Auto 81/2014 de la Sección 16 de la Audiencia Provincial de Madrid, en el que se desestima la apelación contra el Auto de archivo decretado el 10 de mayo de 2013 por el Juzgado de Instrucción n. 4 (Diligencias previas 1186/2013). Sobre la iniciativa “Ocupa el Congreso”, el Auto del Juzgado Central de Instrucción n. 1 de la Audiencia Nacional, de fecha 4 de octubre de 2012, en las Diligencias previas 105/2012. Y sobre el caso “Aturem el Parlament”, la importante sentencia de la Audiencia Nacional de 7 de julio de 2014 (ponente Ramón Sáez), que fue casada por el Tribunal Supremo en la STS 161/2015, de 17 de marzo (ponente Manuel Marchena), y objeto de un recurso de amparo resuelto en la STC 133/2021 en la que el Pleno respalda la tesis del TS y sostiene la condena de los recurrentes por el delito de intimidación a parlamentarios del art. 498 CP. La sentencia tuvo votos particulares de Encarnación Roca, María Luisa Balaguer, Juan Antonio Xiol y Cándido Conde-Pumpido. Véase, en sentido sumamente crítico con el enjuiciamiento del Tribunal Supremo, GARCÍA AMADO, J.A., “Sobre ponderaciones y penas. A propósito de la Sentencia del Tribunal Supremo (Sala Penal) 161/2015, en el caso del asedio al Parlamento de Cataluña”, Cuerda Arnau, M.ªL. y García Amado, J.A. (dirs.), Protección jurídica del orden público, la paz pública y la seguridad ciudadana, Tirant lo Blanch, Valencia, 2016.

39 Por todos, COLOMER EGEA, D., “La doctrina del efecto desaliento como punto de conexión entre el Derecho penal y los derechos fundamentales”, Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, n. 41, 2019, pp. 97 y ss.; GARCÍA BELLO, L., “El ejercicio de los derechos fundamentales y el efecto desaliento: a resultas de las protestas ecologistas”, La Ley, 12 de diciembre de 2022.

40 KLEMPERER, V., LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, Minúscula, Barcelona, 2001, p. 188. Debo la referencia al trabajo de Camilo Arancibia que cito en la nota 12.